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¿Las dietas altas en grasas son dañinas?

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Si la grasa dietética fuera tan peligrosa como nos han dicho, cualquier población que siguiera una dieta alta en grasas debería estar plagada de enfermedades crónicas y sufriría elevadas tasas de mortalidad. Podemos poner a prueba fácilmente la veracidad de esta hipótesis observando las numerosas poblaciones de todo el mundo que han subsistido durante cientos e incluso miles de años a base de una alimentación con alto contenido en grasas y examinar su salud.

Hoy en día, a nivel global, la mayoría de las poblaciones han adoptado alimentos modernos como el azúcar, la harina refinada y los aceites vegetales refinados; ahora se pueden adquirir alimentos procesados de cualquier tipo en todas partes. De hecho, son habituales incluso en aldeas remotas de Bolivia, Nepal, Etiopía y otros lugares. Sin embargo, en un pasado no muy lejano, había muchas poblaciones de todo el mundo que subsistían a base de dietas tradicionales con un alto contenido en grasa y sin ninguno de los alimentos procesados modernos. Estas poblaciones eran robustas y sanas, con una esperanza de vida tan larga como la nuestra. Echemos un vistazo a algunas de ellas.

El médico británico Hugh C. Trowell (1899-1984) trabajó entre los pueblos primitivos de África oriental de 1930 a 1960. Participó en un extenso proyecto de investigación patrocinado por el Gobierno británico para estudiar las enfermedades frecuentes en la zona. En los años treinta, cuando comenzó su investigación, las poblaciones seguían viviendo como lo hacían desde hacía miles de años. Solo comían lo que recolectaban o cazaban. La cultura occidental tenía poco impacto en ellas excepto en las ciudades más grandes.

En los primeros años, el doctor Trowell y sus compañeros de trabajo señalaron que entre esas poblaciones no había absolutamente ninguna evidencia de diabetes, presión arterial alta, accidente cerebrovascular o enfermedad de las arterias coronarias. Las autopsias no mostraban evidencia de aterosclerosis o enfermedad cardíaca. Todo eso cambió en el transcurso de los treinta años siguientes. Poco a poco aparecieron las enfermedades degenerativas y con el tiempo se volvieron más frecuentes. Los nativos todavía vivían en un entorno relativamente natural, lejos de la industrialización, pero se volvieron cada vez más dependientes de la harina blanca, el azúcar y otros alimentos procesados enviados desde los países occidentales.

Entre los nativos de África oriental hay una serie de grupos étnicos, en concreto, los masái de Tanzania y los samburu, rendille y turkana del norte de Kenia, que vivían una existencia nómada de pastores, cuidando ganado vacuno, ovejas y cabras. Su dieta consistía enteramente en carne, leche y, en ocasiones, sangre de sus rebaños. Tradicionalmente, no consumían ningún producto vegetal. Su dieta dependía en su mayor parte de la leche cruda de vaca. Los adultos tomaban hasta cinco litros al día. Estamos hablando de leche entera, no desnatada, rica en grasas saturadas y colesterol. Alrededor del 66 % de sus calorías diarias provenían de grasas saturadas.

Ten presente que la American Heart Association (AHA) nos advierte que no debemos tomar más del 30 % de nuestras calorías diarias de la grasa, en su mayoría de aceites vegetales, y que debemos limitar la ingesta de grasas saturadas a solo el 7 % de las calorías totales. Por lo visto, nadie se molestó en enseñarles a estas tribus en qué consiste una dieta adecuada. Más del 66 % de sus calorías diarias provenían de la grasa, en su mayor parte saturada.

Con esta gran cantidad de grasas saturadas y colesterol, uno se imagina que estas poblaciones tendrían niveles altos de colesterol en la sangre y sufrirían las diversas fases de la enfermedad cardíaca. Pero nada de esto sucedía, siempre y cuando mantuviesen su dieta tradicional alta en grasas. No sufrían de colesterol alto, ­presión ­arterial elevada, aterosclerosis o enfermedad cardíaca, como podría esperarse. Además, entre ellos no existían la diabetes, la obesidad, el cáncer, las caries dentales y otras enfermedades de la civilización moderna.

Históricamente, estas tribus dependían enteramente de su ganado, pero en los últimos años mantener un estilo de vida tradicional como pastores se ha vuelto cada vez más difícil a medida que se han reducido las tierras de pastoreo y los rebaños han menguado, lo cual los ha obligado a depender más de la agricultura. Aunque aún siguen cuidando ganado, ahora su dieta suele incluir cereales, alubias, patatas y azúcar, con mucha menos carne y leche. Su ingesta de grasas ha disminuido drásticamente. En consecuencia, las enfermedades que previamente no conocían, como las cardiopatías y la diabetes, han dejado de ser desconocidas para ellos.

El coco, que contiene un elevado porcentaje de grasas saturadas, se utiliza ampliamente en la alimentación en muchas partes del mundo. Antes de la introducción de los alimentos occidentales, la cardiopatía coronaria era muy poco frecuente entre estas poblaciones.

El doctor Ian Prior (1923-2009), cardiólogo y director de la unidad de epidemiología del hospital de Wellington, en Nueva Zelanda, dirigió un equipo de investigación durante los años sesenta y setenta que estudiaba la salud, la alimentación y el estilo de vida de los isleños del Pacífico, que tradicionalmente consumían grandes cantidades de coco.

En los años sesenta la mayoría de los isleños polinesios ya habían adoptado alimentos occidentales en mayor o menor grado. Solo unas pocas poblaciones seguían subsistiendo aún casi totalmente a base de su alimentación autóctona. Una de estas poblaciones vivía en un pequeño grupo de islas alejadas del continente, el archipiélago de Tokelau. Esto le dio al doctor Prior una oportunidad para estudiar la salud y la dieta de los isleños polinesios con poca influencia de los alimentos modernos. Estaba ­particularmente ­interesado en cómo afectaba a la salud de esta población una dieta alta en grasas, en buena parte procedente del coco.

Tokelau consta de tres pequeños atolones en el Pacífico Sur, a unos dos mil kilómetros al noreste de Nueva Zelanda. En los años sesenta los tokelauanos seguían estando relativamente aislados de las influencias occidentales y tenían poca interacción con los no polinesios. Su dieta nativa y su cultura permanecían en gran medida como siglos atrás.

Los estudios del doctor Prior se iniciaron a principios de los años sesenta e incluyeron a toda la población de las islas. Se trataba de un estudio multidisciplinar a largo plazo establecido para examinar las consecuencias físicas, sociales y sanitarias de la migración de los atolones a Nueva Zelanda, que tenía jurisdicción sobre las islas.

Los cocoteros y algunas frutas tropicales y tubérculos con almidón suministraban la mayor parte de la dieta de los isleños, complementada con pescado, cerdo y pollo. Los cocos eran su principal fuente de alimento. Cada comida contenía coco en alguna forma: el coco verde proporcionaba la bebida principal; el maduro, rallado o como crema de coco, se cocinaba con raíz de taro o fruta de pan, y los trozos pequeños de carne de coco eran un aperitivo sustancioso. La verdura y el pescado se cocinaban con aceite de coco.

Los tokelauanos obtenían el 57 % de sus calorías diarias totales de la grasa, con un 54 % de calorías como grasas saturadas, principalmente procedentes del coco. Consumían más de mil cien calorías de grasa saturada cada día, diecisiete veces más que el límite de sesenta y tres calorías establecido por la AHA.

Teniendo en cuenta la cantidad de grasa y grasas saturadas de su dieta, el doctor Prior y sus colegas esperaban que presentaran un nivel alto de colesterol en la sangre y signos definitivos de enfermedad cardíaca. Usando una fórmula para calcular los niveles de colesterol en la sangre basados en la dieta, el equipo dedujo que tendrían un nivel de colesterol total de casi 300 mg/dl (7,7 mmol/l), lo que indicaría una importante hipercolesterolemia (colesterol alto en la sangre). En realidad, sus niveles de colesterol eran por término medio de alrededor de 210 mg/dl (5,4 mmol/l); los niveles de colesterol en la sangre eran aproximadamente 90 mg/dl (2,3 mmol/l) más bajos que los previstos a pesar de la dieta alta en grasas.

El doctor Prior afirmó que la salud general de los isleños era excelente. No había signos de enfermedad renal o hipotiroidismo que pudieran influir en los niveles de grasa en la sangre. Tampoco había signos de hipercolesterolemia, los niveles de colesterol eran prácticamente normales. Todos los habitantes estaban delgados y sanos a pesar de su alimentación muy rica en grasas saturadas. De hecho, la población en su conjunto tenía proporciones ideales de peso con respecto a altura. Los problemas digestivos eran raros y el estreñimiento era poco frecuente. Por término medio los isleños evacuaban dos o más veces al día. Desconocían la ateroesclerosis, las enfermedades del corazón, la colitis, el cáncer de colon, las hemorroides, las úlceras, la diverticulosis y la apendicitis. «No hay evidencia de que la alta ingesta de grasas saturadas tenga un efecto perjudicial en estas poblaciones», escribió el doctor Prior.

Cuando los tokelauanos migran de sus atolones insulares a la cultura de Nueva Zelanda, muy distinta de la suya, adoptan los hábitos dietéticos de su nuevo país. Su ingesta total de grasa y grasas saturadas disminuye significativamente. Los alimentos procesados toman el lugar de gran parte de sus alimentos tradicionales. Este cambio aumenta su riesgo de aterosclerosis y cardiopatía. El colesterol total, el colesterol LDL (llamado colesterol malo) y los niveles de triglicéridos aumentan, mientras que el colesterol HDL (denominado colesterol bueno, ya que protege contra las enfermedades cardíacas) disminuye; todo son cambios desfavorables.

Este patrón se ha visto prácticamente en todas las poblaciones insulares al emigrar a Nueva Zelanda, Australia u otros países occidentales. «Cuanto más se adapte un isleño a las costumbres de Occidente, más probabilidades tiene de sucumbir a nuestras ­enfermedades degenerativas», afirmó el doctor Prior. Sus estudios han demostrado que cuanto más se alejan los nativos del Pacífico del estilo de vida y la dieta de sus antepasados, «más se acercan a la gota, la diabetes, la aterosclerosis, la obesidad y la hipertensión».5

El efecto de los alimentos procesados modernos nunca ha sido tan drástico como con los inuit de Norteamérica. Vilhjalmur Stefansson (1879-1962), antropóloga formada en la Universidad de Harvard, dedicó gran parte de su carrera a estudiar la cultura inuit nativa de Alaska y el norte de Canadá y a darla a conocer con sus conferencias. A partir de 1906, vivió entre los inuit durante once años. La mayor parte de ese tiempo vivió de la tierra como ellos, comiendo caribú, aves, buey almizcle, zorro, pescado, foca y otras carnes de caza. Anotó cuidadosamente los tipos de alimentos que comían los inuit, señalando que entre los no occidentalizados o primitivos, la alimentación consistía enteramente en carne y grasa; no consumían en absoluto alimentos vegetales. La grasa era especialmente apreciada y les suministraba alrededor del 80 % de sus calorías diarias. Se prestaba especial atención a extraer toda la grasa de la carne, entre ella la que circundaba los órganos internos. Nada de eso se desperdiciaba. Toda la carne se sumergía en un tazón de grasa de foca derretida, como si fuera una salsa para mojar, antes de comerla.

¿Esta dieta alta en grasas perjudicaba a los inuit? Al parecer, no. Stefansson observó que parecían ser inmunes a la enfermedad degenerativa. Entre quienes seguían su dieta ancestral a base de grasa no había enfermedad cardíaca, diabetes, cáncer, artritis ni cualquiera de las patologías de la civilización moderna. La dieta alta en grasas tampoco acortaba sus vidas. La esperanza de vida de los inuit, señaló, era igual a la de cualquier estadounidense o europeo en aquel momento.

Antes de 1955, la mayoría de los inuit llevaban una existencia nómada, viviendo de la tierra. A menos que habitaran en asentamientos permanentes o cerca de puntos de comercio, solo ocasionalmente complementaban su dieta a base de grasa con alimentos comprados en la tienda.

A partir de mediados de los años cincuenta, fueron reclutados para trabajar en aeropuertos militares y civiles a lo largo del Ártico de Alaska y el canadiense. A finales de los años sesenta, casi todos habían renunciado a su estilo nómada de vida y vivían en comunidades permanentes. También renunciaron a sus alimentos tradicionales y empezaron a comer los mismos productos que la mayoría de los norteamericanos: harina procesada, azúcar, dulces, aceites vegetales y productos enlatados. Hasta entonces, rara vez habían visto el azúcar y nunca usaban aceite vegetal. Comían kilos de grasa de caribú y de foca, pero nunca habían probado la margarina o el aceite de maíz. Estos nuevos aceites sustituyeron a las grasas animales que tanto habían consumido anteriormente. Empezaron a comer menos carne y grasa y a reemplazarla por cereales, azúcar y otros alimentos procesados.

El doctor Otto Schaefer (1919-2009), director de la Northern Medical Research Unit (‘unidad de investigación médica norte’) del hospital Charles Camsell, en Edmonton (Canadá), trabajó entre los inuit durante más de veinte años y fue testigo directo de la transición que tuvo lugar en los años cincuenta y sesenta. Observó como la alimentación tradicional alta en grasas era reemplazada por una dieta rica en azúcar. En una comunidad inuit en el Ártico occidental canadiense, pudo obtener registros detallados de importaciones de alimentos que abarcaban un período de ocho años, de 1959 a 1967. Descubrió que el consumo medio de azúcar de los inuit en esa área se había cuadruplicado durante ese tiempo, pasando de casi doce kilos por persona al año a cuarenta y siete (ver la tabla a continuación). En 1959 el azúcar representaba solo el 18,1 % de los carbohidratos totales que consumían. Para 1967 habían ascendido al 44,2 %. En 1967, cada hombre, mujer y niño inuit consumió por término medio más de cuarenta y siete kilos de azúcar.6 Puede parecer mucho, pero hoy en los Estados Unidos se consumen sesenta kilos de azúcar por persona al año, además del equivalente a aproximadamente nueve kilos de azúcar en forma de edulcorantes artificiales.

CONSUMO ANUAL PER CÁPITA DE AZÚCAR EN LA ZONA COMERCIAL DE PANGNIRTUNG-CUMBERLAND DE 1959 A 1967
AñoPer cápita (kg)% del total de carbohidratos consumidos
195911,818,1
196017,022,4
196429,730,2
196747,344,2

Antes de vivir en comunidades permanentes, la salud de los inuit era igual que la de la mayoría de los demás pueblos aislados. Las enfermedades degenerativas, como la diabetes y las cardiopatías, apenas se conocían. En el plazo de una década, los inuit empezaron a sufrirlas a un ritmo alarmante. La diabetes se triplicó. El doctor Schaefer observó que en esta comunidad inuit había más casos nuevos de diabetes de los que se habían presentado en la totalidad de los inuit que vivían en todo Canadá apenas unos años antes.

La diabetes no era la única enfermedad de cuyo desarrollo entre los inuit fue testigo; los casos de afecciones arteriales se multiplicaron por cinco entre los hombres mayores de cuarenta años. Las afecciones de la vesícula aumentaron vertiginosamente. El cáncer, que había sido extremadamente inusual entre ellos, comenzó a aparecer a un ritmo cada vez mayor. Incluso el acné, que hasta mediados de los años cincuenta era desconocido para los inuit canadienses, comenzó a afectar a los jóvenes. Antes, todos los inuit eran esbeltos y estaban en forma incluso a mediana edad, pero al vivir en las comunidades, su abdomen se volvió abultado.

La dieta civilizada trajo consigo las enfermedades de la civilización. Los inuit apenas tenían problemas de salud mientras se ciñeron a su dieta alta en grasas saturadas y colesterol, pero en cuanto redujeron la ingesta de grasas y adoptaron los alimentos procesados, comenzaron a sufrir una plaga de enfermedades de todo tipo, entre ellas las cardiopatías. En unos pocos años la harina blanca provocó lo que la grasa saturada y el colesterol no habían provocado en el transcurso de generaciones.

Otras poblaciones que subsistían a base de dietas altas en grasas eran los yukaghir, los chukchi y los koryak de Siberia y el Ártico ruso; los watusi y los bambuti de África central, y la tribu san del desierto del Kalahari. Los pastores de camellos de Somalia subsisten únicamente con la leche de este animal, de la que beben casi cuatro litros al día (350 gramos de grasa animal). También los beduinos nómadas del desierto de Negev se alimentan casi por completo de leche fermentada de ovejas, cabras, camellas y burras; lo mismo puede decirse de los pastores toda, la casta dhangar y los pardhi, todas ellas tribus de pastores de la India. Los ainu del norte de Japón, los lapps finlandeses, los pueblos negrito del norte de las islas Filipinas, los aborígenes de Australia y los vedda de Sri Lanka seguían tradicionalmente una alimentación rica en grasas. De hecho, se cree que toda la raza humana descendió de las poblaciones de cazadores-recolectores de la Edad de Piedra que se mantenían a base de una alimentación con alto contenido en grasa. De hecho, de recién nacidos, todos comenzamos la vida con una dieta que tiene un alto contenido en grasa. La leche materna es rica en grasas y grasas saturadas. Es natural que estemos genéticamente bien adaptados para una dieta alta en grasas.

Como ves, muchas poblaciones de todo el mundo con diferentes orígenes étnicos no solo subsistieron sino que prosperaron con dietas que tenían un alto contenido en grasa. No se puede decir lo mismo del azúcar y de la harina refinada. No hay poblaciones tradicionales que subsistan principalmente a base de azúcar y harina blanca. Estos productos son invenciones modernas cuyo consumo únicamente se extendió durante el siglo pasado. La única población que come de esta manera es la nuestra, ¡y mira lo que nos está sucediendo! Consumimos cantidades abundantes de calorías y nutrientes y siempre tenemos comida disponible, pero estamos más enfermos de lo que lo ha estado cualquier otra generación en la historia humana.

La historia se repite una y otra vez. Cada vez que un pueblo ha adoptado alimentos modernos y procesados, han aparecido enseguida las enfermedades de la civilización moderna. La transición de dietas moderadas o altas en grasas a una dieta moderna, baja en grasas y alta en carbohidratos, siempre ha provocado un empeoramiento de la salud. Cuando la grasa se retira de la dieta, se reemplaza invariablemente por carbohidratos, por lo que una dieta baja en grasas también es una dieta alta en carbohidratos. En nuestra sociedad moderna, estos carbohidratos son principalmente la harina refinada y el azúcar.

La grasa es un nutriente necesario; lo necesitamos para una salud óptima. El azúcar, e incluso los carbohidratos en general, no son esenciales. Muchas poblaciones subsistieron a base de dietas totalmente desprovistas de carbohidratos, y sin embargo estaban sanas y no padecían enfermedades degenerativas. Eliminar la grasa de la dieta no es bueno para la salud ya que priva al organismo de nutrientes esenciales, no solo de la grasa en sí, sino también de las vitaminas liposolubles y los nutrientes que solo se encuentran en las grasas dietéticas.

La grasa cura. El azúcar mata

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