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3. EL SUICIDIO DE LA CULTURA

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El final de este ensayo conviene dedicarlo a un analista de nuestro presente que se refiere a él como un nunca visto estado de destrucción de la cultura, pero porque propone de esta un concepto sumamente interesante y abarcador: la “autotransformación de la vida”20. De este modo, se pone de relieve cómo la discusión acerca de la comprensión de lo que la vida significa es infinitamente relevante para abordar los problemas históricos de los que surge esta breve meditación.

Henry, en efecto, no entiende por cultura cualquier movimiento de esta entidad masiva, la vida, a la que hace centro de sus meditaciones metafísicas, morales y políticas; a lo que se refiere es a la incesante inquietud que muestra la vida modificándose a sí misma con el fin de alcanzar cada vez más altas formas de realización y de cumplimiento. La vida –lo que, por supuesto, implica la vida de cada viviente– aspira a crecer siempre, a dilatarse, a innovarse subiendo21. Henry no reconoce, pues, de entrada como fenómenos culturales tantos como estamos habituados a meter en ese saco. A sus ojos, quizá solo sean remedos de lo que debería haber en vez de ellos para vigorizar la vida en ensayos nuevos22. Lo más espectacular de esta crítica in nuce a la hinchazón exageradísima de la “cultura” se encuentra en la reserva de incluir siempre, a toda costa y sin matices a la ciencia en ella. Es evidente que el progreso en la verdad inspira el avance de la vida; pero para Henry tenía máxima importancia separar lo que en la ciencia es realmente progreso en la verdad de lo que en ella –o sea, en sus cultores, divulgadores y admiradores, y, a la larga, en el público no entendido– es interpretación añadida, espuria y que, en realidad, contradice su espíritu primigenio. Hay maneras de comprender la ciencia, las ciencias múltiples, los saberes y hasta las artes, que significan mucho más un ataque a la cultura que una aportación a ella.

Tiene un especial atractivo la noción de la vida que subyace a esta definición de cultura. Henry escribió desafiante que esta noción es tal que justamente la biología no la conoce. Se trata, para decirlo con sencillez, del “saber en su forma más profunda”23, sobre todo cuando miramos a la vida en perspectiva humana –cabe mirarla también, en una especie de analogía, en perspectiva divina–. Ese saber no es sino el que tenemos de nosotros mismos a cada instante y sin mediación de ninguna interpretación, incluso de ninguna objetivación (objetivaciones e interpretaciones abundan luego y hacen a muchos olvidar lo que tan bien recuerdan, ya que no los filósofos y los teólogos, los novelistas y los poetas). Henry se refiere siempre al arranque de las Meditaciones metafísicas de Descartes, donde la verdad sobre ese saber hondísimo se mostró a toda luz por vez primera, aun cuando el gran filósofo no supo ser plenamente consecuente con su descubrimiento. Ni un genio maligno, ni siquiera Dios omnipotente, podrá hacer que a la vez que vivo y soy consciente de que vivo, sea falsa mi vida en el modo preciso en que la estoy experimentando directamente. No es que yo sea una realidad divina ni necesaria; soy pura contingencia y decisión libre de Dios –o eso terminó pensando Descartes–, pero, una vez creado, mi vida es esta peculiar sustancia para la que existir es autoconocimiento inmediato; un saberse directo gracias al cual puedo saber de cualquier otra realidad e imaginar cualquier error.

Henry comprendió desde el principio que en la aparición de esta verdad no se había prestado la debida atención a dos factores. El primero es que, además de un saber, la vida presente se posee a sí misma en un afecto, un estado o temple de ánimo, porque su revelación directa a sí misma es a modo de abrazo: imposible que la vida no sea siempre, siquiera en el fondo, gozo de sí misma y por estar dada a sí misma, gozo por la vida, celebración agradecida de vivir. Desde luego, hay destiemples del ánimo, tristezas y sufrimientos; pero, bien mirados, no logran borrar del todo la verdad de que la vida es ya de suyo la dicha –la que, por ejemplo, han buscado muchos suicidas que no querían continuar una vida amargada e imposibilitada, sino olvidarla en otro modo mejor de conciencia–. Un temple de ánimo perdura, varía de manera mucho más lenta que las cosas desfilando ante nosotros y nuestras vivencias24. El conocimiento, en cambio, se vuelca enseguida a la objetivación de los polos correlativos a la vivencia y tiene amplias posibilidades de olvidar que él no puede hacer como no sea sobre la base de la automanifestación de la vida.

El segundo rasgo del “más profundo saber” es que, en nosotros por lo pronto, hablar de la vida es en realidad hablar del cuerpo subjetivo, mejor dicho, de la carne (chair). La carne humana es toda ella pática y toda ella sensibilidad y movilidad (o incoación de movimientos que quizá se vean impedidos). La carne no es el cuerpo que todos nos ven y que nosotros sentimos también como por de fuera; sino que es lo sintiente mismo, el lado vivo y certísimo de nuestro apropiarnos del cuerpo.

Lo que llamo mi cuerpo y debería –aunque es uso de franceses más que de españoles– llamar mi carne es un saber primitivo sobre las potencias que la vida activa. Nadie aprendió a respirar, a plantarse en la tierra, a mamar y beber y comer: tales actividades forman parte del ramillete indefinido y riquísimo de potencias que constituyen nuestra carne.

A la carne no hay más acceso que ella misma. Por más que los textos de ciertos pensadores, como Maine de Biran y el propio Henry, y de muchos poetas (entre nosotros, recientemente, Aleixandre, Guillén, Valente, Sánchez Rosillo) ayuden a comprender esta noción, en realidad estamos desde siempre plenamente instalados en ella. Solo hay mucho que desaprender, como exigían los antiguos sabios cínicos, y hallaremos enseguida este saberse, sentirse y sufrirse gozosamente que es la carne viva humana25.

La cultura no es, pues, una actividad del espíritu, tanto más laborioso y fecundo cuanto más alejado del cuerpo. Es, muy al contrario, una aspiración, una necesidad, una realización inevitable de la carne humana en tanto que vida recibida, finita26, 27.

Ahora bien, la finitud de nuestra vida, la limitación de nuestra carne, aunque sea susceptible de entrar en comunicación intersubjetiva, intercarnal, con tantas otras vidas e incluso quizá con la carne del Cristo, imprime a nuestra experiencia del gozo de ser un ritmo pendular que de ninguna manera puede darse en una posible vida no finita. La tendencia a hacer ascender la vida a más dicha, a más vida, a más exclusión de la muerte y de lo que no es (justo porque no está vivo), tiene los rasgos que captó ya el viejo Heráclito: se llama saciedad y carencia, hartazgo y miseria. Nos cansamos de gozar: el tedio baja el nivel de la vitalidad de modo semejante a como el sueño doma el cuerpo. Nos hartamos de la subida tan dichosa y gratamente ardua de la cultura y, hastiados de tanta como a veces conquistamos, caemos en crisis de retroceso, de destrucción, de barbarie28.

Pues bien, la reducción del saber (de la carne, primero, y de la conciencia29, después) a la ciencia quizá sea el síntoma esencial de la peculiar barbarie contemporánea. Un segundo síntoma es la confusión entre las artes auténticas y sus remedos llamados culturales; porque la actividad artística realmente tal, tanto la creadora como la propia de quien contempla las obras de esa arte, claro que es cultura, cultura de la vida y la carne, borde de la metafísica30.

Henry introduce un concepto peyorativo de técnica, útil, sin embargo, aunque es evidente que se debe manejar con extremo cuidado, a la vista de los beneficios de lo que llamamos los demás técnica. Es concepto tan particular es: “la ciencia que se cree sola en el mundo y se comporta como tal”; ante ella, y ya que se interpreta la ciencia como si fuera la filosofía primera, “por primera vez desde el origen de los tiempos, la vida ha dejado de dictarse a sí misma sus propias leyes”31. Entiéndase que esa soledad trae la consecuencia más funesta: que la ciencia-técnica no sirva a más fines que a sí misma32.

Pero queda en cada individuo humano una secretísima alianza con el bien perfecto, que quizá un día se desarrolla en la valerosa paciencia con la que se entra en combate con las magnitudes y teorías formidables del estilo de las que aquí he evocado a modo de antiparadigmas. Solo por ese misterio en el centro del corazón entendemos los peligros.

Dignidad y equidad amenazadas en la sociedad contemporánea

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