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LAS ACTITUDES HUMANAS BÁSICAS FRENTE A LA INCERTIDUMBRE ONTOLÓGICA

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La incertidumbre ontológica es esa difusa sensación de inquietud existencial, producida por la toma de consciencia del carácter inasible del Ser, por el misterio de nuestros orígenes y nuestro destino, por la falta de certezas absolutas acerca de los aspectos más profundos de la vida. No existe ninguna respuesta definitiva y aceptada por todos acerca de quiénes somos, de dónde venimos ni hacia dónde vamos. La vida humana transita sobre este inquietante trasfondo.

Los seres humanos podemos convivir, enfrentar o intentar eludir esta inquietud por medio de varios recursos que a lo largo del tiempo se han ido sistematizando e incluso institucionalizando24. Veamos algunos de estos:

El fundamentalismo. Esta opción, a diferencia de la auténtica religiosidad, consiste en abrazar alguna forma de dogma que nos “explique” el misterio de la vida en pocas palabras y nos alivie de la angustiosa sensación de estar colgados del vacío.

Desde el momento en que esta modalidad constituye una forma de defendernos de la angustia existencial, como toda conducta defensiva, suele tornarse muy rígida y hasta agresiva. Por provenir del miedo, el fundamentalismo es realmente peligroso. En su necesidad compulsiva de exaltar una sola verdad, declara abiertamente la guerra a las diferencias, a lo múltiple, a la variedad, a lo complejo, a lo inasible. La famosa frase de un tristemente célebre presidente de los Estados Unidos: “Dios no es neutral”, encarna esta mirada fanática y violenta en toda su intensidad.

En tanto pretende constituirse en una garantía para protegernos de la sensación de vacío y absurdo, es fundamental que “nuestro” dios sea el verdadero, pues si no, estamos perdidos. Por lo tanto, todo otro dios, y por supuesto sus seguidores, son para nosotros una amenaza. Ésta es la raíz del fundamentalismo, una de las principales causas de la mayoría de las atrocidades cometidas por la especie humana.

El fundamentalismo es una psicosis colectiva disfrazada de religiosidad, y es precisamente este disfraz y su arraigo en temores tan profundos e inconscientes lo que lo torna tan peligroso.

A diferencia del pasado, en nuestros días la mayoría de los fundamentalismos cuenta con armamento nuclear. Es preciso entonces tomar muy en serio los peligros asociados a esta forma de ver el mundo. Por esta razón insisto tanto en que lo que aquí estamos tratando no es un tema abstracto o místico. Se trata de nuestra supervivencia.

El cinismo, que en muchos casos constituye una reacción comprensible al fundamentalismo, consiste en quitarle sentido a la pregunta misma y afirmar que el solo hecho de formularla es un rasgo neurótico proveniente de mentes primitivas, inseguras e infantiles.

Esta opción, por lo general cargada de intelectualismo, suele terminar propiciando una actitud negadora que no hace más que ocultar y aumentar en lo profundo la intensidad de lo que pretende negar.

Cuando el cinismo se organiza como discurso suele terminar en su forma extrema: el nihilismo25.

El cientificismo mecanicista-materialista. La opción cientificista, a diferencia de la auténtica actitud científica, consiste en elevar la ciencia a la categoría de ídolo, y fantasear con la hipótesis de que la razón humana, idealizada hasta la omnipotencia, podrá en algún momento comprender y explicar la totalidad de los procesos universales, su origen, su devenir y su destino último. Esta forma de cientificismo sueña con un momento en el que todo será predecible en términos causales y mecánicos. Esta opción aborrece el misterio y más aún el caos y la complejidad. Descalifica con la misma actitud del fundamentalismo toda forma de conocimiento que no se ajuste a sus rígidos parámetros. Carece de la humildad que caracteriza al auténtico pensamiento científico y su lento pero inexorable avance hacia la comprensión de la realidad.

El esoterismo new age y la seudociencia. La Nueva Era no es ninguna organización, ni una secta, ni una religión; ni siquiera es una escuela filosófica como tal. Quizás sólo se la podría calificar como un movimiento; pero como tal es tan amplio, tan rico y en algunos casos tan contradictorio que resulta muy difícil, por no decir imposible, definirlo. Salvando y respetando esta limitación, podría decirse que este movimiento, en sus mejores expresiones, afirma que la humanidad está siendo afectada por grandes procesos de cambio que determinarán, en más o menos tiempo, la emergencia de un nuevo sistema de convivencia, basado en la justicia, la fraternidad, la equidad, el respeto de la individualidad, la libertad, el cuidado del medio ambiente, el desarrollo de nuevas potencialidades personales y el resurgimiento de la espiritualidad como motor de la evolución humana.

En sus aspectos menos prometedores, la Nueva Era ha sido también vinculada con el auge del uso indiscriminado de drogas; con diversas sectas rayanas en el delirio o decididamente delirantes; con el ataque desmesurado e inconsistente hacia ciertas instituciones científicas y religiosas; con la apología del ejercicio ilegal de la medicina y la psicología; con diversas formas de pensamiento mágico y con la comercialización de productos y métodos absolutamente inocuos (en el mejor de los casos) como supuestos elixires de salud, belleza, riqueza, juventud eterna y realización espiritual instantánea.

Dada la amplitud de este movimiento y la falta de una estructura orgánica única con la cual se lo pueda identificar, sólo pueden ser conocidas sus expresiones a través de la impresionante cantidad de pequeñas, medianas y grandes organizaciones que lo constituyen, las cuales van desde pequeños grupos de autogestión hasta grandes fundaciones internacionales u organizaciones de bien común, solidaridad, ecología, ciencia, espiritualidad, etc. Sólo en cada caso particular puede determinarse cuándo una organización, una secta, un método de meditación o lo que fuere es un producto serio o mera charlatanería.

Las manifestaciones más saludables de la filosofía new age han ayudado a muchas personas a recuperar el cuidado de su salud, a mejorar su dieta o a buscar alguna forma de desarrollo espiritual. Las formas menos felices de este movimiento, por su parte, se caracterizan por recurrir a la formulación de concepciones aparentemente profundas que ocultan sus carencias de fundamentos empíricos detrás de una jerga seudocientífica. A diferencia del cientificismo, esta opción no plantea que la razón humana alcanzará la comprensión absoluta del Universo en un futuro predecible, sino que esta comprensión ya ha sido alcanzada por mentes privilegiadas del pasado, pero que sólo puede ser accesible a aquellos elegidos que están capacitados para aceptar y comprender sus formulaciones (por lo general, sin juicio crítico alguno).

La ciencia. El pensamiento científico, a diferencia del cientificismo, no eleva la razón a dimensiones omnipotentes ni hace de la ciencia un ídolo que reemplaza a Dios. Por el contrario, la auténtica ciencia consiste en un avance lento, humilde y despojado de todo prejuicio hacia el infinito espacio de la realidad.

El reclamo de verificación y comprobación que realiza la ciencia no implica, necesariamente, la descalificación de formas alternativas de exploración que vayan más allá del empirismo materialista. Hasta el mismo Karl Popper, quizás el más famoso de los positivistas del siglo pasado, se alejó críticamente de los círculos positivistas extremos. La auténtica ciencia está genuinamente abierta a toda forma de exploración honesta, cuyos métodos sean explícitos y cuyos resultados sean reproducibles. Constituye una de las formas más nobles de servicio; por lo tanto, nunca puede estar despojada de valores, amor y sensibilidad. La ciencia auténtica danza con el misterio y sabe que esta danza no tiene fin.

La contemplación. La actitud contemplativa, por su parte, invita a una simple apertura experiencial a la existencia y, fundamentalmente, a la propia interioridad. Lejos de formular modelos rígidos, sostenidos en el fundamentalismo religioso o científico, ajena a los dogmas y a las verdades absolutas, la contemplación se asienta en la percepción permanente del aquí y ahora y del flujo de la vida como la mayor fuente de conocimiento.

En lugar de perderse en discusiones teológicas tantas veces estériles, la contemplación permite el florecer de la compasión, el servicio y la entrega al prójimo.

Estas dos últimas, ciencia y contemplación, son precisamente las modalidades que he intentado honrar en este libro, al tiempo de respetar las antiguas intuiciones provenientes del pensamiento mágico-mítico ubicadas en su justo contexto.

Las tradiciones contemplativas, que se encuentran en el corazón mismo de las grandes religiones, afirman que todos los seres humanos, sin excepción, tenemos la capacidad potencial de acceder a la más maravillosa experiencia que podamos concebir: la de sumergirnos en la Fuente Primigenia de la vida, la energía y la conciencia; la posibilidad de reintegrarnos a nuestro propio Ser original y sanar la más profunda de nuestras heridas: la disociación existencial, la ruptura con nuestras raíces universales. Es decir, la posibilidad de volver a bañarnos en el Océano Original de la Existencia, de acceder al éxtasis primigenio, a la dicha suprema. Como ya lo he afirmado, esta es la más bella promesa que los seres humanos podamos recibir, y puedo afirmar que constituye una promesa veraz.

Sin embargo, estas tradiciones no han logrado explicarnos los dinamismos psicológicos que determinan la pérdida de esta unidad, y por lo tanto, en muchos casos, terminan siendo ingenuas, pues buscan llegar a lo esencial sin enfrentar las capas de patología que nos impiden recontactarnos con la vida. Tal forma de encarar este desafío suele terminar produciendo miradas seudoespirituales que ocultan, detrás de su jerga trascendentalista, profundas dudas nunca enfrentadas. Sin embargo, es importante saber que es totalmente posible aprender a integrar ambas miradas y alcanzar un estado de mayor armonía y completud.

Es preciso reconocer que, en muchos casos, lo que suele llamarse “experiencia mística” es en realidad un fenómeno regresivo y patológico, en el que, en lugar de retornar al origen, estamos retrocediendo a estadios infantiles mediante delirios y alucinaciones. Afortunadamente, existen caminos para corregir esta distorsión.

Por su parte, la mayoría de las escuelas psicológicas, pese a haber desarrollado una profunda comprensión de la mente, se ha cerrado a investigar sin prejuicios sus dimensiones trascendentes, movidas por un rechazo a lo anticientífico que, después de tantos siglos de oscurantismo, por cierto es comprensible. Sin embargo, esta actitud ha empobrecido enormemente a la psicología, que no ha empezado a comprender, sino hasta hace muy poco tiempo, que para investigar las profundidades trascedentes del ser humano no es preciso recurrir a teorías fundamentalistas ni a dogmatismos seudorreligiosos.

Como afirmábamos más arriba, muchas experiencias llamadas místicas son en realidad episodios psicóticos (los tristemente célebres suicidios en masa de tantas sectas seudoespirituales son un dramático ejemplo de esto). Pero no toda experiencia espiritual responde a una psicosis, e incluso en toda experiencia psicótica podemos llegar a encontrar algún atisbo de espiritualidad. Es decir que esta realidad es mucho más compleja de lo que parece a primera instancia, y las posturas radicales y negadoras de opciones intermedias, matices y posibilidades de integración nunca nos llevarán a ensanchar nuestra comprensión.

Es tiempo entonces de profundizar y sistematizar el abrazo ya anunciado entre las tradiciones espirituales y la psicología moderna. Es preciso crear métodos prácticos y efectivos de trabajo terapéutico y educativo para llevar este abrazo a la vida cotidiana, a los hogares, las escuelas, los hospitales y las empresas. Pero esta tarea sólo será posible si empezamos por asumir el enorme desafío de recuperar el diálogo entre la ciencia empírica y la contemplación interior, la psicología y la espiritualidad, la terapia y la meditación26.

Hemos visto que una de las opciones que el mundo actual ofrece para evitar esta situación consiste en participar de subculturas que se mantienen aferradas a mitos y dogmas que les aportan una cierta sensación de pertenencia y tranquilidad. Pero todos estos grupos pertenecen al conjunto de la sociedad, y por lo tanto, en algún plano de su consciencia, sus miembros saben que la ciencia ha asestado golpes muy duros al pensamiento mítico-religioso fundamentalista. Esto hace de esa sensación de pertenencia algo tan frágil que jamás podrá compararse a la experiencia de quienes vivían en las antiguas sociedades hegemónicas, donde todo el mundo participaba de un mito central e incuestionable. Aquellos tiempos han quedado muy lejos de nuestro acceso y la solución a nuestros males no consiste en volver hacia atrás. Nuestras conquistas como librepensadores jamás nos perdonarían el regreso a modelos culturales cerrados, donde todo el mundo debía pensar y sentir lo mismo. Sin embargo, es también muy difícil asumirnos como herederos de una cultura a la cual la ciencia materialista ha casi convencido de que habita un Universo carente de todo sentido, descripto como un reloj gigantesco, regido por leyes mecánicas e inamovibles donde sólo somos una pieza más. Nadie quiere concebirse a sí mismo como el resultado de una máquina ciega y absurda, sin origen ni sentido.

Frente a tales descripciones del Universo, es comprensible que tanta gente en nuestras sociedades prefiera sentir que no proviene de, ni se dirige a ninguna parte.

El vínculo primordial

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