Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 20

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El robo

Salió Lupe de la sala en silencio, radiante. Sus ojos brillaban y parecía emanar luz por los poros.

–¿Qué hace, niña? –preguntó Sebastiana con recelo, al tiempo que regaba a puñitos el patio–.

–Nada. Estaba leyendo, pero ya me aburrí. Voy a la cocina a comer una fruta.

La sirvienta no le creyó y entró a la sala a revisar si había algún indicio de “algo” que la pudiera delatar. Lo único que encontró es que no había libro alguno, todos los muebles estaban en su lugar, las ventanas cerradas como de costumbre, nada extraño. Se dirigió a la cocina, se quedó mirando a la joven y le dijo: “Date a deseo y olerás a poleo”. Lupe sonrió pícaramente mientras mordía un jugoso durazno, pero nada contestó. Se fue a su cuarto, cerró la puerta y la ventana que daban al patio, quería estar sola para ver los regalos que Ignacio le había traído de la capital.

Pasado un rato alguien tocó a la puerta de la casa y Lupe salió a abrir. Era una muchacha mal vestida, pedía trabajo de sirvienta. Lupe la pasó al zaguán y escuchó una larga letanía de desgracias que la mujer enunció compungida. Su corazón se conmovió y le dijo que se quedara, su nombre era Carmela N. Quiroz y venía de un rancho llamado Loma Bonita, en Tecámac. Doña Gumercinda había enseñado a sus hijos a desconfiar de los desconocidos, pero Lupe siempre confiaba, se resistía a aceptar que el ser humano fuera malo por naturaleza, como afirmaba Hobbes, así que decidió darle una oportunidad.

A Sebastiana no le agradó la decisión de la señorita Lupe, casi todos los empleados de la casa venían de El Potrero de los López y se conocían entre sí, se sabían las virtudes y las mañas, pero a esta escuincla nadie la conocía, había salido de la nada y llegaba hablando hasta por los codos, además era malhecha en sus labores y tardaba demasiado en terminarlas, pero la señorita Lupe quiso tenerle confianza y caridad, así que la toleró durante algunos días.

Una noche, mientras Lupe trataba de conciliar el sueño, miró en su mente el alhajero incompleto, pero le ganó la pereza de levantarse, además Mercedes ya dormía y no quería despertarla, así que decidió esperar al día siguiente para revisar sus objetos de valor.

La mañana inició como siempre: los gallos cantando, el silbato del ferrocarril anunciando la llegada y la salida de los trenes, Sebastiana con su ajetreo en la cocina haciendo ruido. Nada era diferente a los otros días excepto que las campanas de la catedral no sonaron invitando a vísperas. Lupe y Mercedes se acicalaron y se fueron a desayunar como solían hacerlo. Al terminar Mercedes se quedó disponiendo la comida del día y Lupe regresó al cuarto a revisar sus joyas. Cuando abrió sus cajones vio que le faltaban varias cosas, no podía creerlo, quiso que fuera una pesadilla. Faltaban varios aderezos de oro y piedras de su madre y de su abuela Juana. El prendedor que su padre le había traído en uno de sus viajes, cuando era chiquita, tampoco estaba. Sintió náusea, le dolió la cabeza. Las manos y las corvas le temblaban. Quiso llorar, vomitar, pero no pudo. Un nudo en la garganta la dejó muda. Corrió entonces el cerrojo de la puerta de su cuarto y se dedicó a pensar qué hacer, ella no era tan impulsiva como sus hermanas que de seguro hubiesen revuelto los cuartos de la servidumbre y quizá hasta les hubiesen encuerado para ver si no las traían encima. No, ella no lo hizo. En algún momento pensó en echar los gendarmes a Carmela, pero se abstuvo porque Ignacio siempre le decía que la policía era tan sinvergüenza como los mismísimos rateros. Lupe meditaba con cuidado sus posibles reacciones, no quería equivocarse en su decisión. Así estuvo dos días, callada, sin decirle nada a nadie, observando todos los movimientos de la moza, siguiéndola a todos lados donde supuestamente limpiaba. La muchacha se puso nerviosa al sentirse observada y pasado ese tiempo desapareció. Luego le mandó decir que estaba impedida para seguir trabajando. Lupe la buscó y la inquirió, pero ella lo negó todo. “No soy una ladrona”, le dijo con su voz compungida. “¡Nada que hacer!”, pensó Lupe con un dejo de resignación, y se retiró.

Andando los días se atrevió a contarle a María, su hermana, lo que había pasado. Sentía mucho miedo al reproche. Lupe y Mercedes habían conservado algunas cosas al morir su madre y, como todas las mujeres, se sentían responsables de resguardar la memoria familiar. Esos objetos eran para ellas verdaderas reliquias. María la miró a los ojos y la abrazó. Juntas lloraron la pérdida y la hermana mayor pudo al fin sacar todo el odio que sintió cuando los revolucionarios vaciaron la caja fuerte de Regino, su marido y, sin ningún recato, se robaron todo ante sus propios ojos. Luego María la reconvino:

–¡No debiste confiar en esa pata rajada! ¡No todos somos iguales! Acuérdate aquello que decía nuestra Mamá China: “Todos somos del mismo barro, pero no es lo mismo bacín que jarro”. Mira, tú quisiste ayudar a esa pobretona y con lo que te pagó, le diste de comer y te mordió la mano. Así son las víboras: traicioneras y malvadas.

–No la juzgues tan duramente, María. Según me dijo, tiene un chiquillo enfermo. Quizá necesitaba dinero para el medicamento.

–Te lo hubiera pedido y se lo hubiéramos dado, eso y todo lo que necesitara. Nada justifica su acción.

–Sabes, la busqué en su casa y lo negó. Casi se pone a llorar. Después de todo no la vi en el acto, aunque estoy segura que fue ella. Traté de convencerla de que me devolviera las joyas y hasta le ofrecí dinero, más de lo que valían, pero no aceptó su culpa. Me miró con rencor como si la estuviera acusando injustamente y sólo me dijo: “Yo no soy una ladrona”.

–Vieja teatrera y tú se la creíste.

Lupe se mordió los labios y bajó la cabeza.

–No, no le creí –dijo en murmullo–.

El silencio reinó durante breves minutos, luego en un ejercicio de catarsis las dos exorcizaron a los demonios que las habían asaltado durante días y noches quitándoles la paz. El desapego forzado las había llenado de rabia e impotencia, les había quitado el apetito y el sueño y había hecho que su corazón albergara, en secreto, deseos de venganza, pero tuvieron que reprimirlos para no hacer ni hacerse daño. Dejaron correr las lágrimas y las palabras para aliviar un poco su pena. Por último, se hincaron ante el crucifijo de sus padres y manifestaron su deseo de perdonar, aunque bien sabían que llevaría su tiempo. Ambas rezaron a una sola voz:

Padre, te bendigo en todo, en la alegría y la dificultad.

Venga tu reino, tu justicia, tu verdad y tu amor.

Que haga yo Tu voluntad con Tu Gracia y no me canse.

Dame lo que hoy sabes que más necesito.

Perdóname y ayúdame a perdonar.

Dame luz sobre lo que me tienta y me engaña

y fuerza para seguirte sólo a Ti.

Amén.

Ya puestas de pie, las hermanas se volvieron a abrazar, sabiendo que, para poder recibir la Luz de Jesús, debían perdonar a aquellos que las hirieron. Lupe sacó del cajón lo poco que había quedado de su tesoro y lo puso en su ropero, entre ellos estaban los regalos de Ignacio que tanto apreciaba, cerró con llave y luego se prometió atender a aquello que su madre tanto insistía: “No confiar. Nunca confiar”.

Morir en el silencio de las campanas

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