Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 12

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Julio

Inés y el campo

–¿En qué piensas, Inés? –pregunta Lupe cuando mira a su dama de compañía con la mirada abstraída–.

–Extraño la vida en el campo, señorita. Allá todo es tranquilo a diferencia de la ciudad. Usted sabe que la jornada inicia bien tempranito y no termina hasta que se pone el sol, y todo ese tiempo el silencio nos acompaña, así como el viento y los cantos de los pájaros… Si viera cuánto echo de menos los caballos y los burros, los perros y las aves de corral, las cercas de piedra, las nopaleras y los huizaches con sus florecillas de color de rosa. A veces sueño con el olor a hierba y a tierra mojada, y despierto con la fragancia de las flores bien metida en la nariz. Añoro desde la aceitilla hasta los girasoles. Pienso en los patios de la Casa Grande, en la capilla con sus santos, en mi casa humilde y rústica y en las pajareras que tenemos muy cerca de las plantas aromáticas y frutales. Añoro las gordas de horno, de frijol con chile, esas que preparamos a los rancheros y ellos llevan en su zaca o en la cantina de la silla de montar, para acompañarlas con aguardiente cuando el hambre les gana. También se me antojan las de canela que desayunamos con un buen pocillo de café o de leche acabada de ordeñar. Extraño el cielo azulado y el cuajado de nubarrones anunciando la lluvia nocturna. Echo en falta las vacas, los borregos y los chivos paseando por el pastizal o perseguidos por los chiquillos; también los sembradíos, la milpa y los mezquites, los magueyes y los pirules, y no me va a creer, pero hasta el olor a estiércol y a rastrojo extraño, señorita –respondió Inés, con melancolía–.

Lupe la mira con ternura y, aunque María Inés le lleva casi diez años, a veces le parece una niña. La inocencia de la gente de campo es una de las muchas virtudes que tiene esa mujer.

Inés Colín vino de Ciénega de Mata, donde nació y donde trabajaba como costurera de los Rincón Gallardo. Desde pequeña su tía le enseñó a coser, y lo hacía con tal gusto y talento que los señores de la Casa Grande la tenían casi en exclusividad, aunque también cosía para Madre Julia y sus monjitas de la Inmaculada Concepción de María. Allá, en Ciénega, conoció al padre Ybarra, ella era la sacristana de la capilla de la hacienda y, cuando cambiaron al sacerdote nuevamente a Aguascalientes, éste pidió permiso a Ceferina Amador, madre de María Inés, para que la dejara ir a acompañar a su hermana Lupita, quien se encontraba muy enferma del corazón.

–Y a tu parentela, ¿no la extrañas? –pregunta Lupe con curiosidad–.

–Sí, señorita, pero yo decidí estar aquí cuidándola y créame que no me pesa nadita. Cuando voy para allá saboreo mucho el campo y trato de llenarme de él para aguantar hasta mi regreso, pero a veces me pasa esto que le platico, es como si se me hiciera un hueco en la boca del estómago, como un agujero grande, tan grande que pareciera no poderse llenar –le contesta María Inés, apretándose el vientre–.

–Así siento yo cuando Nacho se va a México –confiesa Lupe–, imagino que regresará y yo habré muerto. Es un miedo extraño a no volver a verlo o a que él no vuelva a verme, no lo sé…

Lupe se queda mirando al vacío con la mano sobre el pecho, apretándose con fuerza la ropa. Su respiración se vuelve agitada y María Inés le pide que no piense en esas cosas que la ponen triste.

–No le cuentes a nadie de nuestras conversaciones, son sólo nuestras –dice Lupe en voz baja–.

–Usted sabe que no lo haré, señorita. Ser discreta es una de mis gracias –contesta María Inés, con seriedad–.

–Anda, cuéntame cómo se hacen las gordas de horno, que ya se me antojaron. De una vez te digo que tendrás que enseñar a Sebastiana y a Mercedes a prepararlas –le dice Lupe–.

–Sí, señorita, yo mera les enseño –le responde Inés–, aprendí cuando era niña con mis primas de Zacatecas. Mire, se prende fuego a la leña en el horno hecho de piedra y barro, antes se barre con una escobilla y se le arrojan unos granos de sal, luego se sella la tronera con piedra y lodo, se deja calentar como por cinco o seis horas. Mientras está listo, las mujeres preparamos la masa para las gorditas, la disponemos con nixtamal, leche agria, queso seco y fresco, azúcar, nata, requesón, canela… Todos esos lechosos se dejan agriar desde la noche anterior porque le dan esponjosidad a la masa. Los hombres y los niños van por las hojas de roble sobre las que se cucharea la masa. Las gorditas cocidas sobre esas plantas consiguen un sabor muy bueno, pues al estar en el horno la hoja suelta su jugo y se combina con la masa. La leña también es de roble. Con una pala muy grande los hombres van acomodándolas dentro del horno y en dos o tres minutos están listas. Se sacan con el burro (así se le llama a esa pala) y se van metiendo las siguientes tandas, así sucesivamente hasta terminar. El horno, en buen calor, dura de cinco a seis horas y se pueden hacer muchas gorditas para todas las familias que participan. Cuando ya no están tan calientes, se les quita la orilla quemada y se ponen en un cesto.

–¡Qué delicia! –exclama Lupe–, Mamá China las hacía cuando íbamos a Santa Rosa. Allá hay un horno como el que me dices y ella se ponía con las señoras del rancho a prepararlas. Con tu relato has hecho que vengan a mí remembranzas entrañables.

Lupe se recostó sobre sus almohadas y se quedó dormida con una sonrisa dulce. Inés se retiró despacio con una gran consigna: la de dar alegría a la señorita Lupe, preparándole sus gorditas de horno y trayéndole a la memoria los años felices en la sierra con su Mamá China.

Morir en el silencio de las campanas

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