Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 7

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Su callada presencia

Ignacio se había enamorado de Lupe completita. Amaba su forma de andar, el tono suave de su voz y hasta la manera como pronunciaba su nombre; lo hacía con tal dulzura que sentía como si la misma Virgen María lo llamara. Veneraba aquellas manos largas, a veces tibias y otras tantas frías, manos santas, manos puras, y ese tono de piel que parecía café con leche. Su abrazo era como un poema de amor y su silencio, una sutil invitación a orar.

La consideraba una belleza intemporal, una lluvia de suspiros, un telar de estrellas, una luna de octubre: altiva y majestuosa. Su figura era la de una espiga de trigo, mecida al viento al caer la tarde. Sus labios poseían el carmín de las ciruelas. Tenía una luz interior tan fuerte como la de las luciérnagas y un perfume tan seductor como el de los nardos. Sencilla y elegante, y profundamente espiritual, como si Dios mismo la hubiese colmado de gracia como solamente lo hace con sus criaturas predilectas.

Él la amaba a ella y amaba ese día en que ella llegó a su vida, despacio, sin ruido. Desde entonces su palabra se volvió música y ella empezó a latir en su corazón desnudo y ardiente. Amaba la callejuela donde sus ojos se encontraron por vez primera y al aire que revolvía su cabello, oscuro y rizado. Amaba su sonrisa reservada y el azabache de sus ojos. Amaba, también, la noche en que se despertó su anhelo y los días en que el alma se le fue llenando de añoranza y de deseo. Todo en ella era maravilla y perfección. En ella confluían sus más caros afanes.

Ahora, su deseo por verla, era permanente.

Morir en el silencio de las campanas

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