Читать книгу Morir en el silencio de las campanas - Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Страница 16

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Ignacio en la estación

Todavía no oscurecía cuando Ignacio arribó a la estación del ferrocarril, y con paso rápido se dirigió a la taquilla a comprar un boleto para el tren de la noche.

–¿Será puntual? –preguntó mientras pagaba–.

–Los fierros no tienen palabra de honor –le contestó el hombre de la taquilla–.

Ignacio se encaminó al solar, que era un espacio aledaño a la estación donde había sillas de madera; ahí la gente buscaba hacer más deleitable la espera. Se recargó en un árbol y se entretuvo mirando al señor de los elotes, a la viejita que vendía galletas, al muchacho de las flores, a los niños que corrían entre las petacas y al perro famélico que los seguía, mendigando un mendrugo de pan o una caricia. También reconoció desde ahí a uno que otro político y a un torero que viajaría a la capital, seguramente en busca de suerte. Vio danzar a mucha gente sencilla con sus maletas de metal o sus cajas de cartón amarradas con mecate, también miró a los chorreados saliendo de la maestranza y saludó a algunos conocidos que, además de ferrocarrileros, eran músicos.

Desde que era niño le gustaba viajar en el tren, era algo tan alucinante. La luz de la locomotora en la noche, el silbato, los múltiples sabores de la comida que se ofertaba en cada estación, los ferrocarrileros con su yompa de mezclilla, su paliacate rojo, su gorra y su reloj, el olor a fierro, el verdor del campo, los poblados por donde pasaban de noche alumbrados solamente con la luna, el azul de los asientos, la gente dormida, los colores de las maletas, el rechinar de las vías al contacto con las ruedas… ¡Todo le parecía mágico!

El rugido del silbato anunció la llegada del tren e Ignacio caminó con lentitud, no podía apartar de su mente a Lupe y la tristeza que a ella le ocasionaba que él saliera de viaje. Subió al vagón de primera clase y se sentó en la parte de atrás. El boletero con su ropa negra y blanca silbó y pasó a los lugares a checar los boletos con su perforadora. Ignacio se lo entregó sin mirarlo a la cara. Una señora regordeta de unos treinta y tantos años subió con una canasta vendiendo tacos, la acompañaban dos chiquillos chamagosos que le ayudaban a cobrar. El olor de la fritanga inundó el vagón e Ignacio sintió náusea. “Afortunadamente se bajó rápido”, pensó, llevándose la mano al estómago.

El tren empezó a andar, olía a humo rancio, el vaivén y la vibración hicieron que Ignacio se replegara sobre sí mismo. Hoy no tenía ganas de hablar con nadie ni de jugar a adivinar lo que otros pasajeros irían pensando. No, hoy sólo tenía cabeza para Lupe y para la nostalgia que le provocaba dejarla.

Morir en el silencio de las campanas

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