Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 17

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El tren de la noche

Ignacio, ya apostado en el tren, vio el cerro abrigado por un cielo arrebolado. Lo miró como solía hacerlo en sus tardes solitarias. Ese cerro parecía un hombre acostado, dormido o muerto, tras el cual se ocultaba el sol pintando el cielo de colores disparejos, desde los rosas y violetas hasta los rojos intensos. Cerró los ojos y pensó en ese cielo algunas veces limpio y azul, y otras tantas cuajado de albas nubes o saturado de estrellas. Suspiró. Abrió los ojos y vio la sombra del Cerro del Muerto muy negra, luego se recordó niño jugando en el río cercano. Volvió a cerrar los ojos y, sumido en el ensueño, se entregó a un diálogo imaginario con Lupe.

–¿Sabe, Lupe? Hoy el tren va muy despacio, como si estuviera cansado, como si la presión del vapor no tuviera fuerza para mover los pistones que hacen girar las ruedas; alcanzo a escuchar su pesado rodar de hierro sobre los rieles con un sordo rechinido. Escucho avanzar a La Morena, parece una sombra que se desliza lentamente como un viejo exánime, así como viejos me parecen los cerros y los encinos de las laderas y las cañadas. Qué extraño es ver al tren rodar tan despacio, que el cerro lo sienta avanzar así de lento, es desesperante estar en una máquina que parece que no quiere irse de esta ciudad envuelta en la noche. Concluyo que quien no quiere irse soy yo, y pareciera que el tren fuera mi cómplice. Hace unos días que le dije que saldría de viaje, vi en sus ojos el deseo de que no me fuera, pero, como siempre, usted tan discreta, sólo me deseó suerte, me dio la bendición y me dijo bajito que me esperaba pronto de vuelta. En sus ojos había tristeza y, sin embargo, sonreía. Sentí que me quería decir algo, algo importante, pero se quedó callada.

Lupe, muy lejos de ahí, en el patio fresco, angosto y enladrillado de su casa, va y viene rítmicamente en la mecedora de su madre. Sus pies descansan sobre la zalea obsequiada por Ignacio, una piel de oveja curtida con su lana, preparada con la receta de los coras que usaban corteza de árbol de cascalote. Ella reposa y experimenta descanso, imagina, al sentirla, que de alguna manera está en contacto con su amado y se regocija en ello, pero un pensamiento de pesar la invade: Siempre que Ignacio sale de la ciudad, ella piensa que no lo verá volver.

–Hace calor, ¿verdad? La tarde empieza a refrescar un poco. ¿Dónde está, Ignacio? Quisiera haber ido en ese tren con usted y que nos llevara juntos al mar. ¿Será cierto lo que dice López Velarde, que “el mar es menos grande y menos hondo que el pesar”? Lo que de cierto sé es que tengo muchas ganas de llorar. Ya se escuchan las parvadas de pájaros que van a acurrucarse a los árboles de San Marcos y a la Plaza de Armas y cuando las veo pasar siento deseos de poder volar, para irme a donde usted está, Nacho de mi corazón. La tarde tiene nubes rojas y se escuchan las campanas de la Merced y de Catedral, llaman al rosario, y yo… yo voy a rezar, para pedir por usted, para que le vaya bien en su viaje y regrese salvo.

Ignacio mira las nubes por la ventana del tren, esas nubes color grana que tienen formas caprichosas y, entre ellas, le parece ver el rostro de Lupe, grande, inmenso, como si quisiera llenar el cielo; tal parecía que le estuviera siguiendo.

–¡Cómo me hace falta, Lupe!, siento que se va quedando atrás de esos cerros y, cuando el tren avanza, aparecen nuevos montículos que antes apenas se veían, y cada vez se van haciendo más y más grandes.

El tren ya se ve tan pequeño y se pierde bajo las nubes, serpenteando entre las montañas. Sólo se escucha el sonar de los pistones, que ahora mueven las ruedas con furia, y de cuando en cuando suena el silbato, como si saludara a todo ese cielo y a todas esas montañas que tendrá que atravesar para llegar a la capital.

–¿No siente envidia, Lupe? Ser el tren, caminar y caminar y recorrer toda esa vía y ver esas planicies, la serranía, los ríos y matorrales. Yo sí que quisiera ser el tren para irme con usted por todos esos caminos, perderme entre tanto cerro, cobijarme entre tantas nubes. Con usted, ¡no me importaría hasta dónde llegar!

–Sólo espero que regrese pronto, Nacho. Traiga muchas fotos de México, pase por la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe y rece por nosotros. Me trae algún recuerdito de la Virgen, una medalla o una estampita, lo que quiera, lo que vea bonito. Yo aquí sigo rezando por usted. Ya no se escucha tanto el ruido de los pájaros. En el cielo van apareciendo las primeras estrellas, se miran muy brillantes, como que dan mucha esperanza. ¿Usted se imagina cómo es mirar la ciudad desde el cielo? Yo siempre he querido volar, y pienso que, cuando muera, volaré como un ave que es dejada en libertad.

–Empieza a anochecer, Lupe, hoy es luna nueva y la noche estará muy negra, tan negra que ya puedo ver las estrellas; mire, ya veo a Las Pléyades, esas siete estrellas que en su rancho les dicen “Las cabrillas”, son siete estrellitas juntas; cuando las veo, pienso en mis hermanas, todas reunidas como borreguitos, juntas bajo el amparo de mis padres. Ahora sólo veo las laderas de las montañas cuando el tren toma las curvas y alcanzo a ver lo que alumbra su faro. Yo ya no sé dónde estoy y ya nadie sabe dónde estamos, nos abandonamos a donde nos lleva el tren, sólo él sabe por dónde va. El tren es como el destino que nos lleva por donde quiere, así él me llevó a conocerla y así usted y yo nos encontramos en un mismo momento, y luego de mirarnos no pudimos evitar el querernos.

–Ya es de noche, Ignacio, las flores empiezan a soltar sus perfumes, ¡qué deliciosa sensación! Esta fragancia me calma y llena todos los espacios de la misma forma que usted los colma cuando está aquí, eso no lo sabe, pero cuando se va todo se queda vacío, todos esos claros se quedan ansiándolo, así como yo. Espero que me mande un telegrama cuando arribe a México para saber que llegó con bien, yo tendré encendidas unas veladoras a nuestra Virgencita, para que lo cubra con su manto y lo proteja. Ella nos cuida y no nos abandona. Cuando vaya a regresar, me pone otro telegrama para estar al pendiente de su retorno. Ese día estaré en la ventana para poder verlo desde lejos, para ver cómo su figura se va agrandando mientras camina hacia mí, y al ver su rostro sonriente me alegraré hasta lo más profundo. Estaré ahí para que cuando me vea me salude con su mano y apresure el paso, así como siempre lo hace cuando se acerca y me sabe esperándole.

–Ya está muy oscuro, Lupe, parece que ya dejamos la cordillera atrás, ahora vamos por la llanura, una planicie inmensa, es la llanura de Jalisco, esas mismas tierras cultivadas por tantos años y abandonadas en la Revolución, donde hubo tanta refriega y tantos muertos; elevo una plegaria por todos esos difuntos. Mire, en el Oriente ya apareció la primera estrella del Cinturón de Orión, ya empieza a aparecer la segunda, ahora brillan mucho porque no hay luna. Los rancheros les llaman Los Tres Reyes Magos, en otros lados les dicen Las Tres Marías. Mire, ya apareció la tercera, ¡cómo brillan en esta noche! Yo pienso que son las tres virtudes, esas que Dios le dio a usted de manera abundante: su Fe inquebrantable en Dios; su Esperanza sin límite, porque espera a pesar de todo, de su enfermedad, de todas las dificultades, de todos los sufrimientos, y su Caridad, esa grandiosa virtud que tiene al grado de compartir lo suyo con los más necesitados, ese ánimo tan grande y esa alegría que le desborda cada vez que agrada y cada vez que da. Cuando se entrega, el alma se le asoma por los ojos, y cuando la veo no quisiera dejar de verla. ¡Brilla tanto como esas esplendorosas estrellas! Ahora que no está me siento muy solo, como si fuera el único pasajero de este tren o como si fuera el único ser vivo en estas tierras.

–Ya es de noche, Ignacio, tengo que ir a descansar, ya recé y me siento tranquila, la noche está muy negra y las luces de la casa se han apagado. ¿Cómo se verá la noche atravesando todas esas montañas? Parece que escucho el tren desde mi cuarto en estas horas oscuras, cierro los ojos y parece que veo ese tren con sus vagones y su locomotora, con sus ruedas girando a gran velocidad, parece que le veo contemplándome desde la ventana de su vagón, siento su mirada sobre mí y me despido. Duérmase, Ignacio querido, descanse que le hace falta, yo le espero aquí y le mando mi bendición.

–Estoy cansado, Lupe, el ruido del tren parece que me arrulla, no puedo ya tener los ojos abiertos, quisiera huir por esta noche, quisiera volar hasta las estrellas para verle desde ahí, pero el sueño me está ganando. Buenas noches, Lupín, que Dios me dé licencia de regresar pronto.

Ignacio, abatido por el cansancio y la nostalgia, se abandonó al sueño.

En la casa de Allende, la mecedora de palo de rosa labrada, que muchas veces meció a doña Gumercinda enferma, quedó sola en el patio, con la zalea de cordero a sus pies. La noche, impenetrable, dura, negra, únicamente atravesada por los ladridos de los perros, se quedó sentada en esa mecedora de donde Lupe se había levantado ya.

Morir en el silencio de las campanas

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