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II. LA POSICIÓN DEL MÉDICO Y LA ELECCIÓN DEL PACIENTE DE MORIR EN CASO DE DOLOR FÍSICO EN ALGUNAS FUENTES LITERARIAS ROMANAS

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En la tarda República y en el Principado (mitad del siglo II a.C.- III siglo d.C.) valían para los médicos los deberes profesionales de curar de la mejor manera posible al paciente, previstos expresamente por el juramento hipocrático, en términos como: “haré uso de las medidas para el beneficio de los pacientes según mi poder y mi juicio y me abstendré de daño e injusticia” y “no daré tampoco fármaco mortal a alguno, aunque me sea solicitado, ni daré tal consejo”; y los deberes de confidencialidad y secreto profesional a los cuales ellos tenían que atenerse en el ejercicio de la propia actividad: “lo que en el curso de la cura o independientemente de ella vea o escuche sobre la vida de los hombres, que no es necesario andar divulgando, lo callaré, considerando que en tales cosas se está obligado a guardar secreto”4. A estos deberes del médico era correlativo evidentemente un derecho de los pacientes a recibir los tratamientos necesarios y a pretender de él la máxima discreción.

Como es ampliamente conocido, Hipócrates de Cos (quien vivió probablemente entre el 460 y el 370-360 a.C.) fue un gran defensor de la autonomía de la ciencia médica, no solo contra la superstición y las terapias de índole mágico-religiosa, sino también contra del dogmatismo de los sistemas filosóficos anteriores a él (en particular el de Anaxágoras), razón por la cual teorizó criterios y métodos caracterizados por el rigor científico sobre la base de los conocimientos y la tecnología de aquel entonces5.

En tal contexto valorizó al máximo la relación médico-paciente en la batalla para derrotar la enfermedad. Es así como proclamó en la obra sobre las epidemias (1.5): “El arte médica tiene tres momentos: la enfermedad, el enfermo y el médico. El médico es el ministro del arte; el enfermo hace frente a la enfermedad junto con el médico”, subrayando cómo su colaboración fuese esencial para la superación de la enfermedad y cómo fuera fundamental para tal fin que el paciente se sintiera a gusto con el médico mediante un diálogo continuo.

Las enseñanzas hipocráticas representan una piedra angular en la medicina de la antigüedad; se desarrollaron particularmente al interior de las escuelas médicas de Alejandría en el curso de los siglos III y II a.C., para luego alcanzar Roma a finales de este último, con la llegada de un número considerable de médicos de origen griego y helénico, frecuentemente en condición de esclavitud6. En los decenios y siglos sucesivos resaltan por su renombre y éxito como médicos entre las élites los nombres de Asclepíades en el siglo I a.C., Celso, autor de De medicina, en el siglo I d.C., y Galeno, en el siglo II d.C., autor de una numerosa serie de obras de medicina, dentro de las cuales se encuentra el fundamental tratado de anatomía Anatomicae administrationes7. Los dictámenes del juramento hipocrático continuaban condicionando los deberes profesionales también para ellos.

Sin embargo, la colaboración médico-paciente y la instauración de una relación de confianza entre ellos se nos presenta de una manera algo contradictoria en las fuentes literarias latinas.

Por una parte, el tópos más frecuente de la negligencia y la avidez de dinero de los médicos refleja una percepción de difundida desconfianza y de recelo hacia la profesión. Los más feroces críticos al respecto son naturalmente los poetas satíricos8, pero tampoco Plinio el Viejo perdió la ocasión de formular pesadas críticas, aludiendo a la “suma impunidad” (inpunitas summa) de los médicos, que no padecían ninguna pena por “ley” cuando, por ignorancia de su profesión, causaren la muerte de un hombre o cuando aprendían a costa del riesgo para los pacientes o cuando hacían experimentos en su pellejo:

Además no hay ninguna ley que sancione la ignorancia capital “de los médicos” […] ellos aprenden a nuestro riesgo y realizan experimentos por medio de las muertes “de los pacientes” y sólo para un médico existe la más grande impunidad por haber matado a un hombre (nulla praeterea lex, quae puniat inscitiam capitalem […] discunt periculis nostris et experimenta per mortes agunt, medicoque tantum hominem occidisse inpunitas summa est)9.

Sin embargo, por otra parte se tiene noticia de episodios en los que enfermos graves o incurables se ponen en manos del propio médico personal, solicitándole su intervención para morir o incluso rehusando las curas dejándose morir en su presencia: en particular, se trata de evidencias relativas al suicidio de personajes de las clases sociales elevadas, más o menos famosos10.

Nos limitamos a recordar una epístola (1.12.4-11) de Plinio el Joven, quien gozaba de una formación filosófica, retórica y jurídica, en la que se habla de la m uerte que se había dado Corelio Rufo, su querido amigo y maestro de vida, cansado de los sufrimientos que le ocasionaba la gota. A pesar de todas las razones que tuviera para vivir –observa Plinio– la larga e injusta enfermedad había hecho que las razones para morir prevalecieran. En efecto, Corelio, que la padecía desde los treinta y tres años por haberla heredado del padre, mientras que de joven la había soportado con resignación, al hacerse viejo no la toleraba más, porque el dolor del pie se había difundido a todos los miembros (iam enim dolor non pedibus solis [...] sed omnia membra pervagabatur). Por esto, se dejó morir lentamente de inedia y al médico, que quería hacerle ingerir la comida, le respondió que ya lo había decidido así:

Pero a Corelio lo afligía una enfermedad tan larga como injusta, al punto que todos estos grandes valores que tenía para vivir fueron vencidos por las razones de la muerte […] desde que tenía treinta y tres años, como le escuché decir, padeció de dolor en los pies. Lo había heredado del padre […] Mientras que la edad fue verde, venció y despedazó este mal; pero en los últimos tiempos, con la vejez, soportaba el empeoramiento con fuerza de ánimo, sufriendo aflicciones increíbles y tormentos muy indignos. En efecto, ya el dolor no se limitaba solo a los pies, como antes, sino que se había extendido a todos los miembros. Ya se abstenía de comer por dos, tres, cuatro días […] Por ello había dicho al médico que le ofrecía alimento: he decidido […] Pienso en qué amigo, en qué hombre echo de menos […] Lo sé, escapó de una enfermedad perpetua11.

Otros casos famosos son, en el siglo I d.C., el del poeta Lucano, quien implicado en la conspiración tramada por Pisón para asesinar al emperador Nerón, ofreció las propias venas al médico para hacérselas cortar, una vez que obtuvo el privilegio de escoger cómo procurarse la muerte: “Obtenida entonces la libertad de decidir cómo morir […] ofreció al médico los brazos para hacerse cortar las venas” (impetrato autem mortis arbitrio libero [...] brachia ad secandas venas praebuit medico)12, y el del filósofo Séneca, también él bajo sospecha de hacer parte de la misma conspiración, quien, luego de haberse cortado las venas, dado que la muerte tardaba en llegar, fue ayudado a acelerarla por el propio liberto médico Anneo Estacio:

En tanto Séneca, ya que el camino hacia la muerte ocurría lentamente, pidió a Estacio Anneo, por el tanto tiempo unido a él por una confiada amistad y por el ejercicio del arte médica, le procurase un veneno ya antes acordado […] y, luego de haberlo obtenido, lo bebió en vano porque las venas, ya frías, vuelven al cuerpo inmune al efecto del veneno. Y entonces finalmente entró en una tina de agua caliente […] y habiendo entrado en ella murió a causa del vapor que lo había calentado y fue cremado sin un funeral solemne13.

Se remonta en cambio a inicios del siglo II d.C. el caso del jurista Aristón, quien hace depender la decisión de permanecer con vida, o de quitársela, de lo incurable de su enfermedad según el diagnóstico de los médicos. Continúa narrando Plinio el Joven:

Te maravillarías si supieras con cuánta paciencia [Aristón] tolera esta enfermedad, tanto así de resistir al dolor, diferir la sed y soportar inmóvil y escondido el increíble ardor de las fiebres. Hace poco tiempo me ha llamado y a otros pocos amigos queridos y nos pidió que consultáramos a los médicos sobre el estado de la enfermedad, de manera que, si hubiese sido incurable, se habría ido espontáneamente de la vida, pero, si en cambio hubiese sido solo larga y difícil, habría resistido y habría vivido […] Y los médicos nos dieron noticias favorables14.

Adicionalmente, se subraya la importancia de la figura del médico amigo (medicus amicus), reconociendo por tal, desde fines de la edad tardo-republicana, al profesional de confianza, que conoce las características del enfermo, su historia y estilo de vida, que está en grado de monitorear en tiempo breve su estado de salud y de preparar los remedios adecuados15. Las afirmaciones más emblemáticas son aquellas contenidas en el De beneficiis (6.16.1-5) de Séneca:

¿Por qué debo tanto al médico como al preceptor algo más y no me siento liberado con respecto a ellos con el pago de la remuneración? Porque de médico y de preceptor se transforman en amigos y nos obligan, no por el arte de aquello que nos venden, sino por su voluntad benévola y familiar. Por tanto, a un médico, que no hace otra cosa sino tomarme el pulso y me inserta entre aquellos que visita, prescribiéndome las cosas que debo hacer y aquellas que debo evitar, sin afecto alguno, no le debo nada más [que la remuneración] porque no me ha visto como un amigo, sino como un cliente que lo manda […] ¿Por qué entonces les debemos tanto a estos [el médico y el preceptor]? No porque aquello que han vendido valga más de cuanto hayamos pagado, sino porque han efectuado hacia nosotros mismos una prestación particular. Uno ha hecho más de aquello que es necesario para un médico: ha temido por mí y no por la fama de su profesión; no se contentó con mostrarme los remedios, sino que [también] me los administró. Ha sido de los que se ha preocupado [por mí], y ha acudido en los momentos críticos; ninguna función ha sido una carga o le ha fastidiado. Ha escuchado mis lamentos sin estar seguro de sí. De tantos que lo llamaban, fui yo a quien se curó de preferencia; dedicó a los otros solamente el tiempo que le permitió mi estado de salud […] A él estoy obligado no como a un médico, sino como a un amigo16.

Aquí es evidente la contraposición entre los aspectos meramente profesionales del médico y el ligamen fiduciario que en cambio se debería instaurar con el paciente, aunque sea en la visión del todo aristocrática de la clase dirigente romana.

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