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LA MARCA

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Walter Dowe sacó de la máquina de escribir la última página del manuscrito con un suspiro de satisfacción, se recostó en la silla y alzó la cara hacia el techo para aliviar los músculos rígidos del cuello. Luego miró el reloj: tres y cuarto. Bostezó, se puso en pie, apagó las luces y echó a andar por el pasillo hacia el dormitorio.

Se detuvo abruptamente en el umbral de la puerta de su cuarto. La luz de la luna entraba por el amplio ventanal e iluminaba una cama vacía. Encendió las luces y buscó por la habitación. Allí no se veía ninguna de las prendas que había llevado su mujer esa noche. Entonces, no se había desnudado: quizás hubiese oído el traqueteo de la maquina de escribir y hubiese decidido esperar abajo hasta que terminara. Nunca lo interrumpía si estaba trabajando y, por lo general, estaba tan enfrascado en la tarea que ni oía sus pasos cuando ella pasaba junto a la puerta de su estudio.

Se acercó al principio de la escalera y llamó:

—¡Althea!

Sin respuesta.

Bajó la escalera, entró en todas las habitaciones y encendió las luces, y luego regresó al piso de arriba e hizo lo mismo. Su mujer no estaba en casa. Estaba perplejo y un poco desesperado. Entonces recordó que se había ido al teatro con los Schuyler. Al levantar el teléfono le temblaba la mano.

Contestó la criada de los Schuyler. Había habido un incendio en el teatro Majestic; ni el señor ni la señora Schuyler habían vuelto a casa. El padre del señor Schuyler había salido a buscarlos, pero todavía no había vuelto. La criada tenía entendido que el incendio había sido bastante grave... Mucha gente herida...

Dowe estaba ya esperando en la acera cuando llegó el taxi que había pedido por teléfono. Al cabo de quince minutos peleaba por abrirse paso entre las cintas instaladas por los bomberos para cortar el camino, que rodeaban todavía el teatro. Un policía sudoroso y con la cara enrojecida lo echó hacia atrás de un empujón.

—¡Aquí no va a encontrar nada! Han desalojado el edificio. Han llevado a todo el mundo a los hospitales.

Dowe volvió a encontrar su taxi y se hizo llevar al City Hospital. Se abrió camino entre la gente que clamaba en la escalera de piedra gris. Un policía impedía pasar por la puerta. Al poco rato, un hombre de rostro macilento, todo vestido de blanco, habló por encima del hombro del policía.

—No sirve de nada esperar. Ahora estamos tan ocupados en el tratamiento que no podemos ni tomar sus nombres ni permitir que los vea nadie. Intentaremos publicar una lista en los periódicos matinales; pero no podemos dejar entrar a nadie hasta más adelante.

Dowe se dio media vuelta. Luego pensó: «¡Murray Bornis, claro!». Volvió a su taxi y dio la dirección de Bornis al conductor.

—Althea ha ido esta noche al Majestic y no ha vuelto a casa. No me han dejado entrar en el hospital. Me han dicho que espere y no puedo. Tú eres comisario de la policía, me puedes hacer pasar.

Mientras Bornis se vestía, Dowe caminó de un lado a otro hablando solo y balbuceando. Luego atisbó su reflejo en el espejo y de repente se quedó quieto. La visión de su rostro distorsionado y de sus ojos enloquecidos lo impulsó a recuperar la cordura. Estaba al borde de la histeria. Tenía que recuperar el control. No podía desplomarse antes de encontrar a Althea. Con movimientos deliberados, se obligó a tomar asiento; se obligó a dejar de imaginar el cuerpo suave y blanco de Althea, aplastado y chamuscado. Tenía que pensar en otra cosa: Bornis, por ejemplo... Pero eso al fin lo llevaba de nuevo a su mujer. A ella nunca le había gustado Bornis. Su franca sensualidad y aquella reputación repugnante por sus abundantes historias con abundantes mujeres ofendían su estricta concepción de la moralidad. Por supuesto, lo había tratado siempre con la cortesía debida a cualquier amigo de su esposo, pero por lo general se trataba de una amabilidad fingida. Y Bornis, que entendía su actitud, y que tal vez despreciara un poco su estrechez de miras, se había comportado con su misma frialdad educada. Y ahora ella yacía en algún lugar, gimiendo de dolor, tal vez fría ya...

Bornis cogió el resto de ropa y bajaron a la calle. Terminó de vestirse en el taxi.

Fueron primero al City Hospital, donde el comisario de policía y su acompañante pudieron entrar enseguida. Avanzaron por salas grandes, entre hileras de cuerpos gimientes y retorcidos; iban mirando rostros magullados y quemados, sin ver a nadie conocido. Después fueron al Mercy Hospital, donde encontraron a Sylvia Schuyler. Les dijo que el hundimiento del teatro la había separado de su marido y de Althea y que ya no los había vuelto a ver. Luego volvió a quedar inconsciente.

Cuando regresaron al taxi, Bornis dio instrucciones al conductor en voz baja, pero a Dowe no le hacía falta oírlo para saber adónde iban: «A la morgue». No había otro lugar a donde ir.

Ahora caminaban entre hileras de cuerpos horriblemente aplastados; desnudos, descoloridos, no menos terribles por no poder gritar. Dowe había agotado los sentimientos; ya no sentía pena ni odio. Miraba una cara: si no era de Althea no era nada. Luego pasaba a la siguiente.

Los dedos de Bornis se cerraron convulsivamente en torno a un brazo de Dowe.

—¡Allí! ¡Althea!

Dowe se volvió. Un rostro con los rasgos desfigurados por los tacones de cuero en estampida; un torso apalizado, renegrido y cortado, con las ropas arrancadas. Allí lo único humano eran las piernas; por alguna razón se habían librado de la desfiguración.

—¡No!¡No! —exclamó Dowe.

¡No podía aceptar que aquella cosa sucia y retorcida fuera su blanca y exquisita Althea!

A través del horror que durante un instante aisló a Dowe del mundo, se coló la voz angustiada y vibrante de Bornis, un alarido:

—¡Te digo que sí! —Alargó una mano para señalar una rodilla lisa—. ¡Mira! ¡La marca!

Disparos en la noche

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