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PRÓLOGO
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ENRIQUE DE HÉRIZ
El traductor es a veces un explorador enviado en avanzadilla por los lectores, alguien que tiene al tiempo la responsabilidad y el privilegio de ser el primero en asomarse a una obra literaria y regresar con las debidas noticias. En este caso, tras una expedición agotadora y fascinante por igual, regresa con la mejor noticia posible: estamos ante una obra descomunal.
Liquidemos de entrada la cuestión cuantitativa: nunca se había publicado en España una colección tan completa de relatos de Dashiell Hammett. Para que el lector pueda hacerse una idea del alcance, estamos hablando de una colección que ni siquiera existe como tal en inglés, lengua original de su autor. Hay un precedente en Francia, una edición de 2011 que reunía todos los relatos de Hammett que, a lo largo del tiempo, se habían ido traduciendo al francés. En nuestro caso, se procedió a la inversa: una tarea ingente de búsqueda de originales para partir de cero en su traducción. Por eso esta edición, que parte de siete colecciones originales distintas, más algunas fuentes solo consultables en revistas, bibliotecas y archivos, contiene al menos ocho relatos inéditos en nuestra lengua, amén de una buena cantidad de historias que, por haber aparecido aquí en volúmenes ya descatalogados (de editoriales, en algunos casos, inexistentes hoy) serían de otro modo difíciles de encontrar.
Pero eso no es lo importante. Lo importante es que esa tremenda cantidad de relatos, dispuestos en su debido orden cronológico, nos permiten asomarnos a una especie de catedral en permanente construcción. Si comparamos el primero que escribió, «La mujer del barbero» —o el primero que publicó, «Ahí te quedas»—, con algunos de sus ambiciosos relatos de la década de 1930, vemos a un escritor incipiente, sí, quizá demasiado prendado todavía de sus propias ideas, y algo tentativo también, pero resulta difícil no observar ya desde el principio la tensión de su pluma, la calidad de los detalles, la eficacia de unos personajes en movimiento constante, el ritmo de los diálogos.
Dashiell Hammett empezó a escribir relatos breves en 1922 con una intención clara y concreta: ganar dinero. Había tenido otras fuentes de ingresos, entre las que es inevitable destacar sus años de trabajo como detective privado en la agencia Pinkerton, pero la tuberculosis le impedía desempeñar cualquier profesión en condiciones normales. En teoría, por ser joven veterano de la Primera Guerra Mundial e inválido debía recibir un cheque mensual del estado para aliviar sus penurias. Pero no todos los meses llegaba y no siempre figuraba en él la esperada cifra de ochenta dólares. Tenía veintiocho años, una mujer de veinticinco y una primera hija recién nacida. Conocía por dentro el trabajo de los detectives, en cuyo desempeño había redactado cientos de informes. Carecía de formación académica, pero había pasado muchas tardes leyendo en la biblioteca de San Francisco. Y no tenía muchas más posibilidades.
De esa necesidad financiera nació el detective moderno. Esa figura a la que la crítica terminó poniendo la etiqueta de hard-boiled: un detective que se expresa por medio de la acción, que pone el acento en la obtención de resultados, que se mezcla con la realidad en vez de estudiarla desde la distancia de su supremacía mental. Un detective duro, si hemos de repetir el cliché, violento incluso, aunque no sería justo simplificar las figuras del agente de la Continental y de Sam Spade como brutos insensibles. Al contrario, en el desarrollo progresivo de esos personajes, al que asistimos paso a paso en la lectura de esta colección, se atisba un hombre radicalmente contemporáneo, un hombre que duda, un hombre que deber presentarse como paradigma de la virilidad, pero que solo será aceptado por el lector si es auténtico.
Al disponer de toda su narrativa breve y poderla leer en el orden en que se escribió, incluso el lector amante de Hammett, el buen conocedor, se sorprenderá al intuir, acaso por primera vez, el verdadero alcance de la influencia que el autor ha tenido en la literatura posterior. Y digo en la literatura, no en el género específicamente noir. Conviene tenerlo en cuenta especialmente en aquellos pasajes, aquellas escenas de acción, aquellas situaciones que puedan inducirnos a pensar, erróneamente, que estamos ante un cliché. Ante una colección de lugares comunes de la literatura detectivesca. ¡Era justamente lo contrario! Gracias a su experiencia personal de la vida cotidiana de los detectives, Hammett se permitió revolucionar con los detalles de su conocimiento un género que hasta entonces era puramente especulativo, literatura de salón, y que él convirtió en texto vivo y callejero. Y no solo en la figura protagonista de sus detectives, sino en todo lo que los rodeaba: en la Continental hay estenógrafos, ascensoristas, descifradores de telegramas, un vigilante nocturno... ¡Hay un jefe! ¡El Viejo! Un grandioso personaje literario que se construye sobre sus silencios, sobre una amabilidad que solo pueden tener quienes han conocido de cerca el dolor.
Capítulo aparte merecen las mujeres. Esta colección está poblada, como no podía ser de otro modo, de mujeres hermosas que entremezclan sus vidas con los detectives y/o con los maleantes. A muchas las hemos visto en el cine: espectaculares, fatales. Pero otras las descubre Hammett; son marca de la casa. Bailan en los clubes de Tijuana, sueñan con la vida aventurera de sus maridos, se cuelan por las ventanas, traman falsos secuestros, urden venganzas, vigilan a escondidas... Las mujeres de Hammett casi nunca son solo cómplices.
Hablábamos de la capacidad de influir. Por supuesto que con las aportaciones posteriores de Chandler y Ross Macdonald se estableció el triángulo que da razón, método y objetivos a toda la novela negra contemporánea. Pero la piedra que Hammett tiró al hasta entonces relativamente tranquilo estanque de la literatura criminal generó ondas que desbordaron sus límites. Su influencia se trasladó también a la literatura general, o no estrictamente criminal. Y al cine. Y a la televisión. Por eso, cada vez que algo le suene a lugar común, el lector hará bien en recordar que lo es por todos los que vinieron a imitarlo a continuación, pero que en su íntima lectura está asistiendo al momento original, a la invención única y excepcional de algo que, por su enorme capacidad de contagio, llega a influir incluso directamente en nuestras vidas. Porque hay generaciones enteras cuya educación sentimental ha tenido como gran columna central un cine negro que debe mucho a Hammett, fueran o no suyas las historias que se contaban. Allí muchos aprendimos a amar y a odiar, que no es poco aprendizaje.
No es imprescindible conocer detalles de la vida de Dashiell Hammett para disfrutar de sus relatos, pero sí merece la pena leerlos con la noción de que hay, como suele suceder, un tránsito inconcreto, una correa de transmisión que mantiene vida y obra unidas de maneras simbólicas, traspasando de una a otra algo más que estricta información: emociones, un sentido de la ética, una estética, un modo de mirar. No es este el lugar idóneo para entrar en el detalle de qué circunstancias particulares de la vida del autor obtienen su reflejo puntual en este o aquel cuento. En cambio, conviene resaltar una presencia, una sombra de gran magnitud literaria visible en una buena cantidad de relatos, pero de una manera tan sutil que acaso no la hubiéramos apreciado de no ser por esta bendita oportunidad de leerlos juntos: la idea de la persecución. Y no en términos detectivescos, no la persecución del ladrón o asesino por los agentes de la ley; la persecución íntima y desatada de todos los hombres y mujeres que pueblan estas historias con sus deseos tremebundos: un deseo de salud, de amor, de dinero, de comprensión, de resolver conflictos o provocar su estallido, un deseo tan poderoso e irracional que, incluso cuando es bueno el fin que persigue, merece el nombre de codicia.
El explorador que venía a traer noticias se ha convertido en lector y se ha dejado llevar por la pasión. Recupero la función original para señalar algunas particularidades del texto. Se ha procurado respetar la versión más literal posible de los títulos originales, escogiendo el más apto cuando había dos, pues en varios casos un mismo relato se publicó en distintos medios y fechas, y no siempre con el mismo título. No en todos los casos ha sido posible. El primer cuento que escribió Hammett fue «La mujer del barbero», pero los primeros editores a los que lo envió se lo rechazaron. Mientras tanto, en cambio, se publicó «The Parthian Shot», título que merece una explicación. Los jinetes del ejército de Partia, perteneciente al Imperio persa, eran tan hábiles que después de atacar, ya en la retirada, eran capaces de volver la espalda para disparar una última flecha mientras partían. Esa legendaria capacidad hace que «el tiro de Partia» pueda aplicarse a algo doloroso que se dice o hace en el momento de partir, dejando al otro sin capacidad de responder siquiera. Lo usó Conan Doyle en Estudio en escarlata, donde se aplica la expresión a un comentario que Sherlock Holmes dedica a dos inspectores de Scotland Yard mientras se despide de ellos. Y lo quiso usar también Hammett para este relato inicial que en español, por ahorrar notas y explicaciones, hemos decidido llamar «Ahí te quedas». También nos hemos visto obligados a cambiar el título de «The Green Elephant», ese tétrico y tremendo relato que narra las angustias de un hombre mientras recorre las calles con una maleta repleta de dinero. En inglés, un elefante blanco es una posesión incómoda, algo de lo que no sabemos cómo desprendernos; Hammett cambió el color, se entiende, por alusión al verde de los billetes. Como la referencia sería inútil en español, lo hemos titulado con la única frase que el buen protagonista de esta historia es capaz de pronunciar al final: «¡Déjenme en paz!».
«This Little Pig» es el último relato que escribió Hammett y su título alude a una cancioncilla infantil inglesa. De ahí la sustitución, en este caso por «La piel del oso». La colección se cierra con «Un hombre llamado Thin», escrito en incierta fecha anterior, pero publicado mucho después. Nadie sabe, por cierto, por qué el autor dejó de escribir historias breves. Sería demasiado fácil y redondo concluir con la idea de que, si empezó a escribirlas como respuesta a una necesidad de ganarse la vida, quizá dejó de hacerlo porque ya no las necesitaba. Había publicado ya sus novelas, que a su vez se habían visto convertidas en películas, previa entrega de cheques en los que figuraban cifras que jamás hubiera podido cobrar por un relato corto. Firmaba versiones radiofónicas, cedía personajes para tiras cómicas. Se puede decir, sin miedo a caer en la exageración, que era el escritor más popular del momento. Pero dejó de escribir los relatos que lo habían llevado hasta ahí.
Esta es una traducción sin notas al pie. Aunque Hammett recurría de vez en cuando a juegos de palabras, usaba con frecuencia el slang callejero e incluía en algunos de sus relatos ciertos guiños particulares, nos ha parecido que la clásica nota al pie supondría una molesta interrupción de una lectura que se desea arrebatada, sin aportar a cambio nada que no pudiera insertarse con naturalidad en el propio texto. Solo en un caso hubiera quizá convenido añadir una explicación: en el relato «Un sombrero negro en una habitación oscura», el narrador y protagonista afirma: «Pensé en el ciego de Tad, ese que “busca en una habitación oscura un sombrero negro que nunca ha estado allí”, y entendí cómo se sentiría». Aunque durante un tiempo supuso un misterio, con el tiempo hemos sabido que se trata de una alusión al dibujante Thomas Alosyus Dorgan, que firmaba sus dibujos con el acrónimo TAD.
Hágase la luz, en cualquier caso, para que este explorador entregue por fin al lector las riendas de un caballo que ha de adentrarlo, sin duda, en un territorio asombroso.