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EL JINETE Y EL CABALLO

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Por ahora, me gustaría subrayar que la emoción no se opone a la razón; nuestras emociones asignan valor a las experiencias y, por lo tanto, son la base de la razón. Nuestra experiencia propia es producto del equilibrio entre nuestros cerebros racional y emocional. Cuando estos dos sistemas están en equilibrio, nos sentimos «como nosotros mismos». Sin embargo, cuando nuestra supervivencia está en juego, estos sistemas pueden funcionar de un modo relativamente independiente.

Si, por ejemplo, estamos conduciendo, hablando con un amigo, y de repente vemos por el rabillo del ojo que se asoma un camión, instantáneamente dejaremos de hablar, apretaremos el freno y giraremos el volante para evitar el peligro. Si nuestras acciones instintivas nos han salvado de la colisión, podemos retomar la conversación allí donde la dejamos. Ser capaces de hacerlo o no depende en gran medida de lo rápido que nuestras reacciones viscerales se alejen de la amenaza.

El neurocientífico Paul MacLean, autor de la descripción de las tres partes del cerebro que he utilizado aquí, comparó la relación entre el cerebro racional y el cerebro emocional con la que existe entre un jinete más o menos competente y su caballo rebelde.14 Mientras que el tiempo esté calmado y el camino no tenga obstáculos, el jinete puede notar un excelente control. Pero los sonidos inesperados o las amenazas de otros animales pueden hacer que el caballo salga corriendo, obligando al jinete a agarrarse bien para salvar su vida. Del mismo modo, cuando la gente siente que su supervivencia está en juego o cuando sufre rabia, nostalgia, miedo o deseo sexual, deja de escuchar a la voz de la razón y no tiene mucho sentido razonar con ella. Cuando el sistema límbico decide que algo es cuestión de vida o muerte, las sendas entre los lóbulos frontales y el sistema límbico se vuelven confusas.

Los psicólogos suelen intentar ayudar a la gente a utilizar la percepción y la comprensión para gestionar su comportamiento. Sin embargo, la investigación neurocientífica muestra que muy pocos problemas psicológicos son resultado de problemas de comprensión: la mayoría se originan en las presiones de las regiones cerebrales más profundas en las que se basan nuestra percepción y nuestra atención. Cuando la alarma del cerebro emocional sigue señalando que estamos en peligro, no hay comprensión posible que pueda silenciarla. Esto me recuerda la comedia en que un paciente que ha reincidido siete veces en un programa de manejo de la ira elogia la virtud de las técnicas que ha aprendido: «Son fantásticas y funcionan muy bien, siempre y cuando no estés realmente furioso».

Cuando nuestros cerebros emocional y racional están en conflicto (como cuando estamos enfadados con alguien a quien amamos, atemorizados por alguien de quien dependemos o deseamos a una persona que ha sobrepasado los límites) se produce una lucha. Esta batalla se representa sobre todo en el teatro de la experiencia visceral (las tripas, el corazón, los pulmones) y provocará una incomodidad física y un malestar psicológico. En el capítulo 6 veremos cómo el cerebro y las vísceras interactúan en la seguridad y en el peligro, algo clave para comprender las diferentes manifestaciones físicas del trauma.

Me gustaría terminar este capítulo examinando dos escáneres cerebrales más que ilustran algunas de las principales características del estrés traumático: revivir el trauma de manera atemporal; volver a experimentar las imágenes, los sonidos y las emociones; y la disociación.

El cuerpo lleva la cuenta

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