Читать книгу Dignidad y equidad amenazadas en la sociedad contemporánea - Clara Martínez García - Страница 22

1. EFECTOS DEL PREJUICIO ESTIGMATIZANTE 1.1. LA PERTENENCIA DAÑADA Y SUS CONSECUENCIAS

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En las personas víctimas de prejuicios estigmatizantes, el dolor de verse excluidos tendrá serias consecuencias tanto en sus emociones como en su modo de procesar la información, incluso en su salud física. Tampoco es extraño que estas personas vivan su exclusión como frustración y agresividad apareciendo la posibilidad de iniciar el itinerario de la violencia mientras emprenden una ruta hacia la marginalidad social y la delincuencia.

Son muchas las investigaciones neuropsicológicas sobre la vivencia de inclusión/rechazo que nos indican que las personas maduras y equilibradas conceden relevancia a la opinión y aceptación de los demás. Esto entra en contradicción con la abundancia de afirmaciones contemporáneas sobre la importancia de estar cómodo con uno mismo por encima de lo que los demás piensen o la posibilidad de alcanzar un grado de autoestima no patológico prescindiendo de cualquier input proveniente de algún entorno social. La promoción del individualismo desvinculado nunca da como resultado un ser humano maduro, libre y feliz. Forma parte de la naturaleza de un animal relacional el sentirse querido, apreciado, tenido en cuenta, aplaudido; es importante para su equilibrio emocional. Evidentemente no es nada deseable el extremo de ser un dependiente social, no ser capaz de vivir con autonomía, cognitiva y afectiva. La idea es alcanzar un equilibrio en donde un sujeto psíquico relacional bien constituido es capaz de vivir e interactuar socialmente de un modo adaptativo, sin renunciar a su identidad y autonomía. Las personas tendemos a agruparnos en comunidades de diversa envergadura. Estas comunidades pueden servir a diversos propósitos: ofrecen protección y seguridad; recursos tangibles e intangibles, prácticos y emocionales; sensación de pertenencia y sentido; estructura de poder mayor del que tiene el individuo aislado, también en su dimensión psíquica de alcanzar una interpretación del mundo que da seguridad1.

Aquí nos preocupan los efectos sobre el sujeto psíquico del verse estigmatizado y marginado, bien sea debido a alguna característica individual bien sea por pertenecer a algún colectivo sobre el que pesa algún estereotipo estigmatizante. Lerner2 habla de la tendencia natural a pensar que habitamos un mundo en el que las personas suelen recibir lo que merecen; así, se tiende a asumir que las personas que son socialmente exitosas –por tanto atractivas socialmente– deben de tener algo en su naturaleza para encontrarse en esa posición mientras que los que fracasan –por tanto, nada atrayentes socialmente– seguramente tendrán alguna responsabilidad para verse así. En lo referido al estigma sucede algo similar, para Goffman3 el proceso de estigmatización está íntimamente vinculado al concepto de moral. Ante la pregunta “¿qué o quién provocó ese estigma en primer lugar?” la tendencia es a responder que algo de culpa tendrá el propio estigmatizado. Consideremos que, psicológicamente hablando, focalizar la atención propia y ajena en los aspectos estigmatizables del otro, es una muy buena estrategia para evitar sentimientos de culpa y/o de persecución por la parte que le toca al individuo. Se asume que esa persona, o grupo al que pertenece y le caracteriza, seguramente ha cometido algún tipo de acto socialmente reprobable y que el estigma que padece es una especie de consecuencia lógica o castigo; esto implica que quien logre permanecer irreprochable a ojos de otros evitará el castigo de la estigmatización. El estigmatizado no sólo es responsable de lo que le ocurre, también moralmente reprochable, lo cual le convierte en punible porque podría estar en su mano ser y estar de otro modo. Abundan los estudios a este respecto sobre la población judía, negra, latina, gay, con alteraciones del comportamiento, etc.4.

Lo cierto es que en esas circunstancias se ve muy dañada, entre otros asuntos que veremos, la vivencia de pertenencia, algo que constituye uno de los sistemas motivacionales esenciales del ser humano; el deseo de aceptación social es universal e innato. Cuando esta necesidad se ve insatisfecha, múltiples dimensiones del psiquismo se ven afectadas5 llegando incluso a aparecer sintomatología física, por ejemplo, analgesias6. Además, se ha observado que el valor hedonista que el individuo obtiene de las diversas experiencias con fines recreativos parece que proviene no tanto de la experiencia en sí, sino del placer de compartirla con otros; recientes investigaciones muestran cómo sin amigos o familia, incluso las más extraordinarias experiencias resultan decepcionantes. La mera sensación de toguetherness es suficiente para amplificar la vivencia, mientras que la ausencia de otros deja a las experiencias más prometedoras desprovistas de la vivencia de disfrute7. Más aún, esto afecta incluso a las sensaciones físicas como el sabor del chocolate8: la vivencia agradable o desagradable de un sabor se ve muy amplificada –sin comunicación explícita– por la mera presencia del grupo de pertenencia que acompaña esa experiencia física.

Las investigaciones sobre las consecuencias del rechazo social, la falta de pertenencia, son cada vez más abundantes y focalizadas9 y van ofreciendo ciertas tendencias generales. Por ejemplo, se va confirmando científicamente que las personas socialmente excluidas tienden a volverse más agresivas y menos prosociales; además, tienen mayor propensión a perder el control, así como a involucrarse en conductas autodestructivas. Por otro lado, parece que tienden a regular sus emociones tratando de incrementar las positivas del modo que pueden, aunque sea contraproducente para su salud (drogas, sexo, actividades de riesgo, etc.). Williams10 apunta hacia que la exclusión deteriora los sentimientos de control, autoestima, sobre todo, menoscaba la vivencia subjetiva de tener una existencia con sentido. Esto, en algunas personas, da lugar a conductas encaminadas a obtener reconocimiento, la impresión de que uno es alguien que debe de ser respetado, algo que puede ser buscado mediante conductas amenazantes o directamente agresivas.

Naomi Eisenberger et al.11 muestran cómo el rechazo social puede llegar a doler en el mismo sentido en el que decimos dolor físico; se activan las mismas regiones neurológicas. Claro, eso les condujo a la cuestión: si el rechazo social duele como el dolor físico ¿podría ser apaciguado como se hace con el dolor físico?; DeWall et al.12 muestran que, efectivamente, es así. La relación entre el dolor físico y el causado por acontecimientos sociales puede parecer un hallazgo novedoso pero, evolutivamente, tiene sentido; en lugar de crear todo un nuevo sistema neurológico para procesar el dolor social, lo más “económico”, biológicamente hablando, es aprovechar el sistema existente que procesa el dolor físico. Resultados similares de impacto físico, fueron observados en personas que habían sido rechazadas por sus parejas románticas13.

En Pond et al.14 se puede ver tanto una exhaustiva revisión científica sobre las consecuencias psicológicas de la privación del sentimiento de pertenencia. Ofrecen tres agrupaciones de efectos:

Efectos en el procesamiento cognitivo: se produce pérdida de iniciativa, de agilidad de pensamiento y disminuyen las conductas proactivas. También se ve afectada la autoconciencia y la capacidad de análisis de los eventos sociales de un modo realista haciendo que su impresión sobre la sociedad sea cada vez la de algo extraño a ellos mismos.

Efectos en el autocontrol: vivimos mucho más regulados por nuestras interacciones sociales y por la presión de no perder la pertenencia de lo que nos damos cuenta; las recompensas interrelacionales o la evitación de consecuencias sociales desagradables son un primer regulador claro que se va haciendo cada vez más sofisticado. Cuando el sentimiento de pertenencia se ve dañado, la persona se queda sin expectativas sociales –sin recompensa ni castigo– por tanto, la regulación de los propios comportamientos recae enteramente en el sujeto. Aparecen comportamientos como la procrastinación, o impulsividades varias de orden económico o instintivo –sexualidad, comida, sueño, agresividad– que para su regulación acostumbran a tener un gran apoyo en el grupo de pertenencia.

Efectos en los comportamientos prosociales y antisociales: las personas socialmente excluidas tienden a ver agresividad en las más inocentes acciones de otros; van perdiendo la relación solidaria, confiada que todo ser humano va desarrollando en sus más cercanos atribuyéndoles buenas intenciones antes que lo contrario. En particular tenderán a ser personas con menos inclinación a ayudar a otros; mayor tendencia a aproximarse a los demás de modo agresivo; mostrará menos preocupación empática por otros.

Nos vamos a detener en algunas consecuencias con algo más de detalle, pero lo cierto es que, en términos generales, las personas estigmatizadas pierden su lugar en el ordenamiento social, o la posibilidad de tenerlo, por eso un gran número de personas en riesgo de estigmatización excluyente luchan por parecer lo más integradas posible en el grupo dominante llegando a construir unas existencias sometidas por pura evitación del riesgo a ser marcados con el atributo que los devaluaría; de ello nos ocuparemos después. Además, se puede producir un efecto gregario por el cual, quienes padecen algún tipo de estigma, se agrupan con otros que sufren la misma marca para minimizar su sensación de persecución. Esto es un arma de dos filos porque, por un lado, minimiza ansiedades, pero, por otro, en el grupo dominante se puede perpetuar la idea de que la marca compartida verdaderamente les hace merecedores de excomunión social. Es la experiencia de judíos, negros, homosexuales, expresidiarios, extoxicómanos, algunos grupos de autoayuda de enfermos mentales o cualquier otro grupo de personas con algún rasgo socialmente rechazable; un gregarismo protector que, a la postre, dificulta su normalización.

Dignidad y equidad amenazadas en la sociedad contemporánea

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