Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 10

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Junio

La junta

Ignacio Ruiz de Chávez fue el último en llegar esa noche a la junta. Estaban ya todos sentados en forma semicircular en la sala de la familia Ruiz Esparza Vega, un espacio bellamente decorado con muebles austriacos de color negro, bustos de músicos y cuadros, cuyas escenas del arte barroco ahí representadas evocaban los tiempos del romanticismo.

–Sólo te estábamos esperando, Nacho –le dijo el presbítero don Ignacio Rivera Calatayud, quien se encontraba de visita en la reunión–.

–Sí, padre, disculpe la tardanza –respondió apenado el joven y, sin más, se acomodó en una de las sillas–.

En seguida, Marcos Ramírez, quien presidía el Círculo de Estudios Ketteler, les dio la bienvenida a los asistentes y agradeció la honrosa presencia del sacerdote, quien fuera tío del padre Ignacio Castro Rivera, fundador de la ACJM en 1917.

José Ruiz Esparza Vega, quien ocupaba el cargo de secretario del círculo, tomó la palabra y dio a conocer el orden del día, luego invitó al sacerdote a hacer la oración inicial y a que dirigiera el rezo del santo rosario. A la indicación del secretario, se pusieron todos de pie y el padre Ignacio dijo:

–Pidamos al Espíritu del Señor que venga y nos inunde con su presencia y que nos colme de dones para alabar y servir a Dios nuestro Señor.

Dicho esto, los asistentes pronunciaron a coro:

Ven Espíritu Creador,

visita las almas de tus fieles

y llena de gracia los corazones

que Tú mismo creaste.

Tú eres nuestro consuelo,

don de Dios Altísimo,

fuente viva,

fuego,

caridad y espiritual unción.

Tú derramas sobre nosotros los siete dones.

Tú, el dedo de la mano de Dios.

Tú, que pones en nuestros labios

los tesoros de tu palabra,

enciende con tu luz nuestros sentidos,

infunde tu amor en nuestros corazones

y con tu perpetuo auxilio

fortalece nuestra débil carne.

Aleja de nosotros al enemigo,

danos pronto la paz.

Sé Tú mismo nuestro guía

y bajo tu dirección evítanos todo lo malo.

Que por ti conozcamos al Padre

y también al Hijo

y que en ti creamos en todo tiempo.

Amén.

Al terminar la plegaria se hincaron e hicieron el rezo del rosario. Luego, con los brazos extendidos en cruz, rezaron la letanía. Concluida la oración, Felipe Alba impartió un tema sobre la vida de Wilhelm Emmanuel Von Ketteler, a quien debían el nombre del círculo de estudios, profundizando en su labor como instaurador del catolicismo social en Alemania. Tocó turno a Francisco Cervantes y durante veinte minutos habló de la Rerum Novarum del papa León XIII, explicando cómo la encíclica dejó patente su apoyo al derecho laboral de formar uniones o sindicatos católicos, y también el apoyo al derecho de la propiedad privada.

El presidente del círculo les informó sobre lo acontecido en la semana en la localidad y a nivel nacional. Les habló de cómo el gobierno del estado estaba clausurando arbitrariamente numerosos templos, colegios, asilos y obras de caridad cristiana y cómo se empezaba a sentir una atmósfera de inquietud e incertidumbre ante las persecuciones y los actos hostiles de la autoridad. Hubo comentarios al respecto y los ánimos se acaloraron, sobre todo entre aquellos de temperamento colérico que con aspavientos y voz alta criticaban las medidas anticlericales.

–¡Calles es un animal enfermo! –gritó Gonzalo Nieto mientras apretaba las mandíbulas y los puños–. ¡Está enfermo de odio! –remachó murmurando y rechinando los dientes de rabia–.

El padre Ignacio los exhortó a continuar la reunión con tranquilidad, a ser prudentes y estrategas y a dejar los apasionamientos para cuando realmente se necesitara:

–¡Tranquilos, muchachos! –dijo en tono imperativo–, que ya llegará el momento en que habrá que defender nuestras libertades más sagradas, quizá hasta el martirio.

Por unos segundos continuó el murmullo y luego José siguió con el quinto punto del orden del día, cediéndole el uso de la palabra al padre Ignacio, quien llevaba un tema preparado sobre las implicaciones del nuevo Código Penal publicado el día 14 de ese mes y el cual entraría en vigor el día 31 de julio.

–Este Código –inició el padre Ignacio– amplía y hace más inaceptables las leyes de la Constitución, lo mismo que la ley promulgada en enero de este año. Es un ordenamiento en el que se especifican los delitos en materia religiosa y los castigos a quienes se hagan merecedores por cometerlos. De los treinta y tres artículos sólo voy a leerles algunos para que los conozcan.

El anciano se puso sus anteojos, e impostando la voz dio lectura a algunos fragmentos del documento:

Artículo 1º. Nadie puede enseñar religión en ninguna escuela primaria, aun particular, bajo la multa de $500.00 pesos o quince días de cárcel, pero una reincidencia amerita castigo grave. Artículo 10. Pena de cinco años de prisión al ministro de culto que critique cualquier artículo de la Constitución, ora sea en público o en privado. Artículo 17. Todo acto de culto público ha de efectuarse dentro del recinto de los templos, bajo penas de multa y cárcel.

–Muchachos –acotó el padre–, quiero decirles que estos artículos atentan contra la libertad religiosa, esta ley limita el número de sacerdotes a uno por cada seis mil habitantes, ellos están obligados a registrarse con el Presidente Municipal y a ejercer sólo con una licencia otorgada por el Congreso de la Unión o del Estado correspondiente. Sepan, señores, que desde su entrada en vigor nadie podrá enseñar religión en ninguna primaria, ni siquiera en las particulares. Esta ley, además, prohíbe los votos religiosos, decreta la disolución y la supresión de todo tipo de monasterios, conventos y comunidades religiosas y suprime la libertad de prensa en materia religiosa. ¡Ah! Y si creían que era todo, escuchen esto:

Todo lo que sean templos, casas curales, residencias episcopales, seminarios, asilos y colegios religiosos dejan de ser de la Iglesia y serán del gobierno federal, quien determinará qué hacer con ellos.

Jesús Ruiz Esparza tomó la palabra:

–A Calles lo mueven las fuerzas oscuras a las que está conectado. Quieren dominar a la Iglesia sometiéndola a una supervisión absoluta y lo que tenemos que hacer nosotros es actuar conforme a nuestras creencias y organizarnos en contra de la acción del actual gobierno.

Un murmullo se generalizó entre los asistentes. Marcos intervino y le ordenó directamente a Ignacio Ruiz de Chávez que extremara precauciones de ahora en adelante, por el gran riesgo que implicaba tener la máquina de imprenta escondida en su negocio. Ignacio se comprometió a conducirse con mayor cuidado. El padre Rivera Calatayud les conminó a permanecer en estado de gracia y a hacer mucha oración para que Calles se arrepintiera:

–Pónganse a orar y a estudiar muy bien la ley para ir delineando estrategias de acción. ¡Las cosas vienen muy duras! –advirtió–.

Los ánimos se volvieron a caldear y el sacerdote, poniéndose de pie, en tono de voz alta dijo:

–¡Oración, señores, que no nos rebasen las pasiones!

Poco a poco el orden se restableció y hubo silencio.

Ya en calma, José le encomendó a Camilo Marchand que preparara el tema de la siguiente semana:

–Camilo, vas a exponer la Carta Apostólica Paterna sane sollicitudo. Es la carta que envió el papa Pío XI a los obispos mexicanos para apoyar la protesta contra la Constitución del diecisiete y por la expulsión de Monseñor Ernesto Philippi en enero de 1923. Yo te prestaré el documento para que lo estudies.

Luego se dirigió a todos:

–Ustedes recuerdan que Philippi fue expulsado por el gobierno federal de México tras la colocación de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el Cerro del Cubilete.

Algunos asintieron con la cabeza, después de la enérgica llamada de atención del padre Ignacio ya nadie quiso polemizar. José ahondó en que este acto había sido considerado una violación al artículo 24 constitucional, el cual prohíbe el culto externo, por lo que se le dio al delegado del Vaticano un plazo de tres días para abandonar el país tras haber permanecido dos años en él. El propósito de su estancia había sido convenir con el gobierno revolucionario el respeto a los derechos de los católicos.

En asuntos generales, cada uno de los integrantes comentó lo que se rumoraba en diferentes ambientes con respecto al conflicto religioso; unos hablaron de las manifestaciones de la Unión Nacional de Padres de Familia, otros de las afinidades del gobernador Reyes Barrientos con Calles, unos más replicaron los comentarios sobre el boicot que habían escuchado en la botica, en el mercado, en la barbería, en el billar del Hotel Washington y hasta en algunas cantinas.

El padre les recomendó que, aunque visitaran esos lugares de vicio como informantes, tuvieran cuidado de no caer en las tentaciones y no involucrarse con gente que pudiera resultar peligrosa para sus almas y para sus propósitos dentro de la ACJM. José les informó que recién se había fundado la Unión Popular de Aguascalientes como una delegación de la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa y que él tenía la Comisión de Propaganda y Culto. Felipe Alba se puso de pie y pidió a los compañeros que se presentaran a la próxima sesión en estado de gracia, pues era necesario hacer una solemne promesa de consagrarse al servicio de Dios y estar dispuestos a sacrificarse por la patria y, si fuese necesario, morir por ella. Todos en silencio levantaron la mano en señal de aprobación y el clérigo los miró satisfecho. Agotados los puntos del orden del día, el sacerdote hizo la oración final y, con voz fuerte y puntual, enunció el lema de su organización: “¡Por Dios y por la Patria!”. A lo que el grupo, que permanecía de pie, respondió a coro: “¡Por Dios y por la Patria!”.

Concluida la reunión, José, quien vivía en esa casa ubicada en la antigua calle de Santa Bárbara, les invitó a merendar antes de retirarse. Salió de la sala y buscó a su tía Elisea, a quien encontró en la cocina; estaban con ella Ana y Lucita, las hermanas de José. Cuando él entró, aspiró el olor del pan recién horneado. La tía estaba preparando, para los invitados del sobrino, unas semitas de granillo con jalea de granada y un espumoso chocolate. José la sorprendió con un abrazo y le dijo: “Ya terminamos, Cheya. ¿Podrían servirnos, por favor?”. Luego guiñó el ojo a sus hermanas.

En esa casa estaban muy acostumbrados a las visitas, pues don Antonio, el padre de José, era muy sociable y gustaba de tener casa llena continuamente. Conchita, su esposa y sus tres hermanas, Elisea, Flora y Dorilea, los atendían con gran solicitud, aunque solían renegar cuando el jolgorio se volvía frecuente.

Elisea se inclinó a sacar unos platos de la parte baja de la alacena, un mechón de cabellos blancos le cayó sobre el rostro y ella se lo levantó con el brazo, luego miró a José con sus hermosos ojos azules y le sonrió. José era el consentido de su tía. Lo había elegido cuando nació porque era muy blanco y de ojos de color, como ella. “Este es para mí” le dijo entonces a Concha y a Antonio y, desde ese día, fue la nana cariñosa que cuidó y vigiló los pasos de Josesito. Así se usaba en esa casa, cada hijo que les iba naciendo era adoptado por alguna de las tías, quien se encargaba de él o ella como apoyo a su hermana y a su cuñado con quienes las tres vivían.

José recibía los platos y las tazas cuando entró Mamá Conchita a la cocina y sin más le advirtió a su hijo con severidad:

–¡Ándate con cuidado, José, que ya sabes lo que les pasa a los que se le ponen al brinco al gobierno! ¡Que no se te olvide que ya pisaste la cárcel una vez, mira que Dios es grande pero no lo tientes de paciencia!

Y es que, un año antes, el marido y los hijos varones de Concha, todos miembros de la ACJM, habían participado en la defensa del Templo de San Marcos y estuvieron detenidos en el cuartel Z. Mena y en la Inspección General de Policía. Allí fueron tratados como malhechores. Nadita le había gustado a Mamá Conchita verlos llegar uno a uno, picoteados por las chinches y con la ropa arrugada y maloliente. Varios días en los que sus mimados hijos fueron obligados a pagar sus delitos haciendo trabajo comunitario: barrieron calles y plazas, levantaron heridos de las banquetas y los llevaron al hospital, también trasladaron cadáveres del Hospital Hidalgo a las carrozas. Durante esos días pasaron hambre, se remojaron en la fuente y durmieron en calabozos semioscuros, tirados sobre aserrín. Lo que para ellos fue una aventura, a Mamá Conchita no le hizo ninguna gracia. La gran fe y la profunda convicción que ella tenía por defender la libertad religiosa, no aminoraba la preocupación que le despertaba la sed de sangre de los gobiernos emanados de la Revolución.

José abrazó a su madre y le prometió que cuidaría de su padre y sus hermanos, que no sería imprudente y que haría lo que como católico tenía que hacer. Los brillos de sus ojos verdes se encontraron y la madre viró el rostro para ocultarle a su hijo una lágrima que amenazaba con brotar.

Siendo los Ruiz Esparza una familia de músicos, no pudo faltar en el convite la interpretación de algunas piezas como Claro de Luna de Beethoven interpretada por María en el magnífico piano vertical que don Antonio tenía en la sala. Fue tan grandiosa la interpretación de la hermana de José que el sacerdote se puso de pie para aplaudirle. Luego siguió José con Nocturno Op. N. 2 de Chopin y Sueño de amor de Franz Liszt, que igual fascinaron a los asistentes, pero cuando Joaquín, otro de los hermanos, ejecutó Preludio para violín Partita No. 3 en Mi Mayor de J. S. Bach todos se pusieron de pie para ovacionarlo.

Así concluyó la reunión que inició muy política y derivó en tertulia musical. El presbítero Rivera agradeció a la familia Ruiz Esparza sus atenciones y felicitó a las mujeres por la exquisitez de la merienda. Reconoció a los músicos con un abrazo y saludó a don Antonio, que venía llegando de su reunión con los terciarios franciscanos. Al despedirse de doña Conchita, le dijo: “Tiene usted unos hijos muy buenos”. A lo que ella contestó: “¡Mis hijos son tan buenos que hasta en la cárcel han estado!”. Todos los presentes soltaron la risa.

Marcos y don Antonio acompañaron al sacerdote a la puerta de la calle y éste salió escoltado por Felipe Alba y Graciano Rendón. Acababa de oscurecer.

El resto de los concurrentes se retiró inmediatamente uno tras otro para no salir todos juntos y no despertar sospechas. En la banqueta de enfrente, Joaquín, el hermano de José, les hacía señas discretas para que fueran saliendo sin riesgo de ser vistos por algún gendarme. Sólo quedaron los de la casa e Ignacio Ruiz de Chávez, quien había sido anteriormente presidente del mismo círculo. Regresaron a la sala e Ignacio le dijo a José:

–Oye, Chepe, permíteme decirte algo antes de marcharme.

–Dime, Nacho.

–Tú sabes que ya tengo algún tiempo de amigo de los Ybarra, ya te lo había contado.

–Sí, ¿y qué con eso?

–Pues te diré sin ambages, estoy interesado en Lupe y voy a pedir permiso al padre Porfirio para pretenderla.

–¡Uy, Nacho! Pero si sabes que no te lo van a permitir. Ni Porfirio ni los otros hermanos te van a dejar que rondes a Lupe y menos que te quieras casar con ella. Sabes que está enferma, que en los últimos años se ha puesto peor. De verdad no creo que te dejen cortejarla.

–Yo la quiero, José, la quiero de verdad, con toda el alma –suspiró Nacho–.

–No lo dudo, es una mujer muy chula y tiene un gran corazón. Bueno, ¡qué te puedo decir! Yo la conozco desde hace tiempo.

–Tú y ella son de la misma edad, ¿verdad?

–Sí, ambos somos de mil novecientos, yo de marzo y ella de diciembre. De hecho, conocí a Meche por ella. Iban a misa a la Catedral junto con Lola y Cuca, las hijas de María, una de las hermanas mayores. Ahí la conocí, como conozco a todos sus hermanos. Mira, se dice por ahí que Lupe tuvo otros pretendientes que, al igual que tú, la amaron profundamente, pero no les dieron permiso de ser novios. Su propia madre, que en paz descanse, por las indicaciones que dieron los médicos, le advirtió que no debería casarse. Y es que Lupe se puede morir en cualquier momento. ¿No has pensado, Nacho, en que si ustedes llegaran a desposarse y ella concibiera, podrían perecer ambos, Lupe y la criatura que llevara en sus entrañas? Es peligrosísimo, por eso creo que no le darían permiso. Pienso que no se van a atrever a contravenir las órdenes de la difunta Gumercinda, ella les hizo prometer que la protegerían de todo peligro. Pero, en fin, si la amas tanto pues inténtalo por tu cuenta y riesgo.

José palmeó la espalda de Ignacio y miró con sus ojos verde mar los ojos color tabaco de su amigo, percatándose de que el sudor le corría por el rostro. Ignacio sacó su pañuelo y se secó la cara, limpió sus lentes, se puso el sombrero y se despidió de José.

–Salúdame a las Ybarra cuando las veas –dijo Ignacio–, pero guárdame el secreto en lo que me decido qué hacer.

José abrió la puerta de madera para despedir a su amigo, pero antes le dijo:

–Oye, ¿por qué no invitamos al Tinto a tomar unas copas con don Cleofas Jiménez? Ya ves que anda medio tristón, supe que Adelina Muñoz rechazó sus pretensiones amorosas y ahí está que ni a la junta vino, seguramente ha de estar encerrado en su casa.

–Me parece muy buena idea –respondió Ignacio–, vamos a decirle para que se anime, sirve que yo también me olvido un rato de mis contrariedades. ¡Vamos a echar palique a la cantina!

En el camino José le contó a Ignacio que ya había terminado su relación con la pianista Cuca Torres Pico y que también andaba afectado por ello, que se sentía furioso por todo el mitote que se traía Calles con la Iglesia y que él también necesitaba desahogarse.

Así los tres amigos fueron a despejar sus problemas cotidianos, a refugiarse en ese espacio donde la música y la bebida alegran el corazón de los adoloridos. Entraron a La Puerta del Sol, ubicada en el número 2 de la primera cuadra de 5 de Mayo, buscando saciar la sed y olvidar un poco la pesada y abrumadora carga. Se sentaron en la mesa del fondo. A ninguno le llamó la atención los muros salitrosos y la pintura descolorida, la barra y la contra barra desvencijadas o las paredes decoradas con viejos carteles de corridas de toros; no era la primera vez que se asomaban por ahí. Roque, a quien sus amigos llamaban El Tinto, estaba muy agüitado y prefirió tomarse unos mezcales; Ignacio y José, para no hacer un mal tercio, brindaron con él. Un cuarteto de cuerdas se acercó a preguntarles si querían una canción. José los reconoció, eran compañeros filarmónicos de él y de su padre en la Orquesta Sinfónica que dirigía don Apolonio Arias. “A mí me encantan las de Manuel M. Ponce y ustedes bien lo saben, toquen Estrellita” –les dijo–. Y los tres buenos amigos comenzaron a cantar a coro:

“Estrellita de lejano cielo

que miras mi dolor, que sabes mi sufrir,

baja y dile si me quiere un poco

porque yo no puedo sin su amor vivir.

Tú eres, ¡oh estrella!, mi faro de amor,

Tú sabes que pronto he de morir.

Baja y dile si me quiere un poco

porque yo no puedo sin su amor vivir”.

Los versos de Ponce hicieron rodar lágrimas en Roque, que andaba muy herido y no dejaba de quejarse de su mísera suerte. José e Ignacio, que estaban muy sentimentales también, para calmar su emoción empujaron las copas una tras otra. Sonaron las carcajadas y los gritos acompañados de nutridos aplausos. Uno de los parroquianos que estaba en una mesa muy solitario, se acercó y quiso darle un consejo a Roque. Luego los cuatro realizaron una interesante disertación sobre cómo derrocar a Calles y acabaron hablando de cómo hubieran podido conquistar a la hermosa Louise Brooks, no sin antes reír hasta morir con los coloridos chistes que el nuevo amigo les contó. Siguió la velada hasta las once de la noche y para cuando don Cleofas anunció que era hora de cerrar, Roque se encontraba borracho y no dejaba de llorar. En vano había intentado sofocar el amargo pesar, pues entre más bebía más recordaba a su amada y más creía que la vida sin ella no tenía valor. El pobre Roque desfallecía, pues llevaba muchas horas sin probar bocado de tanta congoja.

Cuando quisieron pagar se dieron cuenta que no traían dinero suficiente, por lo que le sacaron el reloj Hamilton al Tinto para dejarlo en garantía, luego de que don Cleofas se hiciera la remolona porque no le gustaba fiar. Finalmente aceptó la solicitud de los pícaros muchachos, que prometieron volver al otro día a liquidar la cuenta.

Ignacio, quien conocía y comprendía bien a su amigo, lo tomó de los hombros y, mirándolo muy serio, le dijo: “Ya, ya, deja esas lágrimas de cocodrilo y guárdalas para cuando me muera”. Los tres soltaron la carcajada y salieron de la cantina rumbo a sus casas. En el camino iban cantando:

“Marchita el alma, triste el pensamiento,

mustia la faz, herido el corazón

atravesando la existencia mísera

sin la esperanza de alcanzar su amor”.

Ignacio y José dejaron primero a Roque. Lo llevaban casi cargando, pues se tambaleaba y temían que cayera en cualquier momento. Se dirigieron a su casa en la calle de Arteaga. Casi al llegar Roque insistió que lo dejaran caminar solo. Así lo hicieron, pero sólo para verlo chocar con unos botes de basura y con El Colas, un pintoresco personaje que deambulaba por esos lares haciendo su recorrido cotidiano por las cantinas, donde le obsequiaban un vaso con las sobras de licor que dejaban los parroquianos. El Colas y El Tinto fueron a dar por allá, haciendo un gran escándalo con los botes de metal que rodaron junto con ellos por la calle empedrada. Algunas luces en las casas vecinas se encendieron y los perros comenzaron a ladrar.

Una voz ronca gritó desde una ventana:

–¡Dejen dormir, méndigos borrachos!

José, muerto de risa, contestó a voz en cuello:

–¡Muera La Plutarca!

Y El Colas respondió también a gritos:

–¡Sí, que se muera ese cabrón!

–¿Qué pasó, mi amigo, se le doblaron las corvas? –dijo Ignacio a Roque, viendo que aún continuaba en el suelo. José soltó una estruendosa carcajada–.

–Yo me doblo, pero no me quiebro –contestó Roque mientras se levantaba con dificultad–.

–Órale pues –dijo Ignacio–, métase ya, que de seguro lo están esperando, y no se le olvide: “Cataplasmas del olvido con fomentos de otro amor”. –Roque sólo asintió con la cabeza y cerró la puerta con desgano.

Ignacio y José siguieron cantando, cada uno con rumbo hacia su casa, y mientras sus figuras se perdían a lo largo de la antigua calle del Apostolado, la canción del amor imposible y las tristezas lúgubres sonaba en la oscuridad:

“Yo quise hablarle y decirle mucho, mucho,

pero al intentarlo, mi labio enmudeció

nada le dije, porque nada pude,

pues era de otro ya,

pues era de otro ya su corazón”.

Morir en el silencio de las campanas

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