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Introducción

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En el encuentro humano,

el Universo se encuentra

consigo mismo,

se reconoce y se celebra.

Desde las profundidades insondables del tiempo, desde todos los rincones de la tierra, adoptando la forma en que cada cultura y época histórica la han moldeado, seguimos escuchando el eco incesante de una voz silenciosa que “sin palabras” repite una y otra vez la promesa más inspiradora que la humanidad haya escuchado: todo ser humano está dotado de la capacidad potencial de re-unirse con la totalidad del Cosmos1, de recuperar sus raíces universales, de volver a sentir que por sus venas fluye la misma energía sideral que estalla en los soles, mueve los mares y sostiene la vida de todo lo que existe2. Todo ser humano puede, a partir de recuperar su unidad original, encontrarse con sus semejantes en el amor. Sin embargo, esta promesa es paradójica. La palabra promesa suele evocarnos la idea de algo que está afuera, en el futuro y lejos. Lo que aquí compartiremos, por el contrario, es tan cercano, tan íntimo, que por lo general pasa desapercibido. No hablaremos entonces de un método y menos de una teoría que habrá de darnos un resultado allá, en el futuro lejano, sino de un recordar aquí y ahora nuestra naturaleza fundamental.

La profunda e ineludible necesidad de sentirnos uno/a con la totalidad de la vida constituye una experiencia humana universal que trasciende a toda religión, filosofía, concepción social o política.

Es probable que todos los seres humanos hayamos experimentado alguna vez esa inexplicable nostalgia, esa sutil sensación de vacío y ausencia que la falta de esta experiencia nos produce. Pero, afortunadamente, también es universal nuestra posibilidad de recuperar la memoria, de religarnos con la Fuente de la existencia.

Infinidad de hombres y mujeres especialmente sensibles, inspirados e inspiradores, a lo largo de toda la historia y la geografía, pertenecientes a los más diversos grupos sociales, teístas o no teístas, han accedido a la experiencia de sentirse súbitamente reunidos con la totalidad, más allá del espacio y el tiempo. Desde esta profunda unidad han experimentado la inefable belleza y la indescriptible dicha de trascender la alienación, el aislamiento y la soledad del ego centrado en sí mismo, bañándose en las aguas de la unidad esencial.

Estos breves fragmentos de un poema de Whitman dan cuenta de esta vivencia:

“La inspiración mana y mana de mí,

me recorren la corriente y el índice.

Pronuncio la contraseña primordial…

Voces desde hace largo tiempo

enmudecidas me recorren,

voces de interminables generaciones,

voces de ciclos de gestación

y de crecimiento,

y de los hilos que conectan las estrellas,

y de los úteros y de la savia paterna,

y de los derechos de los pisoteados,

de los deformes, vulgares, simples,

tontos, desdeñados.

Creo en la carne y en los apetitos,

y cada parte, cada pizca de mí

es un milagro.

Divino soy por dentro y por fuera, y

santifico todo lo que toco o me toca…”.

Innumerables testimonios nos muestran que el acceso a esta experiencia de unidad constituye la condición de posibilidad para despertar la capacidad de reconocernos en todo lo que existe. A partir de este despertar nacen la compasión, la solidaridad, la posibilidad de ponernos en el lugar del otro, comprender sus necesidades, honrar su individualidad irrepetible y, en definitiva, amarlo.

Estas capacidades constituyen los elementos esenciales sobre los cuales puede construirse el entendimiento entre los seres humanos y, por lo tanto, son la condición fundamental para el desarrollo de la paz en el mundo. Es decir, entonces, que el acceso a la experiencia de unidad, lejos de tratarse de un tema abstracto reservado a pequeñas elites de intelectuales, idealistas o esotéricas, pone en juego la opción básica de supervivencia de nuestra especie. Por ende, todo modelo que procure brindar herramientas conceptuales y prácticas para que este retorno a la Fuente se haga posible constituye una medicina fundamental para la crisis que atraviesa la humanidad.

Cada uno de nosotros es portador de esta promesa. La moderna neurobiología está cada vez más interesada en las potencialidades inexploradas de nuestros cerebros, y nos informa que están dotados de las estructuras anatomofisiológicas que brindan soporte físico a esta experiencia.

La psicología ortodoxa descubrió hace mucho tiempo, acertadamente, que las experiencias de unidad podían esconder muchos procesos patológicos y constituir una regresión a etapas muy tempranas del desarrollo infantil. Pero desde una postura etnocéntrica cometió el grave error de considerar que todas las experiencias unitivas consistían en fenómenos patológicos y regresivos y no supo distinguir las formas saludables de esta experiencia ancestral y universal, que ha existido a lo largo de toda la historia humana y en todas las culturas.

Afortunadamente, la psicología actual está trascendiendo estos antiguos prejuicios acerca de la experiencia espiritual. Cada día más centros de investigación en el mundo están explorando los confines de la mente humana y las potencialidades integradoras y curativas de prácticas tales como la meditación, el yoga, el chi kung o el tai chi chuan, por citar sólo unos pocos ejemplos. Todas las culturas poseen formas de atesorar y transmitir el conocimiento que las hace posibles. En el centro más íntimo de todas las religiones se guarda esta promesa como el bien más preciado. Son sus custodios las tradiciones contemplativas cristianas, el sufismo en el islam, la kabalah en el judaísmo, el tantra en India, el taoísmo profundo en China, muchas formas del budismo y el chamanismo en Siberia, América, África y Oceanía.

Lamentablemente, por su parte, muchos representantes de estas tradiciones han negado el valor de la psicología. Cometiendo el error opuesto al anterior, han considerado toda experiencia unitiva como saludable, sin saber distinguir sus manifestaciones patológicas, que las hay y muchas.

Afortunadamente, esto también está cambiando, y cada vez más líderes religiosos se están abriendo a investigar seriamente los posibles desarrollos patológicos de la seudorreligiosidad.

Pero, más allá de estos errores históricos, son sobre todo nuestros corazones los que guardan tanto esa nostalgia cósmica imposible de evadir como el anhelo de trascenderla y recuperar nuestra memoria de integridad.

Sin embargo, aunque todo parecería indicar que, en tanto hijos del Universo que somos, podríamos vivir en plena consciencia de nuestra pertenencia y de nuestra unidad esencial, lo cierto es que, si miramos a nuestro alrededor, la experiencia cotidiana en nuestras ciudades suele devolvernos una imagen muy distinta. Si nos detenemos a contemplar lo que nos rodea cada madrugada en cualquier vagón de tren, subterráneo o bus, es probable que nos encontremos con una interminable caravana de rostros que expresan alienación, soledad, carencia de sentido y profunda incomunicación de cada uno consigo mismo, con sus semejantes y mucho más aún con la vida en su totalidad. Sólo esporádicamente recibimos el regalo de una sonrisa que realmente brilla, de una mirada que trasunta vida y entusiasmo, de un rostro que contagia alegría.

El contacto con la naturaleza, la sensibilidad hacia el propio mundo interno, el aprecio y respeto por la vida en todas sus formas, la expresión genuina de las emociones y el encuentro auténtico con el prójimo, lejos de ser la norma, se están convirtiendo cada vez más en las excepciones de nuestra cotidianeidad. Poco a poco vamos cayendo en la trampa de una sociedad que se asienta cada vez más en el desprecio por los otros, la indiferencia, la insensibilidad, la competencia salvaje entre las personas y los pueblos, el trabajo compulsivo y alienante, la búsqueda incesante y a la larga siempre frustrante de satisfacciones materiales inmediatas, el descuido de la naturaleza y la desvalorización sistemática de todo lo que esté relacionado con la sensibilidad, con lo sutil y lo íntimo.

¿Qué ocurre durante el proceso evolutivo de casi la absoluta mayoría de las personas para que aquel contacto original y pleno con la existencia se pierda?

Estamos enfrentándonos a dos observaciones científicamente reconocidas y, sin embargo, profundamente paradójicas:

1. Todo lo que vemos a nuestro alrededor, desde lo que podemos tocar hasta lo que existe a millones de años luz, provino de un mismo origen, conocido científicamente como el Big Bang. Todo está constituido por los átomos básicos conocidos hasta el presente, y todos ellos surgieron de los dos iniciales: hidrógeno y helio. Estos, a su vez, se formaron en las estrellas gracias a la gravedad, y cuando éstas estallaron salieron hacia el exterior en forma de nubes de polvo cósmico que al concentrarse formaron todos los planetas, entre ellos la Tierra y todo lo que existe en ella, incluidos nosotros. Decir, como Carl Sagan, que somos “polvo de estrellas” constituye una verdad literal. Cada uno de nosotros es el Cosmos adoptando una forma individual, somos Universo humanizado. Sin embargo, desde una peculiar forma de interpretar la realidad, los seres humanos pasamos a sentirnos separados de este origen común.

2. Simultáneamente, pese a toda la evidencia científica que nos muestra que provenimos de un mismo y único origen, la experiencia subjetiva de la mayoría de los seres humanos no se condice con estos datos. Por el contrario, nuestro paso por la vida suele estar marcado por una profunda experiencia de alienación, de separación del Universo, de soledad cósmica y en muchos casos también humana. Todo aquello que se extiende más allá de nuestra limitada identidad nos atemoriza profundamente. Somos algo así como manzanas que se sienten distintas del árbol del cual provienen; como montañas que miran con recelo la tierra de la que han emergido. La experiencia humana podría graficarse en la siguiente metáfora: imaginemos que alguien arroja al mar una botella vacía que poco a poco comienza a llenarse de agua. Si el agua de mar que quedó en el interior de esta botella tuviera cualidades humanas, al poco tiempo comenzaría a preguntarse: “¿qué es esta extraña sustancia líquida que me rodea? ¿qué me pasaría si esta sustancia me invade o si mi envase se rompe y me diluyo en ella?”. Poco a poco, el terror de volver a ser lo que, en realidad, siempre fue haría de la “vida” del agua en esa botella una experiencia muy amarga.

Sostener que somos uno con el Universo no es metafísica. Es una afirmación basada en una enorme cantidad de evidencias y no hay ningún dato de la ciencia que pueda refutarla. Por lo tanto, no estamos aquí ante un problema filosófico sino metodológico: ¿Cómo podemos ayudar a las personas a darse cuenta de esta realidad?

Interacciones Primordiales constituye un modelo de desarrollo humano que procura comprender la naturaleza del estado de unidad original de la mente, el proceso en que éste es perdido y el camino por el cual puede ser recuperado. Y lo hace mediante una metodología vivencial, práctica y sencilla que es completamente compatible con cualquier camino cultural, social, político o religioso que uno ya esté transitando.

Como lo afirmaba en el prólogo, no estoy hablando aquí de la promesa de un mundo perfecto, de un estado idílico al que todos llegaremos algún día. No es éste un “gran relato” que apunta hacia una promesa vaga, allá en el futuro, puesto que entonces se tornaría en otro motivo de disociación del momento presente. Lo que intento es señalar la posibilidad concreta de abrirnos a un estado de percepción y vivencia, aquí y ahora, que nos devuelva la unidad que tanto añoramos.

Este libro está dedicado a ese viaje del que todos somos protagonistas, del que usted es protagonista: el emerger de la totalidad de la vida como individuos que habrán de expresarse y realizarse como tales, sufrir la experiencia de la alienación y la soledad sin escapismos, para luego reconocer su origen y retornar a la unidad primigenia aquí y ahora, en plena vida. Semejante aventura puede ser experimentada con plena consciencia o de una manera mecánica e inconsciente. Pero en todos los casos habremos de transitar el mismo camino. Este trabajo constituye una invitación a realizar esta odisea de la consciencia plenamente despiertos, honrando el infinito misterio del que provenimos en la apertura a los pequeños gestos cotidianos. Procura brindar una descripción clara de todos los procesos mentales que inhiben nuestra capacidad de experimentar el éxtasis de la unidad, así como de todas las potencialidades psicoespirituales que nos permiten trascender estos límites, sanarnos y volver al único camino en el que el alma brilla: el amor.

1 Ken Wilber prefiere utilizar el término Kosmos, que describe la forma en que los griegos concebían el Universo, antes de que el materialismo cientificista lo convirtiera en “cosmos”, es decir, mera materia sin sentido ni finalidad. Este “Kosmos” es a su vez considerado como el entretejido global, consciente y transfinito que todo lo contiene. Yo he decidido utilizar los términos Cosmos y Universo, con mayúsculas, para significar lo mismo.

2 Soy consciente de que con esta primera frase estoy mal predisponiendo a todos aquellos que se sienten afines con el pensamiento posmoderno. Desde que Lyotard decretó la muerte de los “grandes relatos”, toda idea de una promesa es vista por ellos con muy mala cara. Por ello considero oportuno señalar que la promesa de la que hablo aquí es muy distinta de aquellas que Lyotard criticaba (religiosas, marxistas, iluministas o capitalistas).

No es éste otro “gran relato” acerca de un mundo perfecto. No me refiero aquí a ninguna promesa que hable de un futuro idealizado y que nos proyecte hacia metas tanto inalcanzables como idílicas, sino de una cualidad perceptiva, cognoscitiva y vivencial que transforma la experiencia inmediata de quien la realiza, aquí y ahora.

El vínculo primordial

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