Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 18

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El viaje a México

Ignacio llegó a la estación del Ferrocarril Central Mexicano en la antigua calle de Mina, una de las cinco estaciones de tren que tenía la capital. Era cerca del mediodía y se dirigió rápidamente en un taxi al Hotel Regis, en la calle Juárez no. 77, cerca de la Alameda Central. Se registró, acomodó sus pertenencias en el cuarto, tomó una ducha y se mudó de ropa a una más formal; esa tarde tenía una cita con la Compañía Petrolera El Águila, en el University Club of México.

Cerca del mediodía llegó a la casona que estaba ubicada en la esquina de Bucareli y Donato Guerra; ahí se encontró con Eman L. Beck, funcionario de la compañía, quien lo invitó a pasar al lujoso club donde discutirían las condiciones del contrato de suministro de guantes para los trabajadores. Una vez acordados los términos de dicho contrato, Mr. Beck sacó dos habanos de su chaqueta inglesa, pidió un par de whiskys y brindó con Ignacio mientras saboreaban los puros. Mr. Beck le platicó que la casona había sido diseñada por el célebre arquitecto Lorenzo de la Hidalga y que, en ese club, en 1908, don Porfirio Díaz había asistido a una fiesta de disfraces. Luego de reír a carcajadas, el estadounidense le dijo, en tono burlón: “¡Hubiera visto a semejante viejo bailando, con el rostro cubierto por un antifaz con plumas! ¡Vaya ridículo!”.

Ignacio, incómodo por el comentario, correspondió con una mueca forzada y prefirió guardar silencio. Terminada la formalidad con el gringo, Ignacio salió caminando rumbo al Paseo de la Reforma, ahí pudo contemplar con emoción una vez más la Columna de la Independencia, con su Victoria Alada en color dorado coronándola. Esa magnífica obra del arquitecto Antonio Rivas Mercado que se erigió para conmemorar el Centenario de la Independencia, con su hermosa diosa griega Niké y que los capitalinos simplemente llamaban El Ángel de la Independencia. Ignacio movió la cabeza de un lado a otro cuando reparó en semejante falta de cultura y continuó su camino de regreso hacia el Regis. El hotel decorado en Art Nouveau, cuyas habitaciones tenían baño propio, colindaba con el Teatro La Bombonera que, entre semana, se convertía en cine para exhibir películas silentes y los fines de semana tenía teatro de revista. Enfrente estaba el Cine Alameda, y un poco más lejos el Cine-Teatro Garibaldi. Desde la aparición de la película “Santa” en 1918, las salas de cine en Ciudad de México se habían multiplicado hasta llegar a ser la diversión principal de los metropolitanos.

Ignacio había dormido mal durante el viaje, así que decidió no salir y quedarse a cenar en el restaurante “Don Quijote” que se encontraba dentro del mismo hotel. Eligió una mesa y se sentó a escuchar la música romántica que transmitía la estación de radio XEW. La radio aún no se conocía en Aguascalientes, pero en la capital era cotidiano escucharla. Ignacio suspiró pensando: ¡Cómo estamos atrasados en mi tierra y aún más en las zonas rurales donde ni siquiera hay luz eléctrica, qué barbaridad! Ignacio degustó unas quesadillas de huitlacoche y unos tacos con gusanos de maguey, acompañados con una cerveza Moctezuma XX. Eran platillos que no se acostumbraban mucho en su ciudad. Le agradaron tanto que hasta se chupó los dedos, no sin antes mirar a su alrededor y cerciorarse que nadie lo viera.

En 1926, Ciudad de México se abría a la modernidad, pero no quería dejar su pasado; convivían nuevas costumbres con las tradicionales, volviéndose sincrética en este sentido. Desde el centro se observaban los majestuosos volcanes: el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, y las grandes torres y cúpulas de los templos, entre las que destacaban las de la Catedral Metropolitana, el templo de La Profesa y el de Santa Teresa La Antigua. También resaltaban el Palacio de Gobierno y las grandes tiendas que rodeaban a la Plaza de la Constitución. Ahí se concentraban las estaciones de tranvías cuyas vías partían a todos los lugares de la gran ciudad como unos tentáculos de pulpo, saliendo hacia la Villa de Guadalupe, Mixcoac, Tacubaya, Tacuba y Xochimilco. Todo el centro tenía alumbrado público y electricidad que provenía desde la Estación de Luz y Fuerza de Tacubaya. Ya había autobuses de pasajeros y taxis por toda la ciudad y alrededores, y el drenaje era conducido hasta el Gran Canal. Las costumbres continuaban con los vendedores de frutas, verduras y flores que seguían viniendo por los canales de Chalco y Xochimilco a ofrecer sus mercancías. En el Mercado de la Viga se recolectaba el pescado y los productos marítimos que llegaban desde Veracruz por ferrocarril. La parte metropolitana de la ciudad comprendía las colonias de San Cosme, San Rafael, La Condesa, Roma y las casas que estaban alrededor del Paseo de la Reforma y la Avenida Bucareli. Todos los demás lugares se encontraban retirados y se llegaba a ellos en autobuses o por tranvía.

Ignacio traía la encomienda de entregar una carta de su prima Conchita Aguayo al Secretario de Educación Pública, José Manuel Puig Casauranc. Ella, en ese entonces, era la directora de la Escuela Normal de Aguascalientes y, cansada de lidiar con funcionarios menores para que sus peticiones fueran atendidas, decidió aprovechar que Ignacio viajaba a México para enviar una carta a la Oficialía de Partes de dicha Secretaría y obtener el sello de recibo, asegurándose así que esa comunicación sería leída personalmente por el secretario. La directora de la Normal pedía la intervención del funcionario Puig para resolver la carencia de material didáctico, sin el cual era imposible llevar a cabo el programa oficial.

Esa mañana, antes de dirigirse a la Secretaría, Ignacio pasó a la oficina de Correos en el centro para poner un telegrama a Lupe, donde le decía:

TODO BIEN, LUPÍN. VIAJE EXCELENTE. NEGOCIO CONCLUIDO. SUYO NACHO.

Ignacio anduvo por el barrio universitario donde los estudiantes caminaban por la calle de El Reloj [Argentina], de Santa Teresa [Lic. Verdad] y Justo Sierra; por los frondosos jardines de Loreto y El Carmen; por los suntuosos edificios, el Colegio de San Ildefonso, la Secretaría de Educación, las facultades de Medicina, Ingeniería y de Altos Estudios, y por las espaciosas plazas de la Constitución y Santo Domingo. Sí, aquello era una verdadera ciudad universitaria.

Llegó hasta el magnífico edificio de la Secretaría de Educación Pública, pasó hasta la oficina de Oficialía de Partes y esperó a ser llamado. Una vez que le recibieron la carta y le dieron un acuse de recibo, Ignacio dio las gracias y salió de la oficina. En su recorrido quedó maravillado al ver que casi todos los muros que daban hacia los patios estaban cubiertos de pinturas murales, eran más de mil quinientos metros cuadrados, una obra monumental. Ignacio empezó a recorrer los frescos donde se representaban pasajes de la Revolución y se veían, en las caras y los ojos de los indios, los verdaderos rasgos del pueblo mexicano, un pueblo sufrido y heroico. También vio a los adalides y a los héroes, así como a los villanos y vende patrias. Encontró ahí la imagen de un Jesús crucificado, Ignacio lo interpretó como el sufrimiento del pueblo que se volvía uno con el de Cristo. Siguió subiendo por las escaleras admirando los frescos, hasta que encontró, arriba de unos andamios, al hombre grande y gordo que pintaba. Estaba rodeado de ayudantes que le auxiliaban acercándole las pinturas y las brochas. Ignacio le dijo: “Estupenda obra, señor, estoy asombrado”.

Aquel excéntrico pintor de gran figura y ojos saltones lo volteó a ver y le contestó:

–¡Qué bueno que le agraden, amigo, eso habla de su nacionalismo! Diego Rivera, a sus órdenes.

Ignacio permaneció unos minutos admirando el mural, luego se despidió y, como respuesta, recibió una gran sonrisa desde lo alto de aquel andamio.

Ignacio no sabía mucho de aquel hombre, pero moría de ganas de ir a platicarle a Lupe todas esas maravillas que había visto pintadas. ¡Era un arte tan distinto al que estaba acostumbrado a apreciar en los muros de los templos de su ciudad! Aquel invitaba a la piedad y al recogimiento, en cambio éste estaba plagado de figuras burdas y llenas de colorido. Una gran diferencia entre ambos; sin embargo, no podía negar que contemplarlo le producía una emoción especial.

Saliendo de ahí, Ignacio se fue apurado al centro para hacer unas “compritas” para su familia. Llegó hasta la Casa Weston, donde vendían artículos de piel finamente grabados, también joyería y regalos de plata. Las joyas eran de fantasía y de oro con piedras; vendían también telas, encajes, zapatos, sombreros, medias de seda, guantes, peinetas, mantillas y algunos perfumes franceses. A las hermanas de Ignacio les encantaban todas esas monerías, tanto a las solteras como a la casada, así que el hermano menor precisó ir de compras para satisfacer los encargos. Aprovechó su visita a esta prestigiada tienda, a la que ofreció los bolsos y las carteras fabricados en la tenería, y luego confió a la empleada la lista de las muchachas para que ella la surtiera completa. A Chela le compró un rímel de Elisabeth Arden, a Altagracia el polvo de Helena Rubinstein, a Paz un chiffon azul plúmbago, para Concha un sombrero, Teresa le encargó un vestido con el talle imperio, un collar largo de perlas y un broche Art Decó. Para Lupe, su gran amor, escogió una gargantilla muy delicada, con una crucecita en medio de dos gemas. Ignacio sabía que, aunque a ella le placía verse guapa, sus gustos eran sencillos, nada de extravagancias. Siempre que la veía pensaba que nada le hacía falta, que era perfecta y que Dios había sido muy generoso al darle abundante y natural hermosura.

Estaba Ignacio perdido en sus pensamientos cuando una voz lo interrumpió:

–¿Y para usted, caballero? ¿No piensa comprarse nada? –preguntó la empleada, con un aire de coquetería–.

–Muéstreme las mancuernillas, por favor –contestó Ignacio, un poco tímido–.

La muchacha colocó sobre el mostrador algunos estuches y los abrió para que Ignacio pudiera apreciarlas. Él vio algunas y se decidió por las de fantasía color plata con la piedra grana. Pagó y salió. Pasó luego a la tienda Le Paris Charmant, donde compró unas peinetas de carey y unos guantes negros para su prima Conchita, a la que le debía muchos favores. Al salir se topó con una figura de porcelana de unos pastores cuidando gansos, que le encantó y compró para su tía Juana.

Esa noche Ignacio cenó en La Ópera, ubicada en la calle 5 de Mayo, lugar donde asistían los intelectuales. Ese sitio había sido frecuentado por Ramón López Velarde y Pedro de Alba. También solía asistir el Doctor Atl con Carmen Mondragón, su Nahui Ollin, una mujer de ojos grandes y verdes, pintora y poetisa, con la que sostenía una relación. Ella había sido pintada ya por Diego Rivera en el mural llamado “La Creación”. Frecuentaba igualmente este lugar el músico Carlos Chávez, acompañado de su mecenas Antonieta Rivas Mercado. Era un espacio bellamente decorado, abierto al público en 1895, al cual asistía la clase más alta en los tiempos de don Porfirio. El recinto tenía grandes espejos y magníficas lámparas que colgaban del techo, decorado exquisitamente al estilo francés, un lugar mágico del cual se murmuraba que estaba lleno de fantasmas; decían que ahí se aparecía Pancho Villa, quien una vez disparó su pistola dejando incrustada una bala en el techo, misma que aún estaba visible. Decían que Villa se veía ahí con María Conesa, apodada “La Gatita Blanca”, la gran cabaretera de la que había quedado prendado, la misma que se relacionó con un asaltante de la banda del “Automóvil Gris”.

La Ópera era un lugar seductor por su gran cantidad de mitos y leyendas. Al entrar, Ignacio escuchó la música del pianista que interpretaba a Jelly Roll Morton, músico popular de Nueva Orleans. Ignacio comenzó a disfrutar esa melodía que no conocía y sintió que su cadencia lo embrujaba. En ese momento entró un hombre maduro con rasgos europeos, piel blanquísima y ojos claros, vestido como un catrín, con zapatos de charol, traje de casimir inglés color gris Oxford a rayas, con chaleco y sombrero de fieltro de aleta corta. El varón miró para todos lados y, fijando su vista en Ignacio, le invitó a su mesa. El personaje le pareció demasiado familiar y aceptó.

–Perdone mi falta de cortesía, su rostro me parece conocido, aunque no recuerdo su nombre –dijo Ignacio–.

–Mi nombre no importa, ni mi rostro tampoco. En tu vida verás muchos rostros y conocerás a muchos como yo, conocerás a toda una legión… “He dicho”–recalcó el caballero con tono puntual–.

Ignacio quedó un poco desconcertado con la respuesta y, llevado por la curiosidad que el extraño personaje le despertaba, aceptó la compañía, mas reconoció para sí que dicho hombre le producía una especie de temor y fascinación a la vez. El hombre desconocido chasqueó los dedos y de inmediato el mesero les sirvió dos copas dobles de tequila.

–Brindemos por el gusto de conocerlo, amigo –dijo–.

De pronto Ignacio se vio rodeado de bellas y elegantes damas que le sonreían desde otras mesas y miró a su vez cómo ese inesperado compañero les devolvía la sonrisa con picardía. Parecía que ya se conocieran. Esas damas traían sombreros de honguito con alita pequeña, y en sus cabelleras usaban el corte garconne, sus vestidos eran sueltos de la cintura y cortos, tan cortos, que dejaban ver unas bellas y torneadas pantorrillas, mismas que ellas mostraban provocativamente al cruzar coquetamente la pierna. Sus párpados eran brillantes y sus pestañas enrimeladas. Sus bocas delgadas y pintadas en rojo con forma de corazón, invitaban a la sensualidad mientras fumaban cigarros con largas boquillas. Le guiñaban el ojo a Ignacio cada vez que las volteaba a ver y, de vez en cuando, alguna le aventaba un beso con la mano.

–¿Por qué está tan pensativo, amigo, no ve que están bellísimas todas estas damas y que usted les agrada a todas? ¿No se percata que le están mirando desde que entró?

–Sí, de verdad todas son muy bellas, pero resulta que vengo de paso y además estoy comprometido.

–Ay, amigo, diviértase, la vida es muy corta y éste es su momento, tal vez ya no haya mañana.

El extraño personaje miró fijamente a Ignacio a los ojos, al tiempo que le palmeaba la espalda. Ignacio sintió cómo la piel se le erizaba y un escalofrío le recorrió todo. Cuando aún no habían terminado su tequila, el mesero presto les sirvió otro par.

–Disfrute su día –continúo el desconocido–, aproveche su tiempo, goce los placeres de la vida y deje a un lado el futuro que es incierto. Ya ve a tantos jóvenes como usted que han muerto en la Revolución, y ahora una nueva guerra se aproxima, cuántos más quedarán ahí fríos. Hágame caso, que más sabe el diablo…

Sin terminar la frase, el misterioso caballero se inclinó hacia atrás, su voz tenía un tono de sorna que resonó como eco en la cabeza de Ignacio. El mesero les sirvió otro par de copas sin siquiera preguntar. Ignacio pronunció lleno de fuerza:

–Pues sí, quizá sea verdad lo que dice, pero yo tengo una convicción y un ideal, y si viene la guerra y muero peleando, moriré fiel a ellos. Y tengo también un amor al cual soy leal.

–¡Ah!, l’amour, l’amour nos vuelve ciegos y locos –expresó el desconocido–. Tómese la última copa a mi salud.

El camarero añadió otro par de tequilas y aquel aristócrata brindó con Ignacio por última vez, enseguida se levantó con gran agilidad, sin mostrar efecto alguno por el alcohol ingerido, y desde la puerta de salida se despidió diciendo: “Hasta luego, Ignacio… ‘Carpe Diem’”, al tiempo que se quitaba el sombrero y hacía una reverencia.

Ignacio se quedó estupefacto, no le había dicho su nombre y además se despidió con esas palabras en latín para remachar lo que tanto había insistido.

Entretanto el mesero llegó a su lugar: “Señor –le dijo–, tome un plato de “tlayudas” para bajar los tequilas”. Ignacio agradeció y saboreó el platillo a base de maíz, luego pidió su cuenta. El empleado se aproximó y le dijo: “No es nada, señor, el gentil hombre pagó todo antes de irse. Que Dios le acompañe”.

Ignacio se levantó desordenado, la música del piano había dejado de sonar, las bellas y sonrientes damas que los rodeaban se volvieron serias y distantes, sus rostros se tornaron pálidos y sus vestidos largos y oscuros, sus cabellos estaban recogidos en chongos y nadie fumaba, hasta parecía que las luces de la cantina se habían opacado. Un poco tambaleante después de haber ingerido tres caballitos dobles de tequila, salió a la calle sintiendo la frescura de la noche. Comenzó a andar sin rumbo. El alumbrado público parecía insuficiente para iluminar su camino. Se frotó los ojos, pero su visión no se aclaró. A lo lejos escuchó las campanas del antiguo templo de La Profesa y en ese momento empezó a tomar conciencia, diciéndose: “Caray, mi querida Lupe, en las cosas en que uno piensa cuando se suben las copas, pero tú eres la única, la dueña de mi corazón”.

Al día siguiente, Ignacio se levantó temprano para desayunar en el restaurante del hotel, mientras tomaba sus alimentos escuchaba una de las siete estaciones de radio que ya se oían en Ciudad de México. Ese día todas las emisoras fueron utilizadas por el presidente Plutarco Elías Calles para enviar un mensaje a la nación, donde justificaba la aplicación de lo que él llamaba “El imperio de la Constitución”; con una voz lacónica, grave, sin emociones, como si se tratara de una voz venida del más allá, el presidente habló a los mexicanos a fin de legitimar sus acciones arbitrarias. Parte de este discurso retumbó en la cabeza de Ignacio como algo lapidario, contundente y terrible acerca de un hecho del cual no sólo había sido testigo presencial, sino partícipe y víctima. El aparato de radio, que se encontraba en el lobby del Hotel Regis, transmitía esas palabras que el presidente decía y que calaban muy hondo en el pueblo mexicano:

“…El primer brote subversivo fue el sangriento motín de Aguascalientes, de 28 de marzo del año pasado. Los escandalosos hechos de Aguascalientes revelaron, de una manera indubitable, que la casa cural y el templo de San Marcos, que debían de estar destinados exclusivamente al culto de la iglesia católica, fueron aprovechados para actos de propaganda política y para organizar manifestaciones religiosas contra las instituciones y las autoridades, hasta degenerar en el tumulto.

Como esa conducta ilegal de los encargados del templo desnaturalizaba por completo el objeto a que éste debía estar dedicado, violaba las leyes fundamentales del país y constituía una grave amenaza para la tranquilidad pública, el Ejecutivo dispuso que fuera retirado del servicio del culto.

Por otra parte, el clero católico, apostólico, romano, manifestó abiertamente su rebeldía a los mandamientos constitucionales y su menosprecio a la autoridad, excitando a los creyentes a tomarse justicia por su mano, provocando un motín, y expresó, por boca de alguno de sus miembros prominentes, que no reconocía la propiedad de la nación, representada por el Gobierno Federal, sobre los templos, ni el derecho que la autoridad civil tiene para reglamentar el ejercicio de los actos de culto público; el Ejecutivo federal firmemente decidió mantener a cualquier precio el imperio de la Constitución y el debido acatamiento a las autoridades, en uso de la facultad que le otorga el artículo 130 constitucional y de acuerdo con lo preceptuado en el 27 de la misma ley…”

Ignacio sabía lo que esas palabras significaban, era una declaración de guerra para todos los católicos a quienes el gobierno de Calles juzgaba como delincuentes. El discurso del presidente seguía justificando la movilización de tropas y el cierre de templos, la expulsión de sacerdotes extranjeros y la clausura de escuelas, conventos, orfanatos y demás edificios donde la Iglesia efectuaba sus obras. Decidió en ese momento dirigirse a la Basílica de Santa María de Guadalupe a visitar a la Virgen como se lo había pedido Lupe. Salió del Hotel Regis y abordó un tranvía. Cuando llegó a la Villa de Guadalupe, ubicada en las faldas del Cerro del Tepeyac, vislumbró a lo lejos una multitud de fieles que entraban y salían del santuario, y buscaban los sacramentos con gran avidez. El plazo del clero para suspender los servicios religiosos llegaba a su fin y en pocos días entraría en vigor la Ley Calles. Ignacio penetró como pudo en el templo, se filtró entre el tumulto y llegó hasta un lugar muy cercano al altar; desde ahí miró cómo unos hacían filas en el confesionario y otros llevaban niños a la pila bautismal; algunos rezaban el rosario y muchísimos recibían la Sagrada Eucaristía. En los pasillos laterales otros avanzaban de rodillas cumpliendo alguna manda o suplicando algún favor. Ignacio llegó hasta el crucifijo de bronce doblado que descansaba sobre un cojín de color perla tornasolada, se postró de hinojos y se abstrajo de las voces de los coros, de las notas del órgano y de los rezos en latín. Se llenó de silencio, aspiró profundamente el olor del incienso y cerró los ojos para respirar la presencia de Dios. Con las manos juntas se dispuso a dejarse abrazar por el Señor mientras sentía Su mirada desde la cruz. Sacó de su bolsillo una hojita y pronunció en voz bajísima el Salmo 15:

Protégeme, Dios mío que me refugio en ti;

Yo digo al Señor: Tú eres mi bien.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;

Mi suerte está en Tu mano.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,

hasta de noche me instruye internamente

tengo siempre presente al Señor

con Él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,

se gozan mis entrañas

y mi carne descansa serena

porque no me entregarás a la muerte,

ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida

me saciarás de gozo en tu presencia

de alegría perpetua a tu derecha.

Cuando terminó de orar dirigió su mirada hacia la tilma de Juan Diego, hacia la morenita del Tepeyac. Ella también le miraba con su inefable ternura. Ignacio no pudo apartar de su mente cómo, cinco años atrás, la imagen había sufrido un atentado de bomba de la que salió ilesa, no así el Cristo que se dobló hacia atrás con el estallido. Ignacio sintió cómo la piel de su cuerpo ardía, su corazón latió con fuerza y sus puños se apretaron al tiempo que su estómago se contraía. Se percató entonces de que la rabia lo asaltaba y pidió misericordia: “Perdóname, Madre Santa, por este dolor y por esta cólera que me dominan. Dile a tu Hijo que no permita que me cieguen las pasiones. ¡Cúbreme, Madre mía!”.

Con el sombrero en la mano salió Ignacio impregnado de todos los humores, de todos los llantos y las oraciones de los feligreses, aspiró el verdor del jardín afuera del templo y se santiguó al pasar por la Capilla del Pocito. Una mujer nahua le ofreció un rosario de plata y él lo compró para Lupe. Cuando ella recibió el dinero bendijo a Ignacio:

“Que la tierra se una a la planta de tu pie y te mantenga firme,

que sostenga tu cuerpo cuando éste pierda el equilibrio.

Que el viento refresque tu oído y te dé a toda hora respuesta,

que cure todo aquello que tu angustia invente.

Que el fuego alimente tu mirada

y purifique los alimentos que nutrirán tu alma.

Que la lluvia sea tu aliada, que te entregue sus caricias,

que limpie tu mente y alma de todo aquello que no le pertenece.”

Ignacio hizo una leve reverencia ante la mujer y pronunció: “Tlazohcamati”, que quiere decir “gracias” en náhuatl, y luego tomó el tranvía de regreso. Al siguiente día se dirigió al centro de la ciudad, compró una corbata parisina en El Puerto de Veracruz y chocolates en la Dulcería Deverdun que estaba ubicada en la calle Puente del Espíritu Santo. Ese regalo era para las hermanas y sobrinas de Lupe, con quienes había iniciado una bonita amistad. Pasó nuevamente al edificio de Correos y Telégrafos para poner otro telegrama a Lupe:

LUPÍN SALGO MAÑANA TEMPRANO. LLEGO PASADO MAÑANA TARDE. LA VEO DÍA SIGUIENTE 12:00 HORAS DEL MEDIODÍA. SUYO NACHO.

Morir en el silencio de las campanas

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