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El olor a piel

Eran cerca de las nueve y media de la mañana cuando Ignacio llegó al despacho. La Tenería del Diamante era una empresa fundada mucho tiempo atrás por el inmigrante español Francisco Recalde y comprada por don Felipe Ruiz de Chávez, quien la rescató de la quiebra después de la Revolución Mexicana. Con los Ruiz de Chávez al frente, la tenería se convirtió en la más importante de la entidad, alcanzando fama de negocio serio y próspero en toda la región.

Ignacio entró y saludó a Vidal, uno de los empleados de confianza de la curtiduría, quien extendía sobre el mostrador algunas pieles curtidas para presentarlas a don Raúl Magallanes, un forastero de Jalpa que estaba de visita. Magallanes saludó al dueño con ese duro apretón de manos que caracteriza a los hombres rudos del campo. Ambos aspiraron el olor a piel, que daba al ambiente una vivencia muy especial; era un olor penetrante y agradable. El viejo deslizó sus palmas por los cueros, su textura tenía algo que le remontaba a tiempos muy antiguos, quizá más lejanos que su propia vida, advirtió una sensación de protección y experimentó en la suavidad un halo placentero. Con esas pieles los Ruiz de Chávez fabricaban guantes y zapatos, carteras y también bolsos para dama. El cliente no ocultó el goce que le provocó la cercanía con las badanas y esbozó una franca sonrisa. Luego desvió la mirada y se encontró en la pared un diploma firmado por el presidente Porfirio Díaz; entonces preguntó a Ignacio:

–¿Esa firma es del presidente Díaz, que no?

–Sí, don Raúl –respondió Ignacio–, es un reconocimiento que el gobierno de don Porfirio le dio a mi padre por haber representado a México durante la Exposición Universal de París en 1889.

–¿De veras? ¿A poco su papacito jué hasta allá tan lejos?

–Sí, mi padre viajó desde Veracruz hasta Nueva York en un barco mexicano para tomar el RMS Etruria, un trasatlántico que navegaba al puerto de Liverpool en Inglaterra y de ahí, en una embarcación pequeña, llegó al puerto de Le Havre, en Francia –contó Ignacio–.

–¡Uy, pero eso está hasta el otro lado del mundo! –exclamó don Raúl con sorpresa–, y… ¿A qué dice que jué su papá?

–Mi padre trasladó de México a Francia varios artículos de piel como botas de jinete, bolsos y sillas de montar, entre otros. Ese evento era para conmemorar el Centenario de la Toma de la Bastilla; al término de la exposición, el gobierno de Francia le dio una medalla de bronce como reconocimiento a la calidad de sus productos y por ello don Porfirio lo felicitó –respondió Ignacio con orgullo–.

–¡Ah, ya entiendo! –dijo Magallanes, mientras enrollaba los cueros sobre el mostrador–, usté sí que tiene memoria para recordar tanto detalle. A mí ya se me va la piedra a veces y se me olvida hasta lo que comí ayer.

Ignacio bajó la mirada y sonrió discreto. La verdad era que memorizó los pormenores a fuerza de oír a su padre contarlos tantas veces. Ese diploma había quedado ahí y era raro que algún cliente se percatara de él, sólo Ignacio lo veía de vez en cuando y se imaginaba aquel viaje de su padre a París, donde conoció a Charles-Emile Hermés, dueño de la casa Hermés, en la cual también se fabricaban botas de jinete y bolsos para dama. Ambos, Felipe y Charles-Emile, se hicieron grandes amigos y compartieron muchas técnicas para el curtimiento de las pieles; incluso el galo vino en una ocasión a Aguascalientes a visitar a su colega. Ignacio volvió a mirar el diploma y recordó a los dos hombres en la tenería, hablando francés, sin que ningún trabajador pudiera entender una palabra de lo que decían, y no pudo evitar sonreír para sí mismo.

Don Raúl seleccionó la piel que más le gustó y mandó a hacer unas botas. Liquidó su deuda anterior y dejó un anticipo sobre las libretas del desgastado mostrador, luego se despidió con su acostumbrado apretón de manos y se retiró acomodándose el sombrero.

Ignacio realizó su recorrido diario por la tenería. Inspeccionó las piletas de agua con cal viva que eliminaban el pelo de las pieles, supervisó a los obreros que descarnaban manualmente con afiladas cuchillas y saludó a los que pasaban las pieles por una máquina alemana divisora. Esa máquina separaba la carnaza de la flor, para luego curtir las pieles en unos tambores de madera que giraban movidos por un motor eléctrico, y a través de unas tuberías introducía vapor proveniente de una caldera. Para esos procesos se usaban sustancias químicas que los Ruiz de Chávez importaban desde la “Imperial Chemical Industries” de Inglaterra. A Ignacio le gustaba ver cómo, una vez que los tambores paraban de girar, los obreros sacaban los cueros y en un acto que parecía magia, esas pieles crudas y blancuzcas se habían transformado en pieles de colores de consistencia suave y flexible. Entonces pasaban a los procesos de recorte y cosido para obtener diferentes artículos. El curtimiento de pieles era todo un arte, difícil de dominar. Ignacio lo había aprendido después de varios años de trabajar con su padre. Los obreros de la tenería habían laborado con don Felipe desde mucho tiempo atrás. Incluso los hijos de los obreros que habían muerto en la Revolución, decidieron seguir el oficio de sus padres y ahora estaban ahí. Obreros y patrones eran como una gran familia, Ignacio y algunas de sus hermanas estaban al pendiente de sus necesidades. Los sábados, a primera hora, el párroco de San Juan Nepomuceno oficiaba una misa dentro de la tenería y, al término de la celebración, los obreros cobraban su raya. Eran católicos devotos y consideraban a Ignacio como el patrón protector. Todos pertenecían a la Sociedad Mutualista de Obreros fundada por el padre Juan Navarrete, gran amigo de Ignacio.

Normalmente el movimiento en la tenería era moderado, pero ese día Ignacio recibió muchas visitas, principalmente de sus compañeros y amigos de la ACJM (Asociación Católica de la Juventud Mexicana) que venían por propaganda o a tratar asuntos relacionados con las actividades de la asociación. El conflicto entre la Iglesia y el Estado se venía agrandando desde meses atrás. Ignacio había comprado una máquina Minerva que servía para estampar la propaganda contra el gobierno anticlerical de Plutarco Elías Calles y pagaba a don Rubén Ponce, un hombre entrado en años que conocía bien la tipográfica de pequeñas dimensiones, para que imprimiera los volantes que eran redactados por el padre Felipe Morones, Vicario de la Catedral. La máquina estaba oculta en la trastienda del despacho y, para que no pudiera ser vista, los empleados la cubrían colocando encima varios atados de guantes. La propaganda se imprimía a mitad de la noche y, durante el día, los acejotaemeros venían por su porción para repartir a los simpatizantes de la causa. Esos volantes informaban a la población de la situación política y le invitaban a mantenerse firme en la fe. Entre sus amigos de la ACJM estaban Felipe Alba, Heliodoro Martínez, los hermanos Ruiz Esparza Vega –Antonio, José, Jesús y Joaquín–, Victorio Berumen y Porfirio Arriaga. El más folclórico de ellos era Porfirio, quien venía desde Jesús María y se quedaba acompañando a Ignacio a veces todo el día. Porfirio no tenía conversación, era un muchacho de rancho, muy sencillo, sólo llegaba y se sentaba en una silla del despacho, mientras Ignacio llevaba a cabo sus actividades. Era una amistad donde nada había que decir, sólo estar ahí, acompañándose. Era el colmo del afecto.

Ese día, Ignacio terminó sus labores a las seis de la tarde. Cerró la tenería. Se cubrió con su chaqueta y salió a reunirse con su familia.

Morir en el silencio de las campanas

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