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LA JUSTIFICACIÓN DE LOS ESTUDIOS SOBRE LA CONSCIENCIA ANTE LA CRISIS ACTUAL

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Hace algunos años fui invitado a dictar una conferencia sobre la evolución de la consciencia en la Universidad de Barcelona, en el mismo día en que en todas las grandes ciudades del mundo se realizaban marchas contra la inminente invasión de Irak por parte de las tropas de George Bush. Antes de comenzar dicha conferencia, un estudiante se me acercó para preguntarme si, ante todo el horror que estaba a punto de desencadenarse, era correcto que yo me pusiera a disertar sobre algo tan abstracto y subjetivo como la consciencia.

Sincrónicamente, la mañana anterior, en un hotel de Ecuador, había encontrado un periódico con la imagen de un cómic más elocuente que todo lo que yo pudiera decir, y la había conservado para incluirla en mi presentación. Por aquellos días, los inspectores de la ONU se afanaban por encontrar las supuestas armas químicas que justificaban la invasión de Irak, pero no encontraban nada. En esta imagen, se observa a dos inspectores que, cansados de buscar por fuera, se habían decidido a buscar dentro de las cabezas de George Bush hijo y de Saddam Husein, y ambos se asomaban por arriba diciéndose uno al otro: “… Nada aquí”, “… Nada acá”.

La guerra del Golfo constituyó claramente un acontecimiento socioeconómico-político de carácter global, y por cierto uno de los más dramáticos del siglo. Sin embargo, todo el espanto que sobrevino en esos meses estuvo supeditado a las decisiones de dos personas que, a pesar de haber estado inmersas en contextos socioeconómico-políticos y culturales y más allá de todas las presiones y manipulaciones externas que hayan recibido, tuvieron que enfrentarse a sus consciencias para hacer lo que hicieron: enviar a decenas de miles de personas (la absoluta mayoría civiles inocentes, como en todas las guerras) a una muerte segura.

Atravesamos una época plagada de conflictos sociales, enfrentamientos bélicos, hambrunas, terrorismo de todo tipo y desde todos los frentes, enfermedades desconocidas y una crisis ecológica que subyace a todo este caos amenazando con borrarnos del mapa universal en cualquier momento.

Es ciertamente difícil escribir acerca de la importancia de llevar la mirada hacia adentro, hacia nuestra propia conciencia, en medio de tanto dolor social. Fácilmente podría interpretarse este planteo como otra forma de evasión de los “verdaderos problemas”, de los “asuntos reales”. Aunque no la comparto, debo asumir que comprendo esta objeción, pero es obvio que esto puede llevarnos a una discusión bizantina. Todo planteo interior que evita el compromiso con la realidad social termina siendo reaccionario. Y al mismo tiempo, todo planteo social que evita la necesidad de contactarse con la transformación interna, con la evolución de la conciencia en lo más profundo de cada ser humano como individuo, termina siendo un proyecto panfletario, sin esencia, sin mística, y no tarda en derrumbarse como un árbol sin savia. No hace falta que relate yo aquí la cantidad de revoluciones que nacieron con la promesa de un mundo mejor y más justo, para terminar siendo el feudo de poder de un gobierno dictatorial y elitista. El poder en manos de personas no evolucionadas y sin desarrollo interior es siempre peligroso. Más allá del signo político o la ideología, el tema central termina pasando por las personas y su conciencia (la que obviamente está influenciada por lo ambiental, lo sociocultural y lo político-económico, en un feed back permanente).

Nuestra época está constituyéndose poco a poco en una oportunidad inédita para la evolución de la conciencia humana. Nadie puede continuar negando que, tras haber superado casi milagrosamente el peligro de una hecatombe nuclear, se ciernen ahora sobre todos nosotros las posibilidades concretas de una deflagración ambiental globalizada; de la generalización de la exclusión social, con sus secuelas de miseria y violencia; del avance de la drogadicción (tanto la legalizada, bajo su disfraz de medicamento, bebidas alcohólicas o cigarrillos, como la ilegal), o las consecuencias impredecibles de la escandalosa corrupción política, jurídica y financiera que recorre el planeta.

Sin embargo, y simultáneamente, es también innegable la espectacular profusión de teorías, métodos y prácticas para la evolución de la persona y los grupos humanos que podemos contemplar en nuestros días.

Más allá de la seriedad o solidez teórica y práctica que muchos de estos caminos de crecimiento puedan evidenciar, y de las extravagancias (y a veces delirios) de algunos de sus mentores y gurúes new agers, lo cierto es que nuestra época constituye una ocasión nunca antes presentada ante la humanidad como conjunto.

Todos los pueblos, de todos los tiempos y de todos los rincones del planeta, han contado con alguna u otra forma de filosofía, psicología, metodología y tecnología específica, destinadas a la evolución de sus miembros en cuanto personas. Desde las más rudimentarias hasta las más sofisticadas; desde las más humanistas hasta las más trascendentalistas; desde las más ascéticas hasta las más sensuales, infinidad de concepciones han ido surgiendo y creciendo a lo largo de la historia, en todas las geografías y siempre con el mismo objetivo: la evolución de la conciencia humana. Pero nuestra época posee un signo distintivo: el carácter global de las oportunidades de crecimiento interior.

Si bien los métodos de crecimiento han existido en todos los tiempos, por lo general han estado reservados, sobre todo en sus aspectos más profundos, a pequeñas elites.

Los chamanes, los sacerdotes, los monjes, los místicos, los artistas, casi siempre han conformado pequeñas minorías para las cuales existía un saber especial, “esotérico”, “oculto”, “superior”.

Muy por el contrario, nuestros días están signados por la apertura, por la grandiosa posibilidad de recibir y entregar el conocimiento, de compartir las vivencias y de crecer comunitariamente. La evolución de la conciencia ha dejado de ser un tema secreto propio de doctos e iluminados y ha pasado a ser un tema de supervivencia, tan importante como la educación, la salud, la alimentación o la vivienda.

Sin embargo, pese a que ya no podemos hablar de pequeñas elites propietarias del saber, siguen existiendo multitudes de seres humanos sin acceso a muchas formas de conocimiento. Las mismas masas que son excluidas del acceso a los bienes materiales, la salud o la educación son también privadas de las posibilidades de un trabajo interior sistemático. De allí que todo abordaje acerca de la naturaleza humana y su posible evolución enfrente hoy un desafío difícil de imaginar hace apenas algunas décadas atrás.

Todo enfoque sobre la evolución de la conciencia ha dejado de ser un divertimento intelectual o una cuestión de vocaciones sofisticadas, para pasar a constituirse en un tema de supervivencia para la especie.

El desencadenamiento incontrolable de todos los graves riesgos para las posibilidades de vida en esta tierra, que mencionaba más arriba, depende, en la mayoría de los casos, de las decisiones de seres que no se han desarrollado íntegramente como personas. Seres perturbados, violentos, paranoicos, de escasa sensibilidad; verdaderos enfermos mentales que en lugar de trabajar por dentro han elegido actuar su locura hacia afuera, llegan, muchas veces merced a su misma locura y la de quienes los rodean, a ocupar cargos que les brindan acceso a un poder escalofriante. Hoy nos resulta muy simple hacer este diagnóstico cuando recordamos a personajes como Stalin, Hitler, Mussolini o Franco; pero ¿qué ocurre con tantos seres perturbados que dirigen nuestros destinos sociales aquí y ahora? ¿Quiénes ocuparán estos lugares históricos para los estudiosos del 2050?

A los seres humanos no nos ha sido dada la posibilidad de ser inocuos. Me atrevería a decir que como personas adultas sólo tenemos tres grandes opciones: 1) crecer, desarrollarnos, actualizar nuestras potencialidades y dejar emerger nuestra sabiduría, nuestra solidaridad, nuestra “humanidad”; 2) ir en contra de nuestra necesidad de desarrollo interior, truncarnos, pervertirnos y convertir nuestra frustración interior en odio, competencia y necesidad de dominación, o 3) ser tibios dependientes de los primeros o cómplices silenciosos de los segundos.

Obviamente, nadie elige uno u otro camino con absoluta libertad y consciencia de lo que hace. Un dictador empieza a construirse desde la más temprana edad. Un vándalo es alguien que ha sido vandalizado mucho antes de llegar a agredir a otros. Nadie viola sin haberse sentido de alguna forma violado. Todo torturador ha conocido la tortura en alguna de sus expresiones.

Partiendo de este duro diagnóstico, tenemos que asumir que todo abordaje de la problemática de la conciencia humana como fenómeno evolutivo debería incluir el compromiso de sanar la profunda enfermedad existencial que corroe a nuestra cultura, que nos corroe a todos. Los nuevos enfoques sobre la consciencia que pretendan ser significativos tendrán que incluir una dimensión práctica, educativa y de amplio alcance social.

Así las cosas, difícilmente podríamos hablar de lo personal sin incluir también lo social; y mucho más difícilmente de evolución sin incluir la sanación. La evolución de la conciencia, por definición, abarca todas estas dimensiones (lo físico, lo biológico, lo psicológico, lo cultural y lo social) en una sola expresión. Evolucionar lleva implícito sanar, y viceversa; tanto en lo personal como en lo social.

Integrando la mirada interior y exterior, personal y social, científica y espiritual, el modelo que aquí comparto constituye un espacio de encuentro e intercambio para todos aquellos que comprenden que cualquier actividad humana, ya sea en el campo de la salud, la educación, las artes, la política o las empresas, sólo adquiere auténtico significado si forma parte de un proceso destinado al crecimiento integral de la persona.

Para quien esté auténticamente interesado en el crecimiento de sus empleados, alumnos o hijos, la pregunta fundamental ha de ser siempre si cada propuesta de trabajo o de aprendizaje que brinda le está sirviendo a esta persona específica, en este momento concreto de su vida, para ser y sentirse mejor; descubrirse y apreciarse tal como es, cambiar en la dirección que ella lo desea, tener encuentros más significativos con los demás e ir descubriendo día a día un sentido más profundo y trascendente en la vida.

El corazón del Flujo Primordial del Universo13, de esta corriente de vida que recorre el Cosmos, radica en su infinita creatividad y expresividad. Todo lo que vemos a nuestro alrededor es manifestación de este poder universal que se expresa en la diversidad más inabarcable. Cada galaxia, sistema solar, planeta, medio ambiente y ser vivo es Universo expresado, hecho realidad manifiesta e individualizada. De la misma manera, todo lo creado está preñado de este impulso original a la realización, a la expresión. Desde el volcán que erupciona hasta el poeta que crea, desde la estrella que estalla hasta los amantes que explotan y se fusionan, todos somos eternos bigs bangs en permanente explosión y contracción. Es por esta razón que la cosmología y la psicología, en esencia, estudian lo mismo, la misma realidad en sus infinitos campos de expresión, más allá de las leyes peculiares que las ordenan y de las diferentes formas de “caorden” en que ocurren.

Por esta razón todos los seres humanos, sin excepción, necesitamos conocer y expresar nuestras emociones y afectos. Necesitamos espacios para el juego y el regocijo. Nuestras capacidades creativas, que están presentes en todos y cada uno de nosotros, requieren de herramientas y métodos para aflorar sin juicios ni críticas. Nuestra inteligencia, muy superior en todos los casos a lo que creemos, precisa de estímulo y procedimientos eficaces para su desarrollo y expresión. Como veremos más adelante, no hay espacio donde el Flujo Primordial del Universo se nos exprese con más evidencia que el que existe entre dos seres humanos que se encuentran, que en el “entre”. Por ello, nuestra necesidad de tener encuentros significativos con el prójimo es tan profunda que no podemos frustrarla sin pagar un alto precio físico, mental y espiritual. Y nuestra necesidad trascendente de encontrarle un sentido al trabajo, a nuestras relaciones, a nuestros pesares, requiere de un entorno en el que el encuentro espiritual y la reflexión compartida sean habituales y profundos. Desde esta perspectiva, el ser humano es concebido como una fuente infinita de recursos y potencialidades (corporales, afectivas, intelectuales, espirituales) que buscan expresarse en realizaciones concretas.

Cuando las condiciones alienantes de la vida contemporánea limitan nuestro espacio expresivo, nuestras potencialidades naturales comienzan a frustrarse y la enfermedad (tanto individual como social) empieza a gestarse en el núcleo de nuestro ser.

Una de las primeras objeciones que suele aparecer frente a este tipo de propuestas es la de tipo económico. ¿Por qué habría de interesarle a un empresario el desarrollo personal de sus empleados? Frente a tantas urgencias materiales, ¿a quién podría preocuparle el crecimiento personal de la comunidad? La estrechez de miras de estos planteos es muy preocupante, pues impide apreciar que, aun desde una perspectiva estrictamente económica, el bienestar interno de las personas es uno de los pilares también del crecimiento material, tanto de las empresas e instituciones como de la sociedad en su conjunto. Ninguna agrupación de personas infelices o maltratadas puede llevar al progreso sostenido. Hasta los más poderosos imperios de la historia han caído bajo al peso del dolor que produjeron.

Es mucho más sencillo, rápido y económico brindarles a las personas espacios para su libre expresión y realización que tener los hospitales llenos de enfermos, las cárceles y las calles llenas de delincuentes, las escuelas llenas de alumnos repetidores y las empresas llenas de personas frustradas e insatisfechas.

Es muy lamentable que nuestra sociedad no haya aprendido aún a evaluar el enorme costo social de la desdicha. Detrás de cada enfermo que sufre, de cada mujer golpeada, de cada persona asaltada y de cada asaltante abatido; de cada corrupto, de cada niña violada, de cada alcohólico o drogadicto; en definitiva, detrás de cada persona que sufre y hace sufrir, hubo alguna vez un proyecto vital que fue truncado, un sueño que se derrumbó, una pérdida de contacto con el Flujo Primordial que nos constituye y renueva segundo a segundo.

Y éste no es un planteo naíf. No estamos hablando de llevar flores a las cárceles para iluminar y sensibilizar a los asesinos múltiples con un gesto de amor; estamos hablando de educar desde la raíz de la vida. De tomar consciencia del enorme beneficio para la sociedad que traería aparejado el garantizar condiciones dignas en cada etapa de la existencia humana. El bebé recién nacido, que hoy es arrojado a un tarro de basura por una adolescente heroinómana, puede ser el hombre que dentro de veinte años viola y asesina a la hija de un acaudalado empresario, que hoy da vuelta la cara ante esta realidad. Todo nos toca a todos, estamos en el mismo barco y vamos hacia el mismo puerto.

A todos nos interesa aprender disciplinas nuevas, saber más, desarrollar habilidades y competencias. Nos encanta la idea de “empoderizarnos” y actualizarnos, pero muy frecuentemente nos olvidamos de que mucho más importante que el hacer es el ser. Por esta razón, si bien es absolutamente respetable el impulso al desarrollo de capacidades y el deseo de alcanzar el mejor nivel posible en todas las disciplinas que practicamos, es preciso no olvidarnos de poner siempre el acento en la persona, en el Ser. Si esto no es así, ¿qué sentido tienen una empresa, una escuela o un hospital? ¿El mero lucro? ¿la mera adaptación de los alumnos? ¿la curación de “enfermedades”? ¿O el brindar un espacio vital y significativo a la gente que trabaja, los niños que aprenden y las personas que se enferman?

Para alcanzar este importantísimo bien personal y social, es preciso formar individuos capaces de crear climas humanizados y motivadores en cualquier espacio en el que les toque actuar. Y para aquellos que no están interesados en una formación sistemática, lo importante es detenerse un minuto al día, reflexionar acerca de todas las dimensiones que nos constituyen como personas y luego preguntarse: ¿estoy haciendo algo para desarrollarme en toda la rica gama de aspectos que poseo? ¿Qué estoy haciendo por mi cuerpo, por mis afectos, por mi desarrollo intelectual, por mi necesidad de expresarme artísticamente, por mi voluntad de servir, por los seres que amo y por mi vida espiritual? Pero claro, dado el trajín de nuestras vidas, ¿es posible siquiera sentarnos a pensar en todo esto? Esta es quizás la mayor trampa de nuestra vida moderna. Nuestra preocupación permanente por lo urgente no nos deja tiempo para lo importante.

Cuando logramos salir de la trampa de la urgencia, comprendemos que disponer de tiempo y energía para lo esencial es la “inversión” más sabia y “redituable” de nuestras vidas, aun en términos económicos y tanto para el individuo como para las organizaciones o sociedades.

La salud y el crecimiento personal han dejado de ser responsabilidad exclusiva de los profesionales. Todos podemos ser agentes de sanación y desarrollo desde nuestro humilde lugar, a partir del momento en que decidimos prepararnos para ello, ya sea de manera profesional o simplemente aprendiendo a servir y a cuidarnos un poco mejor cada día.

Esto puede resultar extraño en una época obsesionada por la especialización, en la que casi todos sabemos practicar bien al menos una disciplina u oficio; pero hemos olvidado dos conceptos que han sido fundamentales en el desarrollo de casi todas las grandes culturas de la historia.

El primero es el del ser humano integral; es decir, el de aquel que, en lugar de destacarse por realizar sólo una actividad ultraespecializada (convirtiéndose muchas veces en un analfabeto existencial), se ha desarrollado como persona total en la mayoría de los aspectos que constituyen su humanidad. Los resultados prácticos de vivir en una cultura de especialistas son devastadores para nuestra sociedad: la explotación de recursos sin ecología, la política sin ética, la economía sin humanismo, la medicina sin encuentro y la ciencia sin valores son sólo algunos ejemplos. Nos preocupamos más por desarrollar niños robots (aunque tengan el aspecto de genios) que por formar futuros hombres y mujeres felices, integrados, creativos, honestos y sabios.

Y el segundo concepto que hemos olvidado es el de que no importa cuál sea nuestra actividad, siempre va a estar dirigida a las personas, y si no agregamos a nuestra especialidad la capacidad de comunicarnos de un modo enriquecedor con ellas, nuestra efectividad se verá seriamente comprometida.

Obviamente, serán muy distintos los contenidos que yo deberé aprender si deseo ser docente, abogado, gerente de una empresa, médico o comunicador social. Pero, en todos los casos, el fin último de mi servicio deben ser las personas concretas que recibirán mi trabajo y con las cuales deberé necesariamente relacionarme, comprenderlas y hacerme comprender; y mucho más aún si mi relación es con grupos. Muchos individuos, instituciones y empresas sumamente capaces en “lo suyo” fracasan debido a su inoperancia en el momento de relacionarse. Desde ya que esto es especialmente válido con aquellos con los que convivimos, tanto en el hogar como en el trabajo.

También estamos obsesionados con el rendimiento y la productividad, y olvidamos que estos sólo se alcanzan genuinamente cuando la excelencia en el desempeño surge de forma espontánea, en un medio humanizado, respetuoso y estimulante.

Todos queremos que nuestros alumnos sean genios, que los empleados sean dedicados, que los clientes vuelvan, que nuestros seres queridos nos entiendan o que los ciudadanos nos voten. Es decir, esperamos de los demás resultados que nos satisfagan. Pero olvidamos que en todos los casos estamos hablando de personas, y que estas necesitan ser comprendidas y apreciadas para poder expresarse. La cultura que decía que el maltrato producía buenos hijos, mejores alumnos y excelentes empleados, después de haber enfermado a mucha gente, está llevando al derrumbe estrepitoso a muchas familias, instituciones, empresas y hasta sistemas políticos. Nada promueve más la salud y el rendimiento que un clima de humanidad, entusiasmo y motivación positiva.

El libro La inteligencia emocional, de Daniel Goleman, ha demostrado esto con profusión de datos y pruebas: la excelencia en el desempeño no es la consecuencia forzada de la mera capacitación, sino el fruto natural de aquellos que crecen, aprenden y trabajan en un medio humanizado, respetuoso y creativo. Entonces la pregunta obvia es: ¿cómo hacemos para crear estos ambientes estimulantes en la familia, la escuela, la empresa...?

Esta búsqueda es nuestro máximo compromiso con las generaciones futuras.

Asumir este inmenso desafío implica, en lo inmediato, hacernos responsables de nuestra propia evolución en todos los aspectos cotidianos que hemos nombrado hasta aquí.

En lo que respecta a estudios sistemáticos, debemos asumir la responsabilidad comunitaria de formar profesionales que puedan convertirse en amorosos trabajadores en el arte de activar las potencialidades humanas, detectar y resolver los conflictos relacionales, y promover el desarrollo humano en instituciones empresariales, educativas, asistenciales y grupos en general.

Al integrar los aportes de Beck y Cowan sobre las Dinámicas Espirales14, somos conscientes de que a cada segmento de la sociedad habrá que llegar con intentos de solución acordes a sus problemas más apremiantes, pero en todos los casos, o en todos los “memes” como ellos los denominan, habremos de tener presente el aspecto esencial, universal del sufrimiento humano.

Esperando haber justificado el derecho social al trabajo y la comprensión internos, este libro está dirigido a arrojar algo de luz sobre la naturaleza más íntima del dolor de la humanidad, en un intento de aportar esclarecimiento al núcleo de todos los desafíos planteados hasta aquí. Esta dimensión última del sufrimiento humano se asienta en lo que he denominado el síndrome de inconsciencia cósmica, la herida básica, la alienación fundamental de los seres humanos contemporáneos.

El vínculo primordial

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