Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 14

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Menos grande y menos

hondo que el pesar

Ignacio supo aquella mañana que tendría que salir de viaje pronto. Vidal le notificó que la compañía petrolera había confirmado ya la cita y que en pocos días se estarían discutiendo los términos del contrato para el suministro de guante industrial. El empleado de confianza le informó también que media hora atrás había ido a buscarlo el padre Porfirio Ybarra acompañado por un señor de Venadero, querían unos guantes de béisbol para un equipo perteneciente a la Parroquia de aquella comunidad.

–El padrecito dijo que vaya usted a su casa para darle las especificaciones y el dinero. Me pareció extraño que no quisiera hacer el pedido directamente aquí –expresó Vidal, con el ceño fruncido–.

Ignacio sintió cómo el estómago se le encogía, pero desterró rápido de su mente la idea de que el clérigo le fuera a reconvenir por pretender a la hermana. “Todo está bien”, pensó mientras respiraba profundo e intentaba calmarse.

–Me prepararé para salir en dos días –dijo Ignacio–, agénciame por favor todos los papeles. Tú ya sabes lo que se necesita. Iré a ver al padre Porfirio hoy por la tarde y mañana te paso el pedido para que le des preferencia sobre los otros, ¿entendido?

–Muy bien, patrón, como usted ordene –contestó Vidal, mirándolo a los ojos–.

Esa tarde Ignacio se presentó en la casa del sacerdote. Iba muy nervioso, pero por fin se había hecho el ánimo de hablar con él y exponerle sus intenciones hacia Guadalupe. Al llegar fue recibido por la propia Lupe que, desde la ventana, le vio venir.

–Vengo a buscar al padre Porfirio –le dijo él, quitándose el sombrero–.

–Se fue a Venadero con unos señores, viene hasta mañana por la tarde –contestó ella con una sonrisa–.

–Hoy al mediodía fue su hermano al Diamante a pedir unos guantes de béisbol para unos muchachos, precisamente de un equipo de Venadero, pero dejó la indicación de que viniera a buscarlo a su casa.

–Pues… venga mañana o pasado mañana.

Ignacio se quedó mirándola y ella sintió que le faltaba el aire. Abrió los ojos grandes y respiró profundo.

–Pásele, si gusta. Pase a la sala. ¿Le ofrezco algo de beber? Hace calor.

Ignacio, sin decir palabra, entró hasta la sala. Lupe veía cómo Ignacio sudaba y trataba inútilmente de ocultar su nerviosismo.

–No, señorita. No se moleste. Me voy a ir pronto.

–Le mandaré traer un agua de limón con chía. Siéntese por favor.

Ignacio agitaba el sombrero para hacerse un poco de aire. Lupe ordenó a Sebastiana que trajera un vaso grande de agua fresca y miró discreta cómo él apuró sediento la bebida hasta ver el fondo.

–No. No podré venir en los próximos días –dijo él–, saldré a Ciudad de México a realizar unos trámites. Probablemente tarde una semana, no lo sé, son varios los asuntos que debo resolver. Dígale a su hermano Porfirio que vine, que puede solicitar lo que necesite directamente con Vidal, que por el dinero no se preocupe, que la tenería hará la donación para los muchachos de San Miguel Arcángel.

Ignacio pudo advertir cómo la cara de Lupe se entristeció cuando le dijo que saldría de viaje.

–¿Por qué no salimos mejor al patio? –dijo él–, hace demasiado calor aquí dentro. La lluviecita de hace un rato nomás alborotó el calor.

Lupe sonrió discreta y se puso de pie.

Cuando salieron de la sala, el dorso de la mano de Ignacio rozó levemente la tela del vestido de ella. Lupe reaccionó clavándole los ojos.

–Disculpe, señorita. No fue mi intención molestarla –dijo él bajando la vista, y ella, sonrojada, no respondió–.

Se sentaron en la banca de cantera a la sombra de la jacaranda, y Lupe le preguntó:

–¿Viaja usted mucho, Ignacio?

–No tanto. Mis viajes son casi siempre de negocios.

–¿Conoce usted el mar?

–Sí, he viajado por barco para traer maquinaria y herramientas para la tenería. Las primeras dos veces fui con mi padre y las siguientes he ido solo.

–Cuénteme, Nacho, platíqueme de sus viajes –pidió ella–.

–Salimos de Veracruz y navegamos hasta Nueva Orleans, que es un puerto muy importante. Las máquinas y herramientas se embarcan desde Chicago por el río Mississippi, que es enorme y navegable; ahí embarcamos nuevamente para regresar a Veracruz. Nueva Orleans es tan lindo, tan lleno de actividad y muy festivo. Creo que le gustaría mucho conocerlo.

–Yo he salido poco de Aguascalientes. Desde que enfermé, mis viajes son sólo para ver médicos; me llevaron a Ciudad de México y a Guadalajara, pero sólo para confirmar el diagnóstico que ya me habían dado aquí y bueno, a veces vamos de vacaciones a los ranchos que eran de mis padres, sobre todo a Santa Rosa de Lima. Nunca he ido al mar.

Ignacio bajó la vista apenado, y pidió otro vaso de limonada, el cual, igualmente, bebió de prisa.

–Cuénteme cómo es el mar –suplicó Lupe–.

–¿El mar? –preguntó él, sorprendido–.

Tomó a Lupe de las manos y, cerrando los ojos, lo vislumbró dentro de sus recuerdos, luego aspiró aire para llenar sus pulmones y casi sintió la brisa dentro de sí, y entonces empezó a hablar:

–El mar es como un río en el que no se ve la orilla de enfrente, sólo el agua que se pierde en el horizonte, hasta confundirse con el cielo. Si usted está en el Pacífico, en las tardes el sol se oculta haciendo que el mar brille con colores rojos y amarillos, tan brillantes que obligan a cerrar los ojos. Si está en el Atlántico, el sol se levanta después de la aurora que aparece en el horizonte iluminando las aguas con luces amarillas y, si hay nubes, éstas se colorean, así como las vemos aquí en nuestra tierra. El mar es tan extenso que el más grande barco parece una nuez que flota en un estanque, y desde la lejanía de su viaje se mira agua por todos lados, hasta donde alcanza la vista; es como vivir la soledad más profunda entre el cielo, las nubes y el agua que por debajo se extiende con su oleaje interminable. Ahí no llegan las aves ni los insectos, ninguna cosa que viva en la tierra, sólo los hombres nos atrevemos a penetrarlo y a desafiar sus inmensas fuerzas. Cuando hay altamar, sólo se puede rezar para pedir que el mar guarde su calma, y hasta los más experimentados marineros permanecen en silencio rogando salir airosos de esos momentos difíciles. El mar impone respeto y temor, pero es tan hermoso que, al contemplarlo, embelesa: la brisa que pega en el rostro, el olor peculiar, el sabor del agua salada, sus olas que se diluyen en espuma al llegar a la playa, o se convierten en rocío al golpear con fuerza las rocas más inmóviles.

Lupe imaginaba lo que escuchaba de labios de Ignacio. Había visto algunas ilustraciones de mares y playas en los libros, pero deseaba vehementemente ver en vivo toda esa inmensidad, escuchar el estruendoso romper de las olas y sentir la brisa tocando todo su cuerpo, quería caminar hacia la espuma pisando la arena y adentrarse en el golpeteo de las olas hasta ser cubierta por toda esa humedad salada. Ante la voz cálida de Ignacio, cerraba los ojos y se sentía como un pez que se pierde en las aguas profundas.

–El viento sopla sobre sus aguas –continuó Ignacio– y ni las más necias gaviotas pueden cruzar su cielo, porque son rechazadas. El cielo se nubla y estallan tormentas más feroces que todas las que hayamos visto en tierra, los relámpagos cruzan los aires con estruendo ensordecedor y los marineros se aprestan a bajar las velas. Entonces esperamos dentro del barco, que es movido como juguete por las olas, a que la furia termine y regrese la calma. Después, todo es tranquilidad, el mar se vuelve una alfombra azul, el cielo lo acompaña y damos gracias a Dios de poder continuar el viaje. A lo lejos empezamos a ver la playa lejana y de momento sentimos los mosquitos que zumban en nuestros oídos; si es de noche, vemos la luz del faro que gira e ilumina nuestro camino de regreso, mientras que una alegría invade nuestros corazones cuando nos acercamos a la tierra. Finalmente volteamos y vemos el mar una vez más, como si se despidiera y nos invitara a surcarlo nuevamente. Así es el mar y así es viajar por mar, querida Lupín.

A Lupe se le llenaron los ojos de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta.

–¡Vaya con Dios! Que nuestra Madre lo cubra en su viaje para que vaya y regrese con bien –susurró al tiempo que le soltaba las manos–.

Él, acercándosele al oído, musitó:

“Fuensanta:

¿Tú conoces el mar?

Dicen que es menos grande y menos hondo

que el pesar.

Yo no sé ni por qué quiero llorar:

Será tal vez por el pesar que escondo,

tal vez por mi infinita sed de amar.”

Y ella, parafraseando al poeta jerezano, le respondió con otro verso:

Ignacio, “Dame todas las lágrimas del mar”.

Morir en el silencio de las campanas

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