Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 6

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El amor secreto de Ignacio

Al pasar por la calle de Primo Verdad Ignacio sintió el impulso de ir a visitar a sus parientes. A unas cuantas casas de la suya vivía su tía Juana Aguilar, viuda del difunto Ramón Aguayo. Ignacio tenía una gran cercanía con su prima Conchita, a quien admiraba y quería como a una hermana. Ella era varios años mayor que él, era maestra en la Ilustre y Benemérita Escuela Normal de Aguascalientes y durante la Revolución sirvió de manera imparcial como enfermera en la Cruz Roja. Ella podía lograr casi todo con sus influencias y su ascendiente moral; llevaba buenas relaciones con autoridades civiles y eclesiásticas y sus dones diplomáticos los empleaba para ayudar a los más necesitados. Era tan valiente y decidida que ni los fieros gobernantes revolucionarios le infundieron temor, llegó incluso a exigir varias veces al gobernador Fuentes Dávila y al comandante militar, ropa, medicina y alimentos para los heridos en combate. Conchita era también una artista. Tocaba el piano y pintaba de una manera exquisita.

Ignacio llegó a la casa de los Aguayo, llamó a la puerta y esperó un par de minutos hasta que ésta se abrió. La sirvienta, quien bien lo conocía, lo invitó a pasar. En el patio se encontró con su prima, quien le recibió con un abrazo y lo llenó de besos, al punto de casi tirarle los lentes. Juntos pasaron a la sala. Ignacio colgó el sombrero y el paraguas en el perchero que estaba cerca de la puerta, se sentaron y empezaron a conversar. A los pocos minutos entró la tía Juana, que era la hermana menor de su madre, y quien le decía “hijo” por el enorme cariño que le tenía. Ignacio se puso de pie y la saludó afectuosamente. La relación que había entre las dos familias era entrañable. Hacía poco tiempo que Juana le había propuesto a su cuñado Felipe, el padre de Ignacio, que se casaran, puesto que ambos estaban viudos y se querían mucho. Entonces Felipe le dijo a su cuñada, dándole palmaditas en la espalda: “No Juana, porque entonces, ¿qué vamos a hacer con nuestras Conchas?”.

Conchita Aguayo, la hija de Juana y Conchita Ruiz de Chávez, la hija de Felipe, eran mujeres voluntariosas, acostumbradas a hacer lo que querían y a que se hiciera lo que ellas dijeran. Cada que se reunían las dos Conchas acababan en desacuerdo y pleito. Así como cercana era la relación entre las dos familias, también así de grande era la prudencia de don Felipe, quien prefirió llevar la fiesta en paz.

Ya relajados en sus asientos, doña Juana hizo sonar una campanita. La criada llegó al instante y Juana le ordenó que sirviera té y chouxes para dos. La señora se puso en pie y dirigiéndose a su sobrino, le dijo: “Me voy a retirar, discúlpame Nacho, pero no me siento bien”. Juana hizo una caricia a su sobrino en la mejilla y salió de la sala. Ignacio se sentó nuevamente en una mecedora.

–¿Cómo está mi prima consentida? –preguntó volviéndose hacia Conchita–.

–Bendecida, Nacho; y tú… ¿cómo estás? –respondió ella–, te veo preocupado.

Concha, que estaba sentada en un sillón próximo, lo tomó de las manos, esas manos grandes y poderosas que sudaban y temblaban sin cesar. La mujer lo acariciaba con delicadeza, tratando de apaciguar los ánimos exacerbados. Hablándole en voz baja intentó darle confianza para que sacara eso que traía adentro y parecía atormentarlo tanto.

–Habla, Ignacio. Sabes que cuentas con mi absoluta discreción. No ha de ser gratuito que llegues de improviso a verme –le dijo con amabilidad–.

Ignacio guardó silencio por unos segundos y finalmente habló.

–No sé cómo explicarte.

–¿Se trata de todo este problema político lo que te trae tan alterado?

–En parte sí, en parte es la enfermedad progresiva de mi padre, pero lo que más me tiene inquieto es que…

–Dime primo, dímelo ya –interrumpió ella–.

–Anoche no pude dormir –dijo él–, me la pasé en la ventana viendo el eclipse de luna, luego tuve pesadillas. Hacía demasiado calor. Varias ideas me daban vuelta en la cabeza… Bueno, seré directo: ¿Tú conoces a Lupe Ybarra?

Concha frunció el ceño y pronta le respondió:

–Claro que la conozco, es hermana del padre Porfirio Ybarra. ¿Qué hay con ella, Nacho?

–¡Es que… es tan fina, tan buena, tan generosa!... En palabras de Amado Nervo te diría que: “Todo en ella encanta, todo en ella atrae: su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar… está llena de gracia como el Ave María…”.

–Ignacio… ¡me acabas de decir que tienes interés en ella!

–Más que eso, Concha, ¡me siento avasallado por su hermosura!

Concha abrió los ojos con sorpresa y apretó las manos de Ignacio, quien tenía la mirada clavada en el piso, adivinando la desaprobación de su prima. Ella respiró profundamente tratando de reponerse de la impresión y le dijo:

–¡Pero Nacho, tú has de saber que Lupe está enferma y requiere de muchos cuidados!

–Eso lo sé de sobra y no me importa lo que tenga que hacer para estar cerca de ella. No puedo dejar de verla. Conchita, siento por ella una adoración reverente.

–¡Ay, Ignacio querido, el amor es algo puro y honesto, impredecible y caprichoso! Nada te puedo decir en contra de eso que sientes, porque en verdad es una joven agraciada, virtuosa y de buena familia, pero te auguro sufrimiento.

Ignacio, quien no apartaba la vista del piso, afirmaba en silencio. Del fondo del alma se le escapó un sollozo, se quitó los lentes y, con el pañuelo, se secó las lágrimas, le quitó lo empañado a los espejuelos y suspiró. Conchita lo abrazó con un cariño maternal. Ella poseía un caudal inagotable de ternura y a la vez una resistencia heroica para las adversidades, por eso Ignacio la buscaba cuando la alegría lo desbordaba y cuando las penas le cerraban la garganta. Armada de gran determinación, se levantó de su asiento y con fuerte voz le dijo a Ignacio:

–Voy a enviar mañana mismo una tarjeta con un propio para solicitar hablar con el padre Porfirio Ybarra y que le expongas tus intenciones. Tu papá no está en condiciones de salir y no puedes hacer las cosas como no es debido. Iremos con el sacerdote y le pedirás permiso para cortejar a su hermana. No se diga más –dijo terminante la prima–.

Morir en el silencio de las campanas

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