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La revolución alimentaria

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Nuestros antepasados subsistían a base de una dieta de alimentos naturales frescos que elaboraban, cazaban, recogían o sembraban. Mientras pudieran conseguir suficiente comida, como la grasa de buena calidad, disfrutaban de una salud nutricional relativamente buena. Hasta principios del siglo XX, vivían de alimentos frescos, enteros, que se cultivaban o criaban en las granjas locales. Conforme comenzaron a emigrar del campo a las ciudades, la necesidad de alimentar a una población en continuo crecimiento condujo al desarrollo de técnicas de producción en masa. Los alimentos se envasaron y enlataron para prolongar su vida útil, para que aguantaran durante todo el invierno y pudieran enviarse a largas distancias. A consecuencia de esto, se volvieron menos nutritivos y se les añadieron aditivos cuestionables.

Aunque de vez en cuando aparecían deficiencias nutricionales, las enfermedades más frecuentes eran las causadas por microorganismos infecciosos. En aquellos días la neumonía y la tuberculosis eran las afecciones más temidas. Las enfermedades degenerativas eran relativamente raras. La mayoría de las que son comunes hoy en día eran tan poco frecuentes en aquel momento que ni siquiera se las reconocía como tales. Louis Pasteur (1822-1895) dio comienzo a una nueva era en la ciencia y en la medicina preventiva con el descubrimiento de los gérmenes, organismos microscópicos que pueden causar enfermedades. Por fin se descubría la causa de las afecciones infecciosas que habían azotado a la humanidad desde el principio de los tiempos. La atención al saneamiento y la higiene puso fin a muchas enfermedades que azotaban al mundo. El simple acto de lavarse las manos en los hospitales salvó la vida de miles de pacientes. Hasta entonces era habitual que cuando los médicos iban a tratar a un nuevo paciente se limpiaran simplemente las manos en una toalla después de asistir a un enfermo o incluso después de diseccionar un cadáver. Como cabría esperar, la gente iba al hospital por una enfermedad y a menudo moría de otra.

Al mismo tiempo, comenzó a producirse una revolución en la tecnología alimentaria. El procesamiento de alimentos mejoraba su sabor y prolongaba su vida útil. El arroz se pulía para eliminar la capa externa marrón y fibrosa. Se desarrollaron métodos de molienda de trigo que permitían una separación más completa de la fibra a fin de lograr una harina más refinada y más blanca. La producción de azúcar se volvió más rentable y las tasas de producción se dispararon.

Los hábitos dietéticos de la población comenzaron a pasar del modelo basado en alimentos enteros y naturales de nuestros antepasados al de los alimentos altamente procesados de hoy. En 1800 consumíamos alrededor de siete kilos de azúcar por persona al año; en 1900 esa cantidad se incrementó hasta los treinta y ocho kilos; para 1999 había aumentado a más de sesenta y ocho kilos; hoy en día se ha reducido a alrededor de sesenta kilos, pero solo debido al aumento del consumo de edulcorantes artificiales y a la creciente popularidad de las dietas bajas en carbohidratos.

Los cereales para el desayuno, uno de nuestros primeros alimentos procesados, hicieron su aparición en la última década del siglo XIX, junto con los refrescos, los helados y otras comidas basura. En la pasada década de los setenta, el desayuno tradicional de tocino, huevos, mantequilla y leche entera cedió su puesto al compuesto por cereales muy endulzados, tortitas y jarabe, pasteles, leche semidesnatada, leche chocolateada y zumos azucarados.

Las grasas y los aceites que consumían nuestros bisabuelos eran muy diferentes de los que comemos normalmente hoy en día. Nuestros antepasados tomaban mantequilla, manteca de cerdo o sebo de ternera además de algunos aceites importados de coco y de oliva. La mayoría de estas grasas eran muy saturadas. Los aceites vegetales, como el de maíz, soja, cártamo y semilla de algodón, raramente se consumían antes de 1900 debido al gasto que suponía su producción y su tendencia a volverse rancios rápidamente. Con el desarrollo de la prensa hidráulica de aceite, los aceites vegetales se volvieron más rentables y más baratos que las grasas animales. En 1911 la invención del proceso de hidrogenación condujo a la introducción de la manteca vegetal Crisco y más tarde de la margarina (ambos son aceites vegetales hidrogenados que contienen ácidos grasos trans nocivos). Se dio publicidad a la mantequilla vegetal y a la margarina como alternativas más baratas y «saludables» a las grasas animales. Durante la Gran Depresión de la pasada década de los treinta, estos aceites vegetales hidrogenados más baratos se popularizaron enormemente como sustitutos de las grasas animales, más costosas. La producción de aceite vegetal aumentó de forma constante después de la Segunda Guerra Mundial. En 1958 la producción mundial de aceite vegetal ya superaba los veintisiete mil millones de kilos.

Los alimentos se procesaron y se empaquetaron para que tuvieran una apariencia más apetitosa y tentaran a las papilas gustativas, además de para prolongar todo lo posible su período de conservación. En el proceso, se destruyeron los nutrientes y se añadieron productos químicos naturales y sintéticos. Ahora vas a la tienda y es casi imposible encontrar un alimento empaquetado que no contenga azúcar o edulcorantes, conservantes, colorantes, emulsionantes, agentes antiaglomerantes, potenciadores del sabor u otros aditivos.

Ya a finales del siglo XIX, cuando el pulido de arroz se había convertido en una práctica habitual, se sabía que el procesamiento de los alimentos puede causar enfermedades carenciales. Sin embargo, no por ello se interrumpió la práctica; simplemente se volvieron a añadir parte de las vitaminas que habían sido eliminadas. Aquello fue un parche para salir del paso, no una buena ­solución. Durante el procesamiento del trigo para convertirlo en harina blanca se eliminan alrededor de veintidós nutrientes. Solo se vuelven a añadir cuatro o cinco. En la actualidad, los científicos han identificado hasta noventa nutrientes importantes para la salud. Casi todos ellos se destruyen con los métodos modernos de procesamiento de alimentos. En su libro Nutrigenetics [Nutrigenética], el doctor R. O. Brennan enumera la cantidad de cada nutriente que se pierde al convertir el trigo entero en harina blanca; por ejemplo: magnesio (85 %), provitamina A (90 %), vitamina B1 (77 %), vitamina B2 (80 %), vitamina B3 (81 %), vitamina B6 (72 %), ácido fólico (67 %), calcio (60 %), vitamina E (86 %), zinc (78 %) y selenio (16 %).2 La mayoría de la gente come pan o harina de un tipo u otro en todas las comidas. Podrían ser crepes, tortillas, cereales para el desayuno, donuts, bagels, fideos, etc. Quizá te sorprendería saber la cantidad de productos preparados con harina que comemos a diario. La mayor parte de nuestros alimentos está compuesta de trigo. Estos productos casi siempre se elaboran con harina blanca.

Los aceites vegetales procesados, el azúcar y los productos a base de harina blanca conforman el 73 % de la dieta media estadounidense y prácticamente no aportan vitaminas ni minerales. Cuando se alimenta a los animales con productos refinados y procesados, desarrollan una larga lista de afecciones degenerativas, que aumentan en número y gravedad en las generaciones sucesivas. Existe una relación tan fuerte entre la alimentación y las afecciones que a menudo puede verse cómo las deficiencias de determinados nutrientes causan problemas en partes específicas del cuerpo.3

Las enfermedades infecciosas que azotaron a la humanidad en el pasado han sido controladas en su mayor parte por los antibióticos y la mejora de la higiene. Pero una nueva clase de enfermedades ha ocupado su lugar. En la actualidad son las enfermedades degenerativas las que están arrasando. Aunque raramente se habían conocido a lo largo de la historia, se han convertido ahora en algo frecuente.

La grasa cura. El azúcar mata

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