Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 8

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Entre ollas y fogones

Lupe Ybarra era adicta a las sensualidades de la cocina, lo mismo disfrutaba aspirar el fresco olor del cilantro que sentir el tibio jugo del mango escurriendo por su barbilla y cuello. Se regocijaba lo mismo con el zumo de la lima que con el seductor aroma de la canela. Amaba el olor de los chiles poblanos, las tortillas, los elotes quemándose sobre la leña y la cebolla chirriando sobre la manteca. Gozaba el sabor ácido de los limones, el agridulce de las zarzamoras, el picante de la pimienta y del chile, y el amargo de la cerveza y el estafiate, así como el dulce del chocolate, las mermeladas y los almíbares. Sus ojos se fascinaban ante las diferentes formas y tonos de las frutas: los blancos de la pera y la manzana, los amarillos suaves de la guayaba, el plátano, el nanche y la piña, pasando por los anaranjados del melón, la papaya, el mamey y la mandarina; la variedad de rojos de las pitahayas, las fresas, la sandía y las ciruelas; los rosas intensos del camote y las tunas cardonas, los azules y morados de las uvas, los higos, las cerezas, las moras, hasta llegar al oscuro zapote negro. Su lengua encontraba verdadero placer en las texturas y gozaba experimentando las diferentes temperaturas: el calor que emanaban los hervores de los guisos en el fogón o el frío del insípido hielo artificial en los cubos de San Lorenzo, aunque prefería por mucho el de los helados de Los Alpes y La Parisiense.

En esa cocina convivían los vivos y los muertos, no era traba haber trascendido esta vida. La abuela Juana de la Peña y la Mamá China seguían siendo invocadas cada vez que se daba la bendición a un potaje, un ponche o un rompope que eran puestos a la lumbre. El ritual alquímico de la cocina iniciaba siempre con esa encomienda que parecía venir desde quién sabe dónde y terminaba justo cuando el platillo era engullido por los comensales. Entonces ellas constataban que el espíritu de sus ancestras, dotadas de grandes dones culinarios, había venido a poner su sazón, revelando así la perdurabilidad de su amor.

–No deje de menear la leche, niña, que se pega el azúcar –dijo Sebastiana a Lupe, quien parecía haberse estacionado en la nada– y luego tiene que tirarla, que quemada ya no sabe igual.

–No me regañes, Tiana, sólo me distraje un poco.

–En la cocina no puede estar en Babia y usted bien lo sabe, señorita. La veo mirando musarañas últimamente. Se ríe sola y le brillan los ojitos.

–“El que a solas se ríe de sus maldades se acuerda” –dijo Mercedes burlona, mientras le picaba las costillas a su hermana–. Lupe sonrió y siguió meneando la leche.

–¿Y si tú la vigilas? –sugirió mimosa Lupe–. Ya están aquí las rajas de canela apartadas, sólo agrégaselas y cuídalo hasta que tenga el punto; de cualquier forma, vas a estar aquí.

Mercedes asintió y Lupe se escurrió hasta la sala. Miró el reloj de péndulo y, cautelosa, salió a la puerta de la calle, caminó unos pasos y fingió que buscaba algo entre el empedrado. Apareció entonces en la esquina Ignacio Ruiz de Chávez, y ella dio tiempo a que le pasara cerca. Él saludó quitándose el sombrero.

–¿Puedo ayudarle en algo, Lupín? –preguntó él con tono amable–.

–He extraviado uno de mis pendientes –dijo ella– y no lo encuentro.

–Permítame buscarlo –contestó Ignacio, caballeroso–.

Ella discretamente tiró el arete al suelo para que él no se diera cuenta.

–¡Albricias! –exclamó Ignacio cuando lo miró entre las piedras–.

–Es usted muy gentil –respondió ella, fingiendo sorpresa–, ¡no sé qué hubiera hecho si no lo hubiera encontrado! Pertenecieron a mi Mamá China.

Ignacio le entregó la joya con una sonrisa en los labios y ella le correspondió llenándose de rubor.

–Se la debo –dijo ella tímidamente–.

–¿Me da permiso de ponérselo? –sugirió él–.

Ella se le quedó mirando modesta y se mordió los labios, ruborizándose nuevamente.

–Gracias. No se moleste. Tengo que irme porque estamos haciendo la receta del rompope que trajo María, mi hermana, de las monjas capuchinas.

–Discúlpeme por entretenerla. Me encantará probar algún día esa delicia.

Lupe asintió con la cabeza y contestó:

–Cuando guste, Nacho.

–Permítame decirle, antes de que se vaya, que se ve hermosa con ese vestido café.

–No es café, Nacho. Es color tabaco.

–Bueno, entonces permítame decirle que se ve usted bellísima con ese vestido color tabaco, además huele riquísimo.

–Es la canela –dijo ella bajando discretamente la mirada–.

–Es usted tan preciosa como el nombre que lleva: “María de Guadalupe”, el mismo de Nuestra Bendita Señora y el de mi difunta madre.

Él tomó su mano y la besó con ternura, le guiñó el ojo y se despidió. Ella, donairosa, entró a la casa y él se quedó mirándola como no queriendo perderla nunca de vista. Cuando Lupe regresó a la cocina los ojos le brillaban al doble, la alegría se le desbordaba en la voz y el corazón le latía de prisa.

Desde aquel dichoso día en que Lupe e Ignacio se encontraron en el callejón de El Codo y él la miró distinto y ella lo descubrió, la vida cambió para ambos. Ella pensaba en él todos los días y ansiaba vehementemente su presencia, él la amaba y la deseaba en secreto. Sus charlas fortuitas les fueron acercando y quisieron saber uno del otro. A Lupe le importó Ignacio y a Ignacio le interesó Lupe hasta compartirle sus más caros anhelos.

–¿Por qué no nos encontramos antes? –recriminó ella al destino, mientras miraba a través del cristal de la ventana cómo iba cayendo la tarde–.

Y es que desde que ella experimentó la cercanía con él, se volvió a sentir viva, infinitamente viva. Aquello que le gritaban los ojos de Ignacio le despertaba la piel, le provocaba renacer cada mañana y hacía que el corazón se le llenara de flores y trinos.

Morir en el silencio de las campanas

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