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En defensa de la mentalidad centinela CAPÍTULO 1 DOS FORMAS DE PENSAR

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En 1894, una empleada de limpieza en la embajada alemana en Francia encontró algo en un bote de basura que sembraría el caos en el país. Se trataba de un oficio hecho trizas, y la empleada era una espía francesa.1 Entregó el oficio a un empleado de alto rango en el ejército francés, quien al leerlo supo que alguien en sus filas había vendido secretos militares muy valiosos a Alemania.

El oficio no estaba firmado, pero de inmediato sospecharon de un oficial de nombre Alfred Dreyfus, el único miembro judío del personal general del ejército. Dreyfus era uno de pocos oficiales con el rango para tener acceso a la información sensible mencionada en el oficio. No era querido. Para sus colegas era frío, arrogante y presuntuoso.

Mientras el ejército investigaba a Dreyfus se empezaron a acumular las anécdotas sospechosas en su contra. Un hombre reportó verlo merodeando y haciendo preguntas muy inquisitivas. Otro reportó haberlo escuchado alabar al imperio alemán.2 Habían visto a Dreyfus por lo menos una vez en un sitio de apuestas. Se rumoraba que, pese a estar casado, tenía una amante. No eran señales de un hombre precisamente confiable.

Oficiales del ejército francés estaban casi seguros de que Dreyfus era el espía, por lo que lograron conseguir una muestra de su caligrafía para compararla con el oficio. ¡Coincidía! Bueno, por lo menos se parecía. Sí, había algunas inconsistencias, pero no podía ser coincidencia que la caligrafía se pareciera tanto. Querían asegurarse, por lo que enviaron el oficio y la muestra de la caligrafía de Dreyfus a dos expertos.

El experto número 1 confirmó la correspondencia y reivindicó a los oficiales. No obstante, el experto número 2 no estaba convencido. Afirmó que era muy probable que las dos muestras provinieran de distintas fuentes.

No se esperaban un veredicto mixto. Pero recordaron que el experto número 2 había trabajado en el Banco de Francia. El mundo de las finanzas estaba poblado de judíos poderosos. Y Dreyfus era judío. ¿Cómo confiar en el juicio de alguien con conflictos de interés tan grandes? Los oficiales tomaron una decisión. El culpable era Dreyfus.

Dreyfus se declaró inocente, pero fue inútil. Lo arrestaron y una corte militar lo declaró culpable de traición el 22 de diciembre de 1894. Lo sentenciaron a confinamiento solitario de por vida, en la isla del Diablo, nombre muy acertado para una antigua colonia de leprosos en la costa de la Guayana Francesa, del otro lado del océano Atlántico.

Dreyfus estaba en shock. Cuando lo encarcelaron contempló el suicidio, pero decidió que tal acto demostraría que era culpable.

Antes de exiliarlo se celebró un evento público, que denominaron “la deshonra de Dreyfus”, para retirarle sus emblemas militares. Cuando un capitán arrancó una insignia del uniforme de Dreyfus, un oficial gritó un chiste antisemita: “Recuerden que es judío, seguro está calculando el valor de esa insignia de oro”. Lo hicieron desfilar frente a sus antiguos colegas, periodistas y una multitud de espectadores, él gritaba: “¡Soy inocente!”. Mientras la muchedumbre lo insultaba y gritaba: “¡Mueran los judíos!”.

Cuando llegó a la isla del Diablo lo encerraron en una pequeña cabaña de piedra sin contacto humano más que con sus guardias, quienes se negaron a hablarle. De noche, lo esposaban a su cama. De día, escribía cartas al gobierno rogando que reabrieran su caso. Pero para Francia, el caso estaba cerrado.

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