Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 19

Оглавление

Agosto

La ventana

Llegado el día en que Ignacio regresaría de la capital, Lupe se preparó para recibirlo. Lavó su cabello con romero y lo enjuagó con una pócima de hierbas silvestres que usaba para mantenerlo oscuro: flor de lima, salvia, manzanilla y romero. Se friccionó la piel con papaya y se lavó la boca con pasta de canela. Quería verse más guapa para él. Lavó su rostro con jugo de betabel y se aclaró con agua fría, luego se mordió los labios para que se le vieran más rojos y se aplicó agua de rosas en el cuerpo. Escogió el vestido que más le gustaba y acomodó sus rizados cabellos castaños en un chongo bajo, sostenido con horquillas. Ella se sabía hermosa, lo supo desde que su padre se lo dijo siendo aún chiquitita, entonces se la sentaba en las rodillas y le cantaba Los Maderos de San Juan, luego le hacía cosquillas en los piecitos y en el cuello y le preguntaba al oído: “¿Quién es la niña más linda de esta casa?”. Y ella sonreía sin responder, mirándose en los ojos de su papá.

Esos recuerdos resonaban en su mente cuando se veía al espejo, entonces se enseñoreaba, levantaba la cabeza y caminaba con garbo, así como su madre le había enseñado. “¡Nada de tristezas!”, se dijo, estaba viva e Ignacio la amaba. Escogió unos aretes y un collar con alejandrinas que fueron de su madre, se los puso y se volvió a mirar al espejo, se veía regia como todas las de su familia. Caminó hacia una de las ventanas de la sala que daban a la calle. Abrió primero las hojas de madera y luego las que tenían esos preciosos cristales Art Nouveau cuyos visos protegían la privacidad de la casa. Esos visos los confeccionó Albina con sus propias manos, con una tela que María le trajo de El Palacio de Hierro cuando Regino la llevó de paseo a Ciudad de México, con la intención de comprarle los vestidos europeos que luciría en las fiestas del Centenario de la Independencia. Lupe abrió la ventana y dejó que la luz del sol iluminara el lúgubre espacio lleno de cuadros de santos y de vírgenes, y muebles austriacos pintados de negro. Apretó con sus manos las rejas de hierro forjado y aspiró profundamente el aire fresco de la Calle del Socorro, sí del Socorro, como los vecinos le seguían llamando. Había llovido la noche anterior y la tierra del empedrado aún estaba húmeda. Desde niña le gustaba asomarse para ver todo lo que pasaba por ahí. Su curiosidad le movía a escurrirse de la mirada de la nana Agustina y de la madre, para ir a asomarse a la ventana. La calle de Allende continuaba de forma recta hasta terminar casi a las puertas de la Plaza de Toros San Marcos. Mientras sus ojos se estiraban, recordó cómo de niña, asombrada, veía el clamor de los aficionados que, eufóricos, pasaban cargando en hombros al gran torero triunfador de la corrida, enfundado en su traje de luces. Recordó también cómo, con los brazos en alto, llevaba entre sus manos las orejas y el rabo cortados al animal, y los gritos de: “¡Torero, torero!” de los acompañantes y las vecinas que, desde sus casas, arrojaban claveles y rosas al paso del matador.

Desde ahí veía a los perros callejeros, a las mujeres enrebozadas barriendo la calle, a los encopetados caminando a toda prisa para la misa en Catedral, a sus hermanos Juan y Albina y a sus familias que vivían enfrente, al viático visitando enfermos y llevándoles la Sagrada Comunión.

También desde esa misma ventana, cuando Lupe tenía trece años, vio pasar aquel octubre de 1914 a los revolucionarios villistas y carrancistas a caballo, con sus botas y sombreros, sus bigotes y sus camisas sudadas, sus pantalones de charro, sus carrilleras, sus fusiles y pistolas. Las herraduras de los caballos hacían gran ruido al pisar sobre el empedrado y sus voces de bandoleros resonaban hasta dentro de las casas. Esos militares con sus uniformes y esos desarrapados sombrerudos y empistolados llenaron entonces el centro de la ciudad, venían a la Convención de Aguascalientes a celebrarse en el Teatro Morelos y éste, construido para traer a las compañías de ópera y teatro de la capital para el deleite de la floreciente burguesía aquicalidense, era usado para ser la sede de los convencionistas. En lugar de escuchar las más exquisitas manifestaciones del arte sonaron los gritos, los insultos y los balazos, como fue el caso de los villistas que sacaron sus revólveres y dispararon a la pantalla donde se proyectaba la imagen de Venustiano Carranza en una vista de la Revolución.

Todo ese espectáculo de hombres alborotadores lo vieron Lupe y su hermana Merceditas escondidas tras los visos de la ventana, porque Mamá China no quiso que fueran al colegio y les prohibió a todos los de casa salir a la calle durante los días que durara el borlote. Los Ybarra Pedroza, como la gran mayoría de las familias acomodadas de Aguascalientes, no eran partidarios de la causa del general Villa y su poderosa División del Norte, pero tampoco Carranza era santo de su devoción, pues bastante se sabía de sus fechorías, incluso en las casas de las familias adineradas y educadas se había adoptado el modismo del verbo carrancear como un sinónimo de robar, y en la casa de los Ybarra no era la excepción. Mamá China desafió la orden del gobernador Fuentes Dávila, de no dejar de asistir a clases, y nada le importó cuando David Berlanga, el Secretario de Gobierno, lo anunció. Ese hombre sí que era odiado desde que un año atrás quemó imágenes y confesionarios en el Jardín Porfirio Díaz aledaño al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Doña Gumercinda Pedroza, como todas las damas católicas, estaba enfurecida por tanta apostasía y porque los revolucionarios expropiaron parte de la casa de las Misioneras Hijas de la Purísima Virgen María donde sus hijas estudiaban, se trataba del Colegio de la Inmaculada Virgen María. Confiscaron también el edificio del Colegio Guadalupano perteneciente a la Compañía de María Nuestra Señora, otrora las Monjas de la Enseñanza, entre otros muchos. Razones tenía de sobra la viuda de don Porfirio Ybarra para impedir a los suyos que se arriesgaran saliendo a la calle.

Desde esa ventana Lupe vio las expresiones de temor en los rostros de los vecinos cuando empezaron a llegar los revoltosos y notó cómo, desde ese día, la gente, muerta de miedo, se encerró a piedra y lodo. Ella y su hermanita tuvieron que estudiar en su casa las lecciones de Música y Francés, de Caligrafía, Historia Universal, Economía Doméstica e Higiene. Merceditas, que apenas tenía ocho años, tuvo que repasar sus cuadernos de Moral, Urbanidad, Instrucción Cívica, Lengua Nacional y Aritmética, en tanto le conseguían alguna maestra o monja que diera seguimiento a su instrucción. Su madre supervisó con minucioso cuidado que por las tardes aventajaran diariamente las labores manuales: Meche, sus cojines bordados de rococó y Lupe, el mantel deshilado.

Cuatro años antes, esa calle de Allende fue también testigo del gentío que pasó a ver a Francisco I. Madero cuando en marzo de 1910 vino a hacer su campaña presidencial y se hospedó con su colaborador en el Hotel Francés, justo frente a la Plaza de Armas. Esa vez los vecinos salieron a la puerta para ver pasar a los maderistas, pero nadie de los Ybarra fue al mitin. Ya en la visita de precampaña se había comentado, entre los muchos chismes, que en la casa de los Chavoyo había habido una sesión espiritista con el precandidato que, por cierto, abrazaba esta doctrina. Madero regresó de París dispuesto a poner en práctica su facultad de médium escribiente.

Parada en esa misma ventana, Lupe veía pasar durante la cuaresma a la gente con su frente tiznada y a las señoras con sus mozos y criadas cargados de mandado para preparar las siete cazuelas de los viernes; llevaban sus canastos abarrotados con camarones, betabeles, bolillos, piloncillo, coco y cacahuate, con queso añejo y pasas, tortillas y manteca, gragea y plátano, todo lo necesario para preparar capirotada, torrejas, mole, lentejas y habas. Los fieles asistían el Viernes Santo al Vía Crucis en los atrios de los templos y, como se rezaba en latín, se acostumbraba llevar en andas las imágenes para que la gente entendiera de lo que se estaba hablando. Lupe los veía pasar presurosos desde su ventana con rumbo a la Merced, el Conventito y a San José. El sábado, la Catedral se abarrotaba con los feligreses que, vestidos de luto, iban a darle el pésame a la Virgen de la Soledad. Lupe que, como todos los católicos apostólicos y romanos iba a los oficios, vio cómo la gente se hincaba a besar al Cristo y le ponían una moneda en la llaga, se llama “el tesoro” –le explicó su hermana María–. Le dijo que era para que la Divina Providencia les socorriera durante todo el año. María, como muchas mujeres que habían perdido hijos, iba también de negro a llorar junto con la Virgen la irreparable pérdida. El mismo Sábado de Gloria la gente quemaba los Judas y se bañaban en la calle, pero la Mamá China no dejaba que sus hijos se revolvieran con esa gentuza, así que Lupe se divertía mirando desde la ventana la fiesta popular. El Domingo de Ramos, Lupe y Sebastiana habían amarrado las palmas y el laurel, previamente bendecidos en el templo, a las rejas de las ventanas; ahora que terminaba la Semana Santa habrían de tejer con ellas las crucecitas que protegerían la casa y los ranchos durante el año. El laurel fue guardado en un especiero, pues quizá después sirviera para sazonar algún guiso o un caldo.

Recientemente pasaban también procesiones de los Caballeros de Colón, vestidos con sombreros llenos de plumas blancas y largas capas negras con estolas del color de la sangre. Las insignias que llevaban simbolizaban el ideal de Cristóbal Colón de traer el cristianismo al Nuevo Mundo. Los caballeros pasaban mostrando sus grandes espadas al aire y con fuerza gritaban: “¡Por la fe y por la patria! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa!”.

Lupe los veía en silencio y con gran admiración, así como veía todo lo que por ahí pasaba. La calle de Allende era como el escenario de lo poco o mucho que sucedía en Aguascalientes y, abrir la ventana, era asomarse a ser fiel testigo de ello.

Ese día ella abrió la ventana de la sala como era su costumbre y, desde la calle, Ignacio pudo ver su figura impresionantemente bella. Él caminó y mientras se acercaba, los corazones de ambos latían al unísono, acelerados, enamorados. La miró y ella se ruborizó. Advirtió que sus ojos estaban tristes, como mostrando un dolor que no la dejaba y, sin embargo, brillaban con un heroísmo y una serenidad casi místicos. Lupe se mantenía firme, tranquila y sonriente, aceptando su condición y haciendo todo lo posible para mostrarse entera ante los demás. Ignacio sacó de la bolsa de su saco dos cajitas y se las dio por entre las rejas. Ella lo miró con dulzura y le agradeció el detalle. “Váyase pronto que es la hora que regresa José, mi hermano, y no quiero que lo vea aquí”, dijo Lupe en voz baja. Ignacio volteó para todos lados y no vio a nadie, y expresó en voz baja: “Escuché su voz en el tren”. Ella se sonrojó y le contestó: “Yo también lo escuché a usted”.

Ignacio inspiró profundo. La miró como no queriendo irse nunca. Tomó sus manos por entre las rejas y las besó; luego, mirándola a los ojos, le recitó una frase de García Lorca: “Hay almas a las que uno tiene ganas de asomarse, como a una ventana llena de sol”. Ella suspiró. Él se retiró y se encaminó a su casa. La Calle de Francisco José de Allende y Unzaga continuaba hacia el Oriente hasta encontrarse con el Parián que, dentro de sus típicos arcos, albergaba diversos comercios. (Ahí, la familia Ruiz de Chávez tuvo un tiempo un negocio de productos de piel confeccionados en La Tenería del Diamante.) Continuando sin desviarse, la calle cambiaba de nombre y después del Parián se llamaba Francisco Primo de Verdad y Ramos, donde se encontraba la casa de Ignacio. Sólo unos minutos caminando separaban a Ignacio de Lupe, parecía accidental que el destino los hubiera unido por un camino recto con dos destinos imaginarios al extremo, en los que se encontraban el uno con el otro. “¡Tan cerca en el espacio y tan lejos de poder lograr nuestra unión!”, pensó Ignacio al tiempo que se topaba con José Ybarra en la esquina de Victoria y Allende.

Morir en el silencio de las campanas

Подняться наверх