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“¿PUEDO CREERLO?” VS. “¿DEBO CREERLO?”

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Puede no parecerlo, pero la intención de los oficiales que arrestaron a Dreyfus no era culpar a un hombre inocente. Desde su punto de vista, conducían una investigación objetiva con evidencia que inculpaba a Dreyfus.3

Aunque para ellos su investigación fue objetiva, claramente la distorsionaron sus motivaciones. Tenían la presión de encontrar rápidamente al espía y ya estaban predispuestos a desconfiar de Dreyfus. Cuando arrancó la investigación tenían otro incentivo: demostrar su teoría o quedar mal y perder sus empleos.

Esta investigación es un ejemplo de un aspecto de la psicología humana que se denomina razonamiento motivado direccional —o razonamiento motivado—, en el cual nuestras motivaciones inconscientes afectan las conclusiones que extraemos.4 La mejor descripción del razonamiento motivado que conozco es del psicólogo Tom Gilovich. Cuando queremos que algo sea cierto, nos preguntamos, “¿Puedo creerlo?”, buscando un pretexto para aceptarlo. Cuando no queremos que sea cierto, entonces nos preguntamos: “¿Debo creerlo?”, buscando un pretexto para rechazarlo.5

Cuando los oficiales comenzaron a investigar a Dreyfus, evaluaron rumores y evidencia circunstancial preguntándose: “¿Es posible aceptar esta evidencia para demostrar su culpabilidad?”, apelando más a la credulidad que a los motivos para sospechar de él.

Cuando el experto 2 aseguró que la caligrafía de Dreyfus no era la misma que en el oficio, los oficiales se preguntaron: “¿Debemos creerlo?”, e inventaron un pretexto para no hacerlo: el supuesto conflicto de interés del experto número 2 debido a su fe judía.

Los oficiales incluso habían buscado evidencia incriminadora en el domicilio de Dreyfus sin éxito. De modo que se preguntaron. “¿Aún podemos creer que Dreyfus es culpable?”, y también encontraron un pretexto: “Lo más probable es que haya tirado la evidencia antes de que llegáramos”.

Incluso si nunca has escuchado la frase razonamiento motivado, estoy segura de que estás familiarizado con el fenómeno. Está en todas partes, aunque recibe distintos nombres: negación, ilusión, sesgo de confirmación, justificación de los propios actos, exceso de confianza, autoengaño. El razonamiento motivado es fundamental en el funcionamiento de nuestras mentes y resulta extraño concederle un título especial, tal vez sólo debería llamarse razonamiento.

El razonamiento motivado es evidente en cómo la gente comparte las noticias que demuestran las narrativas que validan sus opiniones sobre Estados Unidos, el capitalismo, “los jóvenes”, e ignoran todo lo que no los respalda. También es visible en cómo racionalizamos las señales de alarma en una relación nueva y emocionante, y siempre creemos estar haciendo más trabajo del que nos corresponde. Cuando un colega se equivoca, es porque es incompetente, pero cuando nosotros nos equivocamos, es porque estamos muy presionados. Cuando un político del partido rival infringe la ley, demuestra que todo el partido es corrupto, pero cuando lo hace uno de los políticos que apoyamos, es un individuo corrupto.

Incluso hace dos mil años, el historiador griego Tucídides describió el razonamiento motivado de las ciudades que se creían capaces de destronar a los gobernantes de Atenas: “Sustentaban [su] juicio en ilusiones no en predicciones sensatas, pero es un hábito de la humanidad… emplear la razón soberana para ignorar lo que no desea”.6 Se trata del primer registro del fenómeno que he encontrado hasta ahora. Pero no dudo que, miles de años antes, a los humanos les haya molestado y entretenido el razonamiento motivado del prójimo. Quizá si nuestros ancestros del Paleolítico hubieran desarrollado un lenguaje escrito, habríamos encontrado una queja en las cuevas de Lascaux: “Og está loco si cree que es el mejor cazador de mamut”.

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