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¿CÓMO ACERCARNOS A LA DIMENSIÓN PRIMORDIAL?

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Desde hace milenios, los seres humanos venimos intuyendo una dimensión que consideramos el sustrato de la existencia. Por su misma naturaleza, este fundamento ontológico nos resulta al mismo tiempo evidente e inasible. Por ello ha sido denominado como lo innombrable, el misterio, lo inefable, lo absoluto e indescriptible, lo que no admite predicados: el Ser con mayúsculas.

Existen infinidades de abordajes para acercarnos a esta dimensión al parecer inabordable en la que, paradójicamente, siempre estamos y que todo lo incluye, y cada una responde a estilos culturales, personales y de época.

Desde la religión dogmática hasta el misticismo; desde el mito hasta la antropología; desde la magia hasta la ciencia, todas estas formas de conocer se desarrollan en distintos planos de evolución de la consciencia, pero responden a un impulso común: relacionarnos conscientemente con el Misterio, develar toda la verdad que podamos, desde nuestras limitaciones humanas.

Algunos de estos abordajes se acercan al Misterio con actitud de adoración, otros lo hacen con el ánimo de analizarlo, otros pretenden explicarlo. Pero en todos los casos nos mueve lo mismo: la a veces insoportable y la siempre bendita sed de totalidad, de sentido, de completud, de raíces. Como veremos más adelante, lo que distingue en esencia a los grandes buscadores de la verdad no es el carácter teísta o materialista, trascendentalista15 o inmanentista16 de su enfoque, sino si en su búsqueda honran o no lo desconocido. Pese a que responden a un impulso común y sólo en una segunda instancia se ven modeladas por las idiosincrasias, las épocas y las capacidades y limitaciones personales, estas diversas formas de abordar el Misterio se han enfrentado durante siglos procurando descalificarse y hasta eliminarse mutuamente, olvidando que en lo profundo de todas las diferencias reside una pauta común: el amor a la verdad, la necesidad inalienable de comprender nuestra más profunda naturaleza y la del Cosmos.

Si, tal como planteaba en la introducción, somos el Universo mismo expresándose, es imprescindible respetar todas estas formas de expresión acorde con las posibilidades y limitaciones biológicas, personales y socioculturales de cada época.

Al parecer, al Universo “le gusta expresarse y reconocerse” de dos formas básicas. Como iremos aclarando, la ciencia constituye la exploración externa de las partes y de la relación que mantienen entre sí, mientras que la espiritualidad constituye la exploración interna que procura brindarnos la captación inmediata de la totalidad. ¿Qué relación tienen la presión atmosférica y la temperatura con el comportamiento de los vientos?, se pregunta el meteorólogo. ¿En qué se relacionan estos síntomas con este virus?, se pregunta el médico. ¿Cómo se relaciona la consciencia con el inconsciente?, se pregunta el psicólogo. ¿Cómo puedo encontrar la quietud y el silencio necesarios para percibir la totalidad más allá de mi alienación como parte?, se pregunta el místico.

Por esta razón, cuando la ciencia descalifica las percepciones internas, por el mero hecho de que no pueden ser medidas ni pesadas, o cuando la religión procura legislar sobre la naturaleza material, se traicionan a sí mismas y pierden su camino.

Desde esta mirada, una persona no es religiosa por el mero hecho de “creer” en un dios por el cual es capaz de salir a matar o morir. La religiosidad no pasa por el mero cumplimiento de un código, la aceptación de un dogma o la práctica repetitiva y desvitalizada de un ritual que muchas veces ni siquiera se comprende. Considero que la religiosidad humana se manifiesta en dos ámbitos fundamentales: la cualidad de la relación que una persona mantiene con sus semejantes y con las dimensiones inconmensurables de la realidad en que vive, es decir, con el Misterio.

Es muy poco importante el nombre que yo le atribuyo a lo que no puedo explicar, a lo que me trasciende, me arroba y me supera inevitablemente. Lo importante es cómo me relaciono con Aquello que trasciende todo nombre, simbolismo o dogma, y con sus manifestaciones particulares: mis semejantes, las otras especies, la naturaleza, el planeta. “Quien no me encuentre en mis hermanos no me encontrará en ningún lugar…”.

El Misterio puede ser honrado, negado, odiado, despreciado, respetado, investigado o adorado. Y es esta relación que mantengo con lo inefable, con lo que está siempre más allá de lo que puedo contener en mi mente y que al mismo tiempo me constituye, lo que determina mi religiosidad o mi falta de ella.

La religiosidad no es cuestión de teísmo o ateísmo; ese es un problema mítico, no espiritual. Si lo inexplicable me produce arrobamiento, me inspira un respeto reverencial y me incita a explorarlo hasta las últimas consecuencias, entonces soy una persona religiosa. No importa si esa dimensión se encuentra en los confines de mi ciencia empírica, de mi labor de servicio, de mi relación con mis seres amados o de mi camino espiritual. Si concibo una realidad que me trasciende y a la que quiero comprender, pese a que acepto que nunca la podré abarcar por completo, entonces mi vida es religiosa. Si creo ciegamente en un dios por el cual envío a miles de jóvenes a la muerte cada día, entonces no soy una persona religiosa, aunque participe de ritos y me declare así públicamente.

Cuando el gran epistemólogo Karl Popper (un llamado positivista) afirmaba que la búsqueda de la verdad describe una curva asintótica, es decir, una curva que está cada vez más cerca de aquello a lo que pretende alcanzar, pero que nunca lo alcanza, estaba realizando, a mi criterio, una afirmación religiosa. Es decir, es la afirmación de un hombre que buscó incansablemente re-ligarse con la verdad, con el sentido de las cosas, con la naturaleza del Universo y del pensamiento humano. Puede ser considerada una declaración atea o teísta, espiritual o materialista, pero en todo caso, desde mi mirada, es religiosa, pues se ocupa de la necesidad de re-ligar lo que parece estar separado.

En este espíritu integrador, que trasciende categorías que sólo disocian y alienan, se basa este trabajo. Con este espíritu iniciaremos una búsqueda “asintótica”, pero firmemente determinada, que nos lleve a una descripción simple y práctica de la Dimensión Primordial y de su presencia en nuestra vida cotidiana y, especialmente, en nuestras interacciones personales. Muy poco importa el nombre con que lo llamemos, esencialmente seguirá siendo “Lo innombrable”. Por ello, a fin de no encasillarme dentro de ninguna mitología y, al mismo tiempo, para no dejar fuera otras, me referiré a Aquello como Lo Primordial, asumiendo todas las limitaciones y contradicciones que cualquier palabra conlleva a la hora de acercarnos a esta dimensión. Y considero oportuno aclarar que al escribir Primordial con mayúscula (tal como lo hago con las palabras Cosmos, Fuente, Universo y Ser) no estoy afirmando ni negando que se trate de una realidad de carácter personal, sino simplemente evidenciando el profundo respeto que siento ante el Fundamento de la existencia.

En tanto fuente inagotable de todo lo que existe, Lo Primordial puede aparecer ante nuestros ojos en infinidad de manifestaciones, dependiendo de nuestra mirada en cuál de ellas nos resulte más accesible percibirlo. Pero ya sea que hagamos hincapié en alguno de estos ámbitos o en otros, siempre estaremos hablando de una misma realidad subyacente, cuya capacidad expresiva y creativa es ilimitada. Estos ámbitos pueden ser de naturaleza material, energética, biológica, psicológica, social, etc.17.

En tanto fuente de toda creatividad, de todo cambio, Lo Primordial se evidencia en ámbitos pre-lingüísticos, para-lingüísticos, lingüísticos y trans-lingüísticos. Es decir que se manifiesta dentro, al costado, mediante, más acá y más allá de las palabras. Por ello, el discurso exclusivamente racional y el intercambio exclusivamente verbal no alcanzan para abordar esta dimensión. Obviamente, aquello que está más allá de las palabras está, por ende, más allá de nosotros, en cuanto seres lingüísticos. Si no podemos nombrarlo, no podemos pensarlo. Por esta misma razón, los místicos de todos los tiempos lo han denominado “lo inefable” y han respondido a la pregunta sobre Dios con la elocuencia del silencio.

Debido a su inefabilidad, y a su multimanifestación en tal diversidad de ámbitos, para acceder a un mínimo conocimiento de esta dimensión, es preciso recurrir a concepciones y metodologías de autoconocimiento e intercambio que trasciendan lo meramente lingüístico, conceptual y racional, sin por esto excluirlo. Es decir, es preciso acceder a la transracionalidad18, como dimensión que supera al pensamiento racional sin negarlo ni caer en la irracionalidad, sino integrándolo en una instancia superior que permite acceder a los ámbitos interiores.

Para decirlo de otro modo, es preciso integrar, a nuestro habitual modelo de conocer, la que denomino una epistemología femenina, en la cual, además de preguntarle a la realidad e investigarla invasivamente, podamos abrirnos a ella, dejarla que nos cuente sus misterios y nos impregne de su aroma esencial. Sólo en una cultura alienada como la nuestra pueden entrar en conflicto el discurso y la escucha, el análisis y la meditación.

Ante una mirada inocente es muy difícil no atribuir significados a todo lo que ocurre a nuestro alrededor. El Universo parece estar colmado de sentido. Todo parece estar conectado con todo y evolucionar con algún sentido intrínseco, con un propósito. Sin embargo, la observación de las infinitas pautas de significado y finalidad que observamos a nuestro alrededor no es prueba contundente de la existencia de ningún ser antropomórfico que un buen día se sentó a inventar el Universo y ahora lo contempla desde “arriba”, señalando con un dedo acusador a los malos y ayudando a los buenos a que todo les salga bien si hacen méritos. Si bien esta concepción teísta tiene su propia lógica interna, es comprensible que rechine en los oídos de los científicos. Sabemos que la realidad no funciona tan simplistamente, ni para un lado ni para el otro.

Este trabajo no está destinado a probar la existencia de un dios extramundano que vigila nuestra vida para juzgarnos algún día como lo hacían nuestros padres. Tampoco intentaremos demostrar que esta concepción teísta está equivocada, nada de eso. Lo que procuraremos es acercarnos a una mirada simple y directa de la realidad, en la cual ésta nos mostrará sus aspectos externos, materiales y detectables por medio de las herramientas de la observación empírica del exterior de las cosas (todo lo que puede investigarse en los laboratorios que estudian la materia a través de microscopios, telescopios, tubos de ensayo y demás métodos de medición). Al mismo tiempo, intentaremos reconocer la existencia de una dimensión interior del Universo, la dimensión del sentido, del darse cuenta, del significado, de aquello que ninguna herramienta material puede detectar ni evaluar: la dimensión de la conciencia, los valores, la intuición, la unidad, el amor.

Obviamente, ambas dimensiones están ligadas inextricablemente. Toda transformación en la materia produce un cambio en la consciencia, y en ningún campo se hace esto más evidente que en la psicología y la neurología. La ingesta de sustancias químicas altera la consciencia; el amor se expresa en cambios hormonales; la memoria parece radicarse en proteínas y la risa transforma la composición de nuestra sangre. Pero ningún experimento que podamos hacer sobre estos temas nos permitirá afirmar que “el amor es un conjunto de cambios físico-químicos en el organismo” y que la mera descripción de estos procesos implica que por fin hemos agotado la explicación de la pasión, la experiencia mística o la tristeza. En todo caso, podemos describir los procesos físicos que acompañan la experiencia subjetiva del amor o la devoción, pero constituye una ignorancia supina pretender que con esto se agota el asunto, pues el tema tiene otro lado, el interno, el subjetivo, y este lado le corresponde a la conciencia, al mundo interior que tanto asusta a los empiristas externos. Sin embargo, este otro lado también puede y debe ser explorado, como lo han hecho todas las culturas humanas a lo largo de la historia.

Por esta razón, todo estudio sobre la naturaleza de Lo Primordial es simultáneamente un estudio físico, matemático, biológico, psicológico, antropológico, sociológico, y espiritual19. En síntesis, es un estudio sobre la conciencia en todos sus planos de manifestación20.

El gran desafío de los tiempos actuales requiere indispensablemente honrar la totalidad de lo que implica ser humanos. Esta integración no es posible si vemos la realidad desde una religiosidad fundamentalista que reniega de la psicología; que no se atreve a mirar la sombra21 humana y que no brinda ningún tipo de acercamiento experimental y vivencial a las realidades espirituales. En la medida en que esta forma de religión sólo se sostiene en dogmas que deben ser aceptados sin más fundamento que el autoritarismo, la ciencia nunca podrá ponerse de acuerdo con ella.

La religión dogmática es en sí misma una contradicción, pues termina renegando de su propia esencia contemplativa. Todas las grandes religiones de la humanidad nacieron en la pura experiencia de unidad cósmica de su fundador. Es decir, todas han surgido de una vivencia, de un contacto directo e inmediato con la fuente de la vida. Sólo con el tiempo este encuentro vital fue deviniendo en complejos dogmas y en intrincadas teologías. Sin embargo, como ya lo hemos afirmado, el corazón de todas las religiones mantiene viva esta promesa, y lo hace a través de una práctica concreta, no de meras creencias.

Del mismo modo, la integración es imposible desde una ciencia y una psicología materialistas, mecanicistas y reduccionistas que consideran toda experiencia espiritual como una manifestación de rasgos patológicos y primitivos de la mente humana. Para alcanzar esta integración, vamos a necesitar valernos de una nueva concepción de la ciencia, de una nueva mirada del Universo.

Afortunadamente, grandes religiosos y científicos han allanado nuestro camino, haciendo mucho más sencillo lo que queda por delante. Desde líderes religiosos como el Dalai Lama y sus famosos encuentros con científicos, entre los que se destacó el neurobiólogo chileno Dr. Francisco Varela; pasando por pensadores como Jiddu Krishnamurti y sus célebres diálogos con el físico Dr. David Bohm, hasta psicólogos transpersonales como Stan Grof o el ya mencionado Ken Wilber, muchas voces se han alzado en los últimos años reclamando este ya indispensable acercamiento.

Los críticos de la religión señalan, no sin fundamentos ni datos históricos, el modo en que la religión ha sido utilizada como instrumento de control de los pueblos, como herramienta de opresión, como una forma obtusa y a veces hasta infantil (pero no por eso menos dañina) de negar el avance científico y como incomprensible justificación de todo tipo de injusticias, discriminaciones, persecuciones y aun de actos de la más abyecta barbarie. En nombre de la religión se han justificado y se siguen justificando encarcelamientos, torturas, guerras y holocaustos a lo largo de toda la historia y a lo ancho de todo el planeta.

Y si bien en occidente estamos acostumbrados a culpar a la Iglesia católica de todos estos males, es preciso reconocer que esto se debe no sólo a importantes razones históricas, sino también a que es simplemente la que tenemos más cerca. En realidad, casi todas las religiones han tenido algún tipo de participación activa en la justificación de hechos de lesa humanidad. No puede ser casualidad que uno de los países más religiosos del mundo, como lo es la India, sea a su vez el que sostiene las estructuras sociales más injustas y aberrantes del planeta. Es decir que, mucho más allá de una iglesia, hay una realidad problemática en la religión misma como tal. Todo intento de integrar ciencia y religión debe asumir este hecho.

Y si en lugar de observar los fenómenos socioculturales nos ocupamos de los casos individuales, nuevamente descubrimos que, bajo la llamada religiosidad, suele ocultarse todo tipo de estructuras psicopatológicas disfrazadas. Quienes sostienen que la religiosidad no es más que una forma de neurosis encubierta, una forma primitiva de ocultar nuestros temores ante lo desconocido y sobre todo ante la muerte, en muchos casos, debemos reconocerlo, tienen razón.

Ahora bien, que muchas de estas críticas antirreligiosas se asienten en datos fidedignos no nos permite concluir que con una descripción de este tipo estemos agotando el tema de la religiosidad humana. Desde mi punto de vista, considero humildemente que este tema no se abarca con una sola mirada, por más válida que ésta sea. La religiosidad es mucho más que sus manifestaciones patológicas y aberrantes.

Si nos quedamos en el plano de los mitos, las creencias, los dogmas y los fundamentalismos, nos resulta evidente que la religión y la ciencia tienen muy poco que aportarse mutuamente, y escasas posibilidades de llegar a cualquier forma de acuerdo acerca de la naturaleza del ser humano y la vida. Pero, si procuramos trascender este plano superficial y observar detenidamente la necesidad humana de encontrarle un sentido a la existencia y de preguntarse por el origen y el destino del Universo, podemos llegar a sorprendernos.

Para empezar, hay una pregunta que sintetiza por igual los desvelos de todos los científicos y buscadores espirituales de la historia humana: ¿qué existía antes del Big Bang? Como todo hombre de ciencia sabe muy bien, la teoría del Big Bang no resuelve en absoluto el misterio acerca del origen del Universo. En todo caso, de ser cierta, sólo describiría su primer momento (lo que no es poco), pero esto en modo alguno implica una explicación acerca de su procedencia. Es decir que existe una dimensión de la existencia frente a la cual tanto la ciencia como la religión comparten y deben asumir tanto su ignorancia como su fascinación.

Lo interesante de esta observación es que, en última instancia, la diferencia fundamental entre el buscador espiritual y el científico está dada por los diferentes sentimientos que este inescrutable misterio inspira en uno y en el otro. Mientras que el científico siente una insaciable, sana e incuestionable curiosidad por develarlo, el buscador espiritual se intuye a sí mismo como parte de este misterio. No lo puede entender ni mucho menos explicar, pero siente ante Él/Ella un profundo arrobamiento y una encendida devoción, pues simplemente lo concibe como su propio origen. ¿Es cuestionable alguna de estas dos actitudes? Considero que ambos sentimientos son legítimos y nobles, además de cognoscitivamente válidos. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los intentos de convertir estas experiencias en explicaciones facilistas que devienen en dogmas supuestamente incuestionables.

Sabemos que, cuando esta experiencia comienza a ser rellenada con adornos y explicaciones que pretenden develar lo indevelable, nacen los dogmas y los fundamentalismos con los cuales la ciencia nunca se entenderá. Pero los fundamentalismos no pertenecen sólo al ámbito de la religión. Existe también, aunque parezca paradójico, el fundamentalismo cientificista. Todo intento de reprimir la pregunta acerca de qué había antes del Big Bang implica caer en la afirmación o la negación de hechos y realidades que simplemente no conocemos, y esto es metafísica. Es decir que junto a la metafísica religiosa existe también una “metafísica materialista”, si se me permite la paradoja. Mientras que la primera es una metafísica positiva: afirma algo de lo que en realidad no tiene evidencias, la segunda es una metafísica negativa: niega algo cuya inexistencia tampoco puede probar. Como muy bien afirman los positivistas, la falta de pruebas de la inexistencia de algo no constituye una prueba de su existencia. Pero el problema aparece cuando esta falta de pruebas determina actitudes y prejuicios que reniegan de la búsqueda misma. El científico busca la verdad en el mundo material y externo, y esto es absolutamente legítimo. El buscador espiritual la busca en su mundo interior, y por supuesto esto también lo es. La diferencia aparentemente insalvable sólo se presenta cuando la experiencia deviene en mitos, y luego los mitos en dogmas, sean estos materialistas o espiritualistas, positivistas o metafísicos.

El núcleo de la espiritualidad humana consiste en la profunda necesidad de encontrar una experiencia de arraigo en el origen del Universo y de pertenencia a él como totalidad. Cuando esta experiencia es rellenada con estructuras patriarcales de dominación y jerarquías de opresión social, o cuando se convierte en emocionalismo new age, comienza a desarrollarse la sombra de la espiritualidad o su lado patológico; pero de ninguna manera puede esto ser achacado a la búsqueda humana de un sentido espiritual de la existencia. Esta forma de pensar sería similar a la de pretender eliminar el hígado para prevenir la cirrosis. Confundir cualquier realidad con sus manifestaciones patológicas constituye una postura altamente peligrosa.

Cuando la ciencia fundamentalista elimina la posibilidad de la búsqueda interior por considerarla inútil, está cayendo en un dogma. La ciencia exige empirismo y esto es comprensible. Se nos dice que no podemos afirmar nada que no pueda ser experimentado. El error lógico aparece cuando se afirma que sólo se puede tener “experiencias” del mundo externo y material, con lo cual se niega la validez de la exploración interior y hasta del mismo mundo internoI. Podemos tener experiencias válidas tanto de la realidad material externa como de la realidad interior. Y nuestras experiencias internas pueden perfectamente ser sistematizadas, compartidas con otros y de esta forma verificadas empíricamente. Las tradiciones contemplativas llevan siglos realizando este minucioso trabajo de autoconocimiento sistemático.

Francisco Varela coordinó un encuentro de una semana de duración entre el Dalai Lama y un selecto grupo de investigadores occidentales, especializados en medicina, neurobiología y psicología. Al concluir el mismo, arribaba a las siguientes conclusiones acerca de los niveles sutiles de la mente (al leerlas es fundamental tener presente que provienen de un riguroso científico mundialmente reconocido): “Es importante señalar que esos niveles de la mente sutil no son teóricos; en realidad se han delineado con bastante precisión sobre la base de la experiencia real (aunque sea interna), y merecen una respetuosa atención por parte de cualquiera que afirme confiar en la ciencia empírica… En mi opinión este asunto es aún más profundo, pues para comprender estos niveles de la mente sutil se requiere una práctica de meditación constante, disciplinada y bien informada. En cierto sentido, estos fenómenos están abiertos sólo a aquellas personas dispuestas a llevar a cabo los experimentos. No resulta sorprendente que se requiera alguna forma de entrenamiento especial para obtener una experiencia de primera mano de los nuevos reinos de los fenómenos”22. Y esto es exactamente lo que ocurre con la ciencia. Quien quiera explorar un fenómeno deberá realizar algún tipo de experimento y comprobarlo de primera mano.

Por otra parte, la búsqueda interior, que no sólo no requiere dogmas sino que necesita despojarse de ellos para ser efectiva, constituye el núcleo central y vivo de los orígenes de todas las religiones, que sólo en un momento posterior se ve revestido con sistemas de creencias. Lejos de lo que afirman los materialistas, esta búsqueda no tiene como objetivo la evasión de la realidad sino, por el contrario, el encuentro con la realidad fundamental, nuestros orígenes cósmicos, nuestra Fuente común, o lo que aquí denomino Lo Primordial.

Sabemos muy bien que la falta de un sentido de pertenencia cósmica está produciendo estragos en nuestra cultura. Esta experiencia que muchos filósofos han definido como “el desencantamiento del mundo de la modernidad”, o “la tierra baldía” de la que hablaba Elliot, es el amargo fruto de una cultura que convirtió a la ciencia en su ídolo y que ha terminado heredando un mundo entendido como resultado de puras casualidades. El Universo de la ciencia materialista dogmática es un universo con minúsculas, mecánico, vacío, sin sentido ni finalidad alguna, producido únicamente por casualidades. De tanto juntarse átomos con átomos, un día terminaron apareciendo las estrellas, los planetas, los ecosistemas, las especies, y entre ellas una cuyos ejemplares pudieron producir la matemática, la Misa en Si menor, la lógica, Hamlet, el viaje a la luna, La Gioconda y la investigación del Universo mismo del cual proviene. Pero todo ello por pura casualidad. No hay ningún significado intrínseco detrás de todo esto, sólo una gran sopa cuántica de la cual emergen cosas sin sentido alguno y a la cual, por supuesto, no queremos pertenecer. De este modo, nos quedamos sin origen ni destino.

La religiosidad dogmática y medieval sigue enfrentándose a esta situación mediante el mito de un Dios que literalmente creó el Universo en siete días, que tiene todo planeado para nosotros, que es vengativo e iracundo, por el cual hay que ir a la guerra a fin de demostrar que es el único verdadero y al que, por lo tanto, sólo hay que obedecer (como a todo padre) para ser felices.

No es de extrañar que, ante semejantes opciones, nuestro mundo esté cada día más enfermo. Dos hemisferios cerebrales, derecho e izquierdo. Dos géneros, masculino y femenino. Dos formas de conocer, la razón y el sentimiento. Dos dogmas absolutistas, la religión medieval y el cientificismo materialista. Y todas estas polaridades entendidas como opuestas e irreconciliables. Parece demasiado para cualquier cultura. Nuestro camino habrá de consistir en la búsqueda de la unidad, o nuestro destino será la lucha eterna.

Afortunadamente, la existencia humana cuenta con otra alternativa. Estamos dotados biológica, psicológica y culturalmente para comenzar a integrar el legítimo intento de pretender entender el mundo material científicamente (en la búsqueda de explicaciones) y el intento igualmente legítimo de procurar comprenderlo mediante la exploración interior (en la búsqueda del sentido y la experiencia de unidad). Estamos comenzando a establecer puentes entre ambas miradas que pueden resultar apasionantes a la hora de develar nuestros orígenes universales. Cuando podamos atravesar los cuarenta años de peregrinaje en el desierto (es decir, absteniéndonos de ídolos, dogmas y explicaciones facilistas23 y enfrentándonos a la inmensidad del misterio sin escapismos), podremos regresar a nuestra religión y a nuestra ciencia libres de fundamentalismos, sin necesidad de matar a nadie para confirmar la existencia de nuestro dios; sin necesidad de perseguir ni reprimir a los científicos o a los buscadores espirituales; sin sentirnos dueños de ninguna verdad que tengamos que imponer a otros por la fuerza; sin creernos superiores o con más derechos que ninguna otra persona o grupo. Entonces podremos honrar los símbolos y las creencias como simples vehículos culturales de realidades mucho más profundas, y ya no habrá ningún Santo Grial que justifique una guerra, ningún científico hereje que merezca la hoguera y ningún místico auténtico que deba ser encerrado en un chaleco de fuerza químico. Es decir, habremos establecido un contacto vital con nuestra propia Fuente cósmica, aquella que, tal como la misma ciencia nos asegura, es la misma y única de la que todos provenimos.

Este sentido de pertenencia a una Fuente universal común, no importa cómo la llamemos ni la pretendamos explicar, es el Fundamento sobre el cual puede desarrollarse una ética que esté más allá de toda religión y aun de la polaridad teísmo versus ateísmo. Pero, para que tal ética pueda desplegarse en nuestra vida concreta, la experiencia cósmica no podrá pasar por la adhesión ciega a un dogma, sino que habrá de ser inmediata, encarnada, compartida y celebrada; es decir, deberá ser una realidad vivida. Sólo el acceso a esta experiencia viva nos permitirá comprender que reconocernos a todos como provenientes de un mismo y único origen es mucho más importante que el nombre, las leyendas o los mitos que creemos alrededor de esta Fuente. Somos todos hermanos, de eso nadie duda. Podemos creernos hijos de un Dios, de una Diosa, de múltiples dioses, de la naturaleza o de un Universo meramente material, pero en cualquier caso todos somos hermanos, todos podemos tener acceso a la experiencia de reunión con aquello de lo que creemos que provenimos y todos merecemos ser respetados en nuestra búsqueda, sea esta científica, espiritual o agnóstica. Esto nos brindará como especie muchas más posibilidades de supervivencia que seguir matándonos unos a otros para demostrar cuál dios es más poderoso y verdadero.

Si el camino de re-integración personal que hemos elegido pasa por la re-unión vital, íntima y experiencial con nuestros orígenes cósmicos, será preciso que desde el mismo comienzo nos hagamos varias preguntas básicas, tales como:

1. ¿Qué es el Universo, una masa de materia absurda y carente de todo significado, que proviene de la nada y se dirige inexorablemente hacia la nada? ¿Es tan sólo un paréntesis sin finalidad ni propósito en el abismo del sinsentido?

2. ¿O es acaso un proceso orgánico, viviente, que en su asombrosa magnitud nos resulta incomprensible e inexplicable, pero que quizás esté dotado de alguna forma de inteligencia y sentido?

3. Si estamos de acuerdo en que somos manifestaciones de esta magnificencia universal, ¿es demasiado osado suponer que, a la hora de intentar comprenderlo, nuestra exploración interior pueda brindarnos pistas tan valiosas como la exploración del mundo material?

Quizás para algunos estas preguntas puedan parecer muy abstractas y metafísicas; otros quizás las considerarán demasiado científicas. Sin embargo, con mayor o menor nivel de sofisticación, se repiten y se han repetido incansablemente en las profundidades de las mentes de la mayoría de los seres humanos a lo largo de los siglos. Pero nuestra cultura no sólo es la primera que no asume en forma global el desafío de responderlas (sólo lo hacen algunos grupos aislados), sino que es también la primera que ha intentado descalificar a quienes se atreven a formularlas. Pero no existe forma de acallar estas preguntas. Podemos desarrollar muchas estrategias para eludirlas pero, hagamos lo que hagamos, estarán siempre allí, agudizando la profunda sensación de incertidumbre cósmica y existencial. Todos conocemos la experiencia de despertarnos en medio de la noche preguntándonos: ¿qué sentido tiene todo esto? ¿de dónde se supone que vengo y hacia dónde estaré yendo? Incluso (y con frecuencia, sobre todo) los niños realizan estos planteos.

Afirmo que esta soledad cósmica es la mayor causa de estrés y angustia existencial de nuestra época, y que se despliega por debajo de todas las formas puntuales de patología personal y social que podamos estudiar. Sin embargo, es tan profunda esta herida que por lo general ni siquiera reconocemos su existencia, mientras nos seguimos debatiendo en análisis parciales que sólo nos llevan a seudosoluciones limitadas, sin abordar nunca el tema de fondo. Y sostengo que esta herida básica nos priva de la más importante experiencia a la que podemos tener acceso los seres humanos: el reencuentro entre nosotros y con nuestra Fuente Original.

En los últimos tiempos nos hemos ido acostumbrando a afirmaciones tales como: “nuestra civilización está atravesando la más profunda de sus crisis y existen muchas posibilidades de que ésta sea terminal”. Semejante información debería realmente alarmarnos y llevarnos a adoptar todo tipo de medidas que nos ayuden a evitar tal destino. Sin embargo, pese a que las pruebas del peligro son cada vez más contundentes, la absoluta mayoría de los seres humanos escucha esto con toda naturalidad y se desentiende rápidamente del significado que contiene, continuando con sus vidas como si nada ocurriera. ¿A qué puede deberse que ante algo tan grave la respuesta más común sea la indiferencia? Pues simplemente a que los seres humanos tendemos a desentendernos de todo aquello frente a lo cual nos sentimos impotentes. Cuando algo se nos aparece como tan enorme que creemos que no podemos hacer nada al respecto, la reacción más básica es hacer de cuenta que no ocurre. El costo de esta conducta no está dado solamente porque de ser cierta aquella afirmación no estamos haciendo nada al respecto. Aun en el caso de que tal pronóstico esté equivocado, las consecuencias de nuestra actitud son muy graves, pues para evitar el contacto con este riesgo debemos estar permanentemente aturdidos, alienados, fuera de nosotros mismos y de la clara consciencia del aquí y ahora. No ha sido fácil para ninguna cultura enfrentar la inseguridad existencial. Por ello son numerosas las formas que hemos ido desplegando para hacer frente a esta desafiante situación.

El vínculo primordial

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