Читать книгу Dignidad y equidad amenazadas en la sociedad contemporánea - Clara Martínez García - Страница 8
1. CODICIA Y NOMINALISMO
ОглавлениеEvidentemente que no es sencillo identificar las mayores amenazas para la dignidad y la equidad entre los seres humanos. Aún es más complicado remontarse a las causas primeras de esas amenazas. Sin embargo, seguramente son unas y otras constantes en la historia, sin que esto signifique que el tamaño del peligro no pueda crecer y disminuir a lo largo de los siglos.
Enseguida se puede establecer un boceto de lista de las causas lejanas, que partirá del dato actual de que el número de los Estados de Derecho en el mundo es reducido, y lo es mucho más si pasamos por alto que un Estado determinado declare que lo es y firme y jure que asimilará en su legislación los principios que la comunidad internacional va desarrollando a partir de la Declaración Universal de Derechos. Esas firmas, esos juramentos y hasta esas leyes quedan en papel mojado o en burla cuando vamos a la realidad cotidiana de demasiados Estados. Ahora bien, el hallarse protegido por la independencia del poder judicial frente a la arbitrariedad de las tiranías de todo signo es la primera condición para preservar no ya la equidad entre todos sino incluso la dignidad de cada uno.
La raíz de esta hipocresía a gran escala internacional ya la describió Solón de Atenas hace unos dos mil seiscientos años: Nunca nuestra ciudad morirá por decreto de Zeus/(…) Quienes tratan de hundir la ciudad estúpidamente/son sus propios vecinos, pensando en ganancias,/y el juicio perverso de los caudillos del pueblo, llamados/a pagar con dolor su enorme arrogancia;/pues no saben frenar los excesos, ni un límite darle/a la alegría de hoy, calmando el banquete. (…)/Y sin respeto ninguno todo lo roban/y todo lo pillan, sagrado y profano, cada uno a su modo,/y no vigilan los fundamentos augustos/de la justicia (…)/Ya no vuelve a sanar la ciudad que padece esa llaga;/y no tarda en caer en la vil servidumbre/que despierta interna discordia y la guerra dormida1. No es lo divino quien tiene prevista la situación de servidumbre, guerra civil y guerra generalizada. No es destino inevitable (aisa), sino la fuerza persuasiva del dinero, que no solo se apodera de las voluntades de los dirigentes, sino, en realidad, de las de todo el pueblo (chrémasi peithómenoi). Cuando ya se ha fundado un Estado y la sobrevivencia en él parece suficientemente asegurada, se tiende inevitablemente a pasar de la comodidad (euphrosyne) al exceso (koros).
La sociología puede hoy describir los elementos egoístas de la globalización en términos que no se apartarán de este sencillo diagnóstico del hombre justo. Y por cierto que Solón no quiso intentar introducir abruptamente una absoluta equidad en la polis ateniense, sabedor del afán de venganza revolucionaria de los pobres y de la furia represiva de los ricos: le bastó con un equilibrio que no rompiera revolucionariamente el estado de las cosas, quizá previendo las sucesivas reformas democráticas que podrían mucho más adelante ser introducidas en la constitución –de hecho, lo fueron, siempre a costa del ostracismo de los benefactores del Estado, que median en la larvada guerra civil de las clases sociales y logran posponerla indefinidamente–.
Hay un factor en la serie de conceptos de Solón que tampoco se ha hundido con la marcha de la historia, aunque haya caído en desuso y olvido: la apelación a los fundamentos augustos de la justicia. Él la identificaba con Dios mismo, cuando decía, en versos que he saltado arriba, que la justicia calla por ahora –habla solo a través de la acción del ser humano justo que sabe traducirla en leyes efectivas en su comunidad: necesita de este instrumento no divino–, pero conoce a fondo el presente porque ve de dónde ha salido, de modo que “con el tiempo, torna sin falta a vengarse” (más bien, a resarcirse, a restablecer su prelacía que jamás dominó aún ninguna sociedad humana plenamente).
Esta esperanza religiosa y racional del poeta arcaico, inspirada en las revelaciones de la musa a Hesíodo, se muestra interpretada por él, su colaborador, en los prudentes términos a que he aludido; pero lo más importante del mensaje, para nosotros hoy, es subrayar que una fundamentación puramente empirista de las buenas leyes y de los derechos esenciales de cada ser humano es de suyo insuficiente. No al modo en que son insuficientes las reformas políticas prudentes y a veces timoratas, sino en el sentido de que tal fundamento es tan inestable que, con cierta frecuencia, deberá ser retirado, y entonces la equidad se suprimirá –como en un estado de excepción indeterminadamente largo–.
En la actualidad, estas verdades se presentan edulcoradas, pero no lo estuvieron, por ejemplo, en la atrevida pluma de David Hume. Y dada la relevancia permanente de este autor en el trasfondo de las teorías contemporáneas de la justicia y del Estado, considero sumamente interesante consultarlo. Veamos:
En el final de la Sección II de su Investigación sobre los principios de la moral, Hume condensa gran parte de su mensaje en estas palabras: “Parece que no se puede negar que nada puede conceder mayor mérito a un ser humano que el sentimiento de benevolencia en grado eminente; y que una parte al menos de este mérito es debida a su tendencia a promover los intereses de nuestra especie y fomentar la felicidad de la sociedad humana”2. O sea, el sentimiento de benevolencia es la base misma de la sociedad. Todavía en el presente, y desde que tenemos noticia de sociedades constituidas con suficiente solidez, la comunidad extrafamiliar y extratribal se funda en que los seres humanos sentimos el sufrimiento de los demás, sus carencias y también su felicidad; y este sentimiento nos mueve o, por lo menos, procura movernos para consolarlos, satisfacerlos y preservar su dicha. Es quizá extraño, pero así ocurre. Me importa el prójimo; no es tan fácil quedar quieto ante lo que le pasa –hay que forzar un poco esta tendencia general a la benevolencia–. No es que este dato de la actual naturaleza humana sea innato, ni menos que pertenezca a la esencia que ni ella ni nada posee. Es simplemente un dato efectivo, algo devenido a raíz de las propias carencias y de la necesidad de que otros me ayuden. Pero su utilidad es inmensa.
La benevolencia tiene que combinarse con la justicia –he aquí el segundo elemento capital de la doctrina del filósofo– para ser realmente promotora del bienestar general. Nada más evidente que hay que domar nuestra fácil acepción de personas –ya sea meramente egoísta, ya sea benévola– con el correctivo de la justicia. (Por supuesto, el tercer elemento de la ética de Hume, que en realidad es el primero, es el egoísmo, este sí casi esencial, de cada individuo humano. Como en las viejas teorías de los sofistas, preciso de salvaguarda frente al ataque de los demás lobos humanos; la ley nace ahí, pero luego sobrevive, se desarrolla y arraiga en el corazón gracias a que junto al miedo egoísta –jamás eliminable– aparece la benevolencia).
Este preámbulo nos permite entender que Hume afirme inmediatamente que “la utilidad pública es el único origen de la justicia, y que las reflexiones sobre las consecuencias beneficiosas de esta virtud son el fundamento único de su mérito”3. En otras palabras: la benevolencia no fuerza siempre a ejercer la justicia, sino tan solo cuando la atmósfera en que vive el hombre benévolo tiene metas útiles que no se pueden alcanzar más que dando a cada uno lo suyo.
Esta tesis es verosímil si se la ve desde el lado de que en el cielo ya no se hace justicia. Un grupo humano perfecto dejará de regirse por leyes, porque solo reinará en él el amor mutuo. La imagen del banquete gozoso, sin avaricia, sin angustia y sin necesidad de árbitros justicieros, no pertenece solo a la tradición bíblica sino que afloró en la antigüedad en Dióniso, el dios joven, el futuro que reemplazará a Zeus, padre la Justicia (aunque la historia real fue que la utopía dionisíaca hubo de ser contenida por medios políticos y religiosos, antes de que pasara a la anarquía loca que para elle prevé el viejo Eurípides).
Pero el problema surge cuando miramos a la justicia en la perspectiva opuesta. En primer lugar, ¿qué ocurrirá con ella en un ambiente de miseria extrema? La violencia y la injusticia no pueden ser ahí más dañinas que el hambre. El robo y otros procedimientos más crueles reemplazan a las leyes de estados mejores. A su vez, la autodefensa impone echar mano de recursos que serían intolerables antes de la plaga (y ahí el egoísmo casi esencial opera de modo completamente semejante a como lo había hecho en el Leviatán de Hobbes).
He escrito estas frases poniéndome exageradamente en los zapatos del pensador nominalista. Muchos ejemplos de sacrificio por el prójimo recuerdan que incluso en estados de sitio, en campos de concentración y exterminio, la humanidad se diferencia radicalmente de la obediencia al egoísmo. La violencia y la injusticia sí pueden ser ahí, sí son ahí más dañinas que la miseria más terrible. Se me vienen a la pluma relatos de heroísmo, de resistencia, que en realidad dan testimonio masivo de que el amor al prójimo no es lo mismo que la benevolencia de la que habló Hume. La víctima que se hace cómplice de su verdugo mata en ella el reducto, el tesoro de humanidad que aún conservaba en la conciencia –en realidad, lo entierra en un fondo secreto del alma a donde no llega más luz que la mirada de Dios–. Cumple al fin el designio del verdugo: en la profecía de Kafka, este condenado se ha despertado una mañana convertido en un bicho, que era lo que en él quería ver desde el principio su atormentador4.
Pero Hume llegó mucho más allá, en alas del imperialismo colonialista británico que entonces ascendía de modo imparable en la escena histórica: es frecuente que una nación civilizada se las vea con bárbaros “que no respetan ni las reglas de la guerra”. En tal caso, los civilizados “tienen también que suspender su obediencia a ellas, porque ya no sirven a ningún propósito” y hasta han de “hacer cada acción o encuentro tan sangriento y dañino como sea posible”5.
Hay más aún. Puede ser que no entremos en conflicto con bárbaros tan salvajes, sino que nos encontremos con criaturas que, aunque racionales, tengan “tan inferior fuerza de cuerpo y mente que sean incapaces de oponer resistencia y jamás puedan, aunque los provoquemos máximamente, hacernos sentir los efectos de su resentimiento”. La consecuencia necesaria de sus tesis ve entonces Hume que es que, aunque ligados por las leyes de la humanidad, “usemos suavemente de estas criaturas”, la justicia para con ellas no existe. Ellas “no pueden poseer derechos ni propiedades, que son exclusivos de sus arbitrarios señores. Nuestro comercio con ellas no se puede llamar sociedad –cosa que supone cierto grado de igualdad–; sino que consiste en gobierno absoluto de un lado y obediencia servil del otro. Sea lo que sea lo que codiciemos, ellas han de ceder al instante”6.
Hume, quizá asustado de lo que acaba de escribir, afirma en el párrafo siguiente que nuestra relación con los animales es estrictamente así; pero sigue extendiendo el asunto a los “indios” y a las mujeres, aunque reconociendo matices (que en realidad se reducen al grado de fuerte resistencia que unos y otras ofrecen, según lugares y tiempos)7.
En cualquier caso, por intensa que llegue a ser en algunos individuos avanzados la benevolencia, Hume reconoce –sin dar tres cuartos de ello al pregonero, que al fin y al cabo se puede suponer que así es el sentir general no confesado– que no cabe amar a nadie con la intensidad y la constancia y la efectividad con las que cada uno nos amamos a nosotros mismos8. Y en ello está la clave de todo lo demás. Aunque también el recurso heroico del nominalismo pueda consistir en la pirueta de abrirse a la posibilidad de que en algún futuro este rasgo prácticamente necesario y esencial de la naturaleza humana quede cancelado…9.
Así es exactamente la primera aproximación al espíritu antiespíritu de los esbirros del campo de concentración y exterminio, tal como describe haberla vivido Jean Améry: No existe el derecho natural y las categorías morales nacen y pasan como las modas10. De hecho, el espanto que descubre el prisionero –judío sin fe religiosa ni fe política, pero impregnado de cultura alemana– es que los dioses lares de quienes son como él carecen de toda eficacia para resistir la tortura; pero esta indefensión no puede conducir de manera sincera y limpia a empezar de pronto a tener ese tipo variado de fe con el que es patente que otros hacen cara al horror más audazmente que el escéptico.
La clave estaba en el ancla en la transcendencia de esas gentes creyentes –por de pronto, en algo real y enteramente exterior a Auschwitz–. No se les cerraban la historia ni el mundo ni el sentido entre las alambradas del campo.
Améry (Hans Meyer, de nacimiento) clasifica su propia instalación culta en el mundo de tan solo “estética”, pero es que a su alrededor “morían seres humanos y, en cambio, la figura de la Muerte había desaparecido” –la figura romántica de un fenómeno que, estetizado, no es ya sencillamente avatar decisivo de la existencia humana–11.
Extrapolando ligeramente el diagnóstico de Améry, el nominalismo que he descrito en las páginas anteriores remitiría a una concepción global solo estética de la realidad –en un sentido del adjetivo estético sumamente cercano al que empleó Soeren Kierkegaard–. Dentro de ella, los humanos se asocian en el club de los kierkegaardianos casi muertos (synparanekrómenoi). Pero su delectación con la tragedia se trunca repentinamente al llegar no la Muerte sino las muertes innumerables y bárbaras, las muertes de los musulmanes, tal como los recogió allí mismo la pluma desesperada de Primo Levi12.
Los torturadores, los asesinos, como tantas veces ha ocurrido, no eran relativistas, escépticos ni historicistas, sino también creyentes, solo que en una fe sin otra transcendencia que el triunfo mundanal de la raza.
Muy discretamente, Améry reconoce haber tenido que hallar en el fondo de su alma un mínimo espacio libre de angustia, cuyos origen y naturaleza deja sin analizar. Al final de su ensayo, contradice este descubrimiento con unas palabras que parecen un desafío directo lanzado a Emmanuel Levinas para provocarle a refutarlo con reiteración encarnizada. Dice ahí Améry: “Las palabras se extienguen allí donde una realidad plantea una reivindicación total”13. La cuestión es que, en la visión de este testigo, nunca descendemos hasta la base última de la realidad, por más que hagamos duras experiencias, cada vez más traumáticas, de lo que ella es.
Una realidad muda, destructora de las pobres palabras humanas, se corresponde enigmáticamente con un rincón del espíritu a salvo de toda falsa estetización de lo real. De este rincón parte la inconcebible resistencia –pero también parte cualquier fe en la transcendencia–.