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II. DIANA: EL CORREDOR EN SU LABERINTO

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La voz, aunque hosca y excesiva, pareció retumbar únicamente en el sueño.

Pero no. Al momento se repitió verídica y exasperante para todo bicho durmiente, al tiempo que los fluorescentes lapados al techo parpadeaban anegando de luz blanca y dura la inmensa nave en la que se ordenaban cien literas con doscientas camas y otras tantas taquillas de chapa.

Por cada dos camaretas —compartimentos de cuatro taquillas enfrentadas dos a dos— había altos ventanales, cuyas viejas maderas alabeadas sostenían vidrios arcaicos y polvorientos, muchos de ellos remendados por burdas piezas de cartón, a través de cuyos secretos intersticios penetraba el aire del invierno frío de la serranía, sajando los rostros de los infortunados de la cuarta Compañía. Salva era uno.

Ocupante de una cama superior, venía a yacer cada noche en la perpendicular de un juego de rendijas misteriosas, que por más que había pegado o tapizado con celofán no lograba eximirse por completo de la gélida y regular caricia desde que llegara dos meses atrás.

—¡Compañía, Diana! —volvió a gritar el cuartelero con desesperada vehemencia y cierta inflexión de histerismo, un canario de cuerdas vocales aterciopeladas; demasiado para lo que los mandos de la Academia esperaban de un guardia civil integral.

De un salto aterrizó Salva. Con presteza, casi con impaciencia, empezó a cambiarse de ropa: el pantalón del pijama por el de los grandes bolsillos de faena, los pies adentro de las botas de hebillas, al hombro la toalla… Tan eficaz alacridad fatigaba al ocupante inferior de la litera.

Como éste conocía el siguiente paso con que sería importunado, impetró con voz pastosa:

—Deja la cama para luego, ¿vale?

Y como si Salva no hubiera oído nada, se encaramó a la cencha y con un ritmo de hierros dislocados atacó su catre. La litera entera traqueteaba como un andamio mal ensamblado.

Y es que tenía bien aprendida la lección: nada de remolonear o el instructor de turno tomaría nota de los rezagados para llevarlos al parte de Arrestados. Y él nunca había sido fichado por tardón.

No así su vecino de abajo.

—Despega la oreja, Malagueño, que es la hora.

Pero el otro no le respondió; continuó hecho un gurruño amodorrado, en tanto que Salva hacía su cama, esmerándose en no dejar arrugas debajo de las mantas y éstas extendidas —perfectamente extendidas.

De la otra litera de la camareta, talmente que zombis, se erguían el Cántabro, que plantaba pies en el suelo, y el Gallego, que dejaba colgar sus largas piernas, sin que ninguno se decidiera a más.

—¡Vamos, fuera! —Les apremió, y zarandeando barrotes contra el insensato remolón, que ni se removía—: Si te pilla el Instructor, acabarás en el Parte, y no podrás salir este fin de semana.

—Cómo Diana —gruñó el afectado—. Si apenas hace un rato que nos hemos acostado. ¿No tendrá el turuta el reloj chungo? Avísame si viene el Instructor. Y no pares, que me estás poniendo cachondo.

—Que te den —replicó Salva—. Me largo que no pillo lavabo —agarró su neceser y se alejó deslizándose con las botas sin abrochar, adelantándose ágil por entre siluetas entumecidas.

El cuartelero bramó —ahora sí— histérico:

—¡COMPAÑÍA, EL SARGENTO!

Un instantáneo ajetreo se elevó por toda la nave. Los todavía aletargados botaron a los dos pasillos medulares, impunemente acusados por los chirridos de sus respectivos catres militares.

Entrando en los aseos, Salva se vio alcanzado por el Malagueño.

—Entre lo del fin de semana y la llegada del sargento, me habéis convencido —farfulló consternado, arrastrando las chanclas y también los párpados, con las perneras del pijama enrolladas a la altura de las rodillas.

Era viernes. El día más importante en que uno debía proteger el número de su chapa, una placa que prendida al pecho identificaba al portador sin necesidad de abrir la boca. Sólo los fines de semana estaba permitido abandonar la Academia. Acontecimiento imperdonable para el Malagueño.

—Saldrás mañana, ¿no, pisha? —le sondeó, afeitándose con ojos entornados.

—Depende de cuándo pongan el examen —objetó Salva.

—Bah, no seas pringao —protestó el Malagueño, dejando caer una legañosa mirada de soslayo—. Marino dice que está listo y Piñeiro también se apunta. Ya sabes que mi tía nos presta su casa para que nos podamos quitar el uniforme y rular de paisano. De puta madre, pisha.

—Conque Marino… Otro que está bien jodido de puntos. Más os valdría a los dos quedaros a estudiar. Y en cuanto a lo de cambiarse de ropa, ya sabéis que eso no me gusta.

—La cabronada de anoche exige venganza —apoyó Marino dos lavabos a la izquierda.

—¡Lo ves! —le incitó el Malagueño—. El Cántabro está de acuerdo.

Anda, pisha, dile al manchego algo filosófico para que se convenza.

—Los fines de semana son para desintoxicarse —respondió Marino, con un aplomo que el Malagueño tomó por mera sátira; de ahí que lo buscara para celebrarlo chocándose las palmas de las manos.

—Muy agudo, pisha, muy agudo.

Salva se echó el agua helada a la cara, que, abotargada y con grandes ojeras, no difería mucho de la de sus compañeros, ni tampoco de las del resto de alumnos: daban cuenta de no haber dormido un mínimo de horas. Esa noche se habían acostado mucho más tarde de lo habitual. Todo por culpa de un quídam anónimo que después del toque de Silencio y amparado en la oscuridad, berreó con pronunciación sicalíptica que si alguno quería hablar con la novia, él tenía «línea». Alguien le respondió con un sonoro pedo. De inmediato, el alcohol pimplado en la cantina durante las horas libres de la tarde desató innúmeras lenguas en una sarta de baladronadas porno-jocosas, que indefectiblemente llamó la atención del oficial de guardia. No dieron la cara los alborotadores y la cuarta Compañía en pleno formó en el patio de Armas… Hasta que el reloj de la explanada marcó la una y media y el teniente consideró expiado el quebrantamiento de las normas de régimen interno.

Muchos rajaban ahora con los más diversos títulos despectivos. Menos Salva. Él era así. Salva creía en sus mandos, en la disciplina, en los Reglamentos. En la Guardia Civil como Institución sin hipocresía.

—Tenía razón —se ratificó, de vuelta a la camareta—. Debieron dar la cara.

El Malagueño, doblado dentro de su taquilla, refunfuñaba porque no encontraba el pantalón de faena en aquella leonera.

—Tú estás chalado —le replicó sin mirarle, interrumpiéndose un instante para atornillarse a diestro y siniestro el índice sobre la sien, y a continuación soltó un grito de triunfo porque había dado con la prenda.

Salva se abrochó las relucientes botas —las cuales semejaban moldes empavonados—, se ajustó el cinturón, camisa, guerrera, se encajó el gorro cuartelero; todo ello con una celeridad que en sus primeros días como novicio le hubiera parecido imposible. Repasó en torno de sí por última vez: el interior de la taquilla en orden; por el suelo nada de papeles u objetos extraños; y él, afeitado y cabalmente uniformado. Y, por último, acorde con su fe en el régimen, repasó la geometría de su cama: que el embozo de la sábana discurriera paralelo y tirante a la almohada, que la colcha estuviera bien remetida, que el escudo amarillo del Cuerpo cayera con exactitud equidistante en el centro…

No sólo quedaba bien hecha, sino que cualquier protuberancia parecida a una arruga —mucho menos una real y notoria— era indetectable por inexistente.

Y es que en el caso de la cama no muy bien hecha, sería motivo más que probable de verse reflejado en el Parte de Arrestos del día siguiente, por Falta de policía en el material adjudicado. Quizá 0,10 o 0,20 puntos de penalización. Un descuento leve para una falta leve. Por cada 0,10 un día de arresto. Lo que significaba que las escasas horas libres había que pasarlas en las aulas de estudio. El desastre sucedía si a uno le tomaban el número a las puertas del fin de semana.

Para Salva lo preocupante no era el arresto en sí, sino la reducción que le supondría en su nota media final. Sus miras estaban puestas en un destino que le seducía y desvelaba, un destino en una comandancia la cual solía tener siempre demasiados peticionarios. Una puntuación alta resultaba, por lo tanto, imprescindible.

Por el momento no había sido fichado por ninguna falta. De los 10 puntos iniciales del baremo los conservaba todos. Eso le llenaba de una profunda satisfacción, que no se atrevía a declarar; primero porque aún faltaba mucho para terminar el curso, y en segundo lugar porque los «vírgenes de coeficiente» no estaban bien vistos. Llegar a un descuento de seis puntos implicaba que el caso sería estudiado por la Junta de Profesores; es decir: repetición del curso o la expulsión de la Academia. En su imaginación no cabían tales posibilidades: él creía en el sistema, lo respetaba, lo enaltecía. Lo gozaba.

—Daos prisa —les acuciaba—. Que el teniente ya debe de andar por las aulas.

—Tranquilo, asfixiado —replicó el Malagueño.

Marino empezaba a hacer la cama.

Salva y el Gallego salieron a la carrera: la única forma de llegar con puntualidad a la quinta planta del edificio al otro lado del patio de Armas, donde tendrían la primera clase del día: media hora de estudio antes de la de Gimnasia. Pasadas las seis treinta, el incauto que no hubiera hecho su comparecencia delante del oficial encargado de recoger los partes de Novedades, tendría muy difícil no aparecer en la próxima edición de arrestados.

Él nunca permitiría que ese fuera su caso.

Matizados por las farolas moribundas, la premura y el sueño, los alumnos cruzaban la explanada en silenciosa y turbia agitación.

Llegó, para no variar, de los primeros. Tras un vistazo al tablón de anuncios, se puso en la cola para ser revistado: lo ordenado antes de entrar al aula. Lo ordenado que para él era sagrado.

Flemático, escrupuloso, puntual y estrábico, apareció el teniente Yuste. Ordenó que fueran pasando bajo su ubicua y escudriñadora mirada. El Malagueño le apodaba el «bizco bebes». Marino sencillamente le desestimaba sin aspavientos.

A través de las grandes ventanas, la noche persistía, quebradiza… En uno de sus confines despuntaban trazos lívidos.

Sólo faltaban ellos dos. Quien más le preocupaba era Marino. Un día más el número de su chapa se reproduciría en el temible Parte. De los diez puntos del coeficiente, había —o le habían— agotado tres. Demasiado para transitarse por la cuarta parte de un curso académico cargado de pretensiones y minuciosidades inapelables.

El teniente Yuste, meticuloso hasta la intimidación, no perdonaría.

—Su uniformidad es incorrecta: lleva el chándal debajo de la guerrera —paró en seco al alumno que le precedía.

No le permitió excusarse; echó mano al bolsillo de su guerrera y extrajo un bolígrafo verde botella, cuya áurea pinza tenía la forma de un hacha y una espada cruzadas en aspa. Le anotó el número y se dedicó al siguiente.

Y el corredor que continuaba despejado.

Escuchó adelante y prosiguió con paso indemne a sentarse en la mesa que compartía con Marino al fondo del aula.

El oficial entró a recoger el parte de Novedades del alumno jefe de Clase, un tipo rechoncho y formal que en la mili había sido cabo 1º de las COE. Por esa razón y porque era el de mayor edad, había recibido el peliagudo y desamparado cargo. Una responsabilidad que al principio le halagó y de la que al poco habría abjurado si se lo hubieran permitido: ejercer la autoridad sobre sus propios compañeros, bajo la amenaza de aparecer él mismo en el Parte si no ataba corto, debía de resultarle una servidumbre cruel y pérfida; especialmente durante las horas de estudio y con cierta clase de gente alborotadora y descarada, como el Malagueño.

El oficial estaba a punto de anotar las ausencias, cuando dos golpes secos en la hoja metida en el aula giró todas las cabezas hacia la entrada.

Era Marino.

—¿Y tú de dónde vienes? —inquirió el teniente.

—De la Compañía.

El teniente miró su reloj. Salva también el suyo. Pasaban catorce segundos de la hora en punto.

Catorce segundos o catorce horas, para aquel oficial lo mismo daba. Salva lo veía rodar rápido hacia la expulsión. Y no se lo merecía. Marino era un tío noble, buen compañero y, a pesar de todo, pertrechado de una personalidad y una inteligencia superior a la de la mayoría de los compañeros que componían aquel Batallón de futuros guardias civiles.

Tal como preveía, el superior dijo:

—Llega tarde. Deme su número.

Marino se lo dio; pero el oficial no pudo entenderlo: el retumbe de pasos atropellados del Malagueño se lo impidió.

El teniente se quedó atónito.

—¡Otro! —exclamó; y al instante y con sarcástica pesadumbre—: Bueno, qué le vamos a hacer. Dígame su número.

En vez de eso, el Malagueño, enhiesto como un blandón al lado de Marino, cuyo firmes estricto contrastaba casi con impertinencia, profirió con acento campanudo:

—¡A sus órdenes, mi teniente! Permítame decirle que por un principio de cólico, me encuentro indispuesto.

El oficial le clavó su ojo peregrino.

—Conque «indispuesto», ¿eh? —repitió con dejo de ironía y decidido viaje de la mano al boli benemérito—. Pues en principio te voy a recetar 0,20 por llegar tarde a un acto académico.

Se oyeron risas por lo bajini. El Malagueño no había dicho su última palabra.

—Mi teniente, es que la cena me sentó muy mal anoche. No obstante lo anterior, he venido a clase…

El teniente le interrumpió:

—Cállate o te meto medio punto por Réplicas desatentas a un superior —se expresó en tono hosco, pero de tuteo—, y este fin de semana te lo pasas arrestado, y encima me lo agradeces porque te ahorro mil duros. —Lo repasó con un barrido lento y dispar, y añadió—: Sus zapatos no tienen brillo de betún.

Aquello se complicaba; de pronto, había dejado de tutearle. El Malagueño tenía en juego la ansiada fuga del sábado, y presumiblemente la del domingo.

Levantó el mentón con gravedad calculada y declamó, muy serio:

—Es que les han caído agua y al limpiarlos se han vuelto mate.

El oficial apuntó el bolígrafo a los dos estáticos alumnos, y dijo:

—A uno 0,20 por llegar tarde, y a ti —se suponía que miraba al Malagueño—, te voy a recetar 0,20 para curarte el achaque, y 0,10 por ese mate-agua que usas. En total son…

La clase entera rio con breve descaro.

—¡Silencio! —gritó el oficial, desistiendo de la anotación—. Es hora de estudio. Pasad y no me toquéis los «bebes» tan temprano.

—¡A la orden, mi teniente! —estalló el Malagueño, cuadrándose histriónica y contundentemente.

El teniente asintió con expresión adusta y complacida, y se marchó. El Malagueño y Marino ocuparon sus sillas; el primero delante de Salva y el segundo a su lado. Salva aprovechó para reconvenir a uno y a otro.

Pero sobre todo a Marino.

—Podías darte más prisa. Esta vez te has librado por la labia del Malagueño. Te recuerdo que vas muy mal de puntos.

Marino arrugó la frente en un gesto entre pesaroso y despectivo.

—La puta cama tiene la culpa —maldijo.

—Es verdad —se giró el Malagueño—. No hay modo de que quede hecha como a estos cabrones les gusta. Lo importante es que, con un poco de suerte, mañana nos largamos.

—Yo no pienso salir —manifestó Salva, en voz baja.

—No jodas, tío —se cabreó Marino—. Si ya han pasado los exámenes.

—Vosotros no habéis visto el tablón de anuncios, claro.

—¿Qué pasa con el tablón? —preguntó Marino, con fastidio, como si esperara oír un argumento absurdo.

—Que el lunes hay examen de las Reales Ordenanzas.

—¡Otra vez! —Se alarmó el Malagueño sin moderación—. Pero qué manía con los artículos.

—Lo siento, pero no puedo confiarme —adujo Salva en susurros, percatado de las severas miradas del jefe de Clase al trío cuchicheante—. Yo necesito sacar un buen número de promoción y así poder elegir el destino que quiero.

—Lo dicho: eres un asfixiado —se ratificó el Malagueño, escurriéndose en la silla, a fin de eclipsarse del jefe de Clase y de la siempre imprevisible entrada de los Instructores que desde el pasillo vigilaban el silencio de las horas de estudio.

Marino estuvo de acuerdo y pasó a largar:

—Mi tío dice que sin padrino no tienes nada que hacer aquí. Te advierto que yo tengo enchufe. La mujer de otro pariente es sirvienta de un general del Cuerpo y me ha prometido un destino chollo. Seguro que será mejor que el tuyo con tanto estudiar.

—Si es que sales —replicó Salva, corrosivo—. Además, eso sí que no me lo creo —añadió, herido de lleno en su devoción—. Me parece que te has buscado un consuelo bastante pobre. ¿Qué dice al artículo 47 del Reglamento para el Servicio?

—Ni idea. Pero como sé que estás deseando, suéltalo.

Musitando, Salva le recordó:

—«Se prohíbe a todo individuo del Cuerpo el uso de recomendaciones —Marino comenzó a oscilar la cabeza con burla—, para lograr la resolución favorable de sus peticiones oficiales…

—Vamos a contar mentiras, tralarí —canturreaba Marino.

—»… lo contrario implica una provocación a la Justicia.

—Vamos a contar mentiras, tralará…

Salva, no obstante, terminó de recitar:

—»… El que tal intente, será severamente castigado».

—Este tío se lo estudia todo —masculló el Malagueño, asombrado, descaradamente vuelto a ellos. El jefe de Clase no les quitaba ojo.

Salva era el primero en no tolerar semejante falta, pero en discusiones de ese tipo no podía evitar entrar al trapo y tratar de rebatirlas.

Tampoco Marino, quien desplegaba la misma férrea certidumbre en sentido contrario:

—Reliquia propagandística. Soy hijo del Cuerpo y he vivido muchos años en cuarteles. Tú no puedes saberlo. Mira a tu alrededor y piensa: alumnos incapaces de hacer la «O» con un canuto y gordos que es evidente que no han pasado las mismas pruebas físicas que tú y que yo. Un cuadro de médicos y psicólogos imparciales no los habría dejado pasar nunca: a unos por tarados y a otros por sociópatas. Algunos hasta son yonquis —Salva frunció el entrecejo. Marino se enardeció—: Pero no seas gilipollas, hombre. Tú no fumas y no tienes ni idea de cómo se lo montan esos mendas: yo los he visto esnifar mientras los demás les hacíamos corro echando un cigarro en la explanada del comedor. Y todos ellos, a poco que indagues, resulta que son hijos o sobrinos de jerarcas. De auténtica oposición, estamos tú y yo y cuatro más. Y sobre los artículos, no te líes: son un laberinto de distracción, la coartada de la vieja guardia. Si fueras capaz de leerlos con serenidad, verías dos cosas clarísimas: tiranía y feudalismo. No lo olvides: por muy malas que sean mis notas, tendré mejor destino que tú.

Pero Salva no estaba dispuesto a dejarle encima y, contra su voluntad de hablar en clase, le arremetió en plan filosófico.

—Confucio decía que en la vida hay que fijarse una meta lejana, y aunque nunca la alcancemos, al menos nos servirá de faro.

—Ese Confucio no tiene ni idea de lo que es la Guardia Civil —refutó el Malagueño sonoramente.

Aquello irritó a Salva, pero sobre todo al jefe de Clase.

—¡SILENCIO! —voceó, poniéndose en pie detrás de la mesa encaramada a la tarima, la destinada a los profesores que él ocupaba en ausencia de aquéllos—. La próxima vez van al Parte los que están hablando al fondo. ¡Malagueño: date la vuelta ahora mismo o te apunto! —amenazó, o suplicó.

El Malagueño se revolvió afectando sorpresa.

—¿Yoooo?

—Sí, tú —espetó el jefe de Clase—. Y si no te callas, en cuanto pase el primer Instructor le doy tu número.

—Jefe, eres un cabrón —replicó el Malagueño en voz alta y guasona. Saltaron risas generales y el jefe de Clase simuló que le tomaba el número.

Por voluntad de Salva, la charla cesó del todo y el Malagueño dejó de girarse y Marino de vilipendiar tan alegremente.

Un cabo-instructor hizo una rápida y sigilosa incursión. Los alumnos respondieron con un silencio funeral, acentuado por toses y roces de páginas. El jefe de Clase no abrió la boca. Sin nadie que llevarse al Parte, regresó a su paseo vigilante por el corredor.

En un cuarto de hora, la fatiga la impondría la clase de Gimnasia en el cuadrangular vasto patio de Armas. Salva lo estaba deseando; posiblemente era el segundo con tal disposición (se permitía conceder el beneficio de la duda a algún otro). Se distrajo con los cristales de las ventanas, empañados por la calefacción: allende, la alborada delineaba el flexuoso horizonte de todos los amaneceres. Al contraluz, las suaves cumbres de los cerros en lontananza se perfilaban como ondulantes masas carbonizadas… No disponía de tiempo para la lírica: clavó los codos en la mesa, se llevó las manos a las orejas y se dio a empollar las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas. Marino, por su parte, rematadamente ajeno a toda erudición militar, había sacado un cuaderno de crucigramas y rellenaba casillas, unas veces en horizontal, otras en vertical.

El Malagueño coloreaba un cómic porno.

Al cabo de unos minutos, Salva reparó en la impresionante quietud de su compañero de mesa. Con la cabeza apoyada sobre el brazo extendido, que arrojaba por delante del pupitre, Marino dormía con inverecunda placidez. Qué imaginación tenía el tío. Siguió memorizando.

Con el rugido de la corneta en el corredor, se alzó un ajetreo de estampida. Marino, que había sido despertado por Salva un segundo antes, le siguió con farfulladas imprecaciones contra el instrumento supuestamente musical.

De nuevo en infernal carrera. A las camaretas, cambiarse, meterse en el chándal, correr a formación… Salva más deprisa que ninguno, con ilusión salvaje remontando el agobio vertiginoso. Si en las horas de estudio apenas se permitía entregarse a la distracción —excepto que Marino le diera por contarle batallitas—, tampoco lo haría en las de gimnasia, una de sus grandes aficiones.

Se enfundó el chándal azul, reorganizó la taquilla, revisó su cama y su parte de suelo; de hecho, el de la camareta entera: Marino nunca doblaba el espinazo y lo más que hacía con respecto a su lado era darle una patada, así viera un fajo de billetes. Agarró el cetme y desfiló con prisa y sin pausa; sólo se ralentizó para reconvenir al Malagueño.

—Eh, tú, cachazas. Aún tienes que cambiarte y te queda un minuto para formar, y ya sabes que a los últimos les suelen tomar el número.

El Malagueño exageró una mirada de reojo.

—Hoy no. Tengo un plan.

—Sí, ya sé: ir al Botiquín —dijo Salva, caminando de espaldas—. Pero recuerda que no te has apuntado en la lista del jefe de Clase, y hoy está el subteniente, el que te quitó 0,40 por simular tos.

El Malagueño se clavó, pensativo: asomar sin genuina tos por el Botiquín y toparse con el ladino del subteniente médico, sería tanto como afiliarse al listín de arrestos diarios. Adiós fin de semana. Se llevó las manos a la cabeza y se arrancó a contracorriente. Salva lo vio chocarse contra todo y todos.

—¡Y que no se te olvide el cetme! —le recordó a gritos. Encaró su ruta y echó a correr.

Arañado por el viento helado de la madrugada, que despejaba caras modorras y apenas el cielo tiznado, Salva ocupó su sitio en la formación, rodeado de bostezos, toses y tiritonas. En pleno recuento, llegaron Marino y el Malagueño, alocados, a medio vestir, el rostro rojo como chivatos de temperatura.

—Qué, calentando —tiró Salva.

—Muy gracioso —jadeó Marino, sin aliento, poniéndose la chaquetilla del chándal, que había traído en la mano.

El Malagueño ni respirar podía. Se arrastró hasta su sitio, en la cola de la Sección, con los cordones de las zapatillas a medio atar mientras estallaba una orden de firmes seco, lejano e inexcusable.

Comoquiera que el zapateo del entero Batallón sonara con un estrépito apocado y asíncrono, algo así como un redoble de tambor hecho por un principiante extenuado, el profesor de Educación Física, el teniente Garrido, un oficial bisoño y puntilloso para el que Marino tenía un abstruso y despectivo alias, ordenó que se repitiera.

—Ya empieza a dar la nota el Millanito Astray de los cojones —rezongó Marino.

Salva no opinó, pero otros alumnos sí añadieron comentarios de apoyo y de irritación.

—¡¡Muy mal, muy mal!! —voceaba el oficial detrás de un megáfono—. En descanso otra vez.

—Verás la que nos da, verás —gruñía Marino. Y Salva exasperado con aquel infatigable contumaz y el grupito que le hacía de comparsa.

Curiosamente, al que no escuchaba rajar era al Malagueño. Lo captó de soslayo. Indistinto por mor del alba todavía tímida, se debatía a la pata coja por atarse con disimulo —rodilla al pecho— las deportivas. De pronto se le cayó el cetme al suelo y las risas precedieron a la aparición de varios Instructores, llegados como moscas.

—¿Quién ha sido? ¡Número, número!

El Malagueño trató de decir algo, pero el cabo le mandó callar.

—¡¿ESTÁIS DORMIDOS?!… —se encrespaba el profesor. Las circundantes luces de vatios tasados del patio de Armas incitaban a ello y no a taconear precisamente.

Fue a la undécima cuando le debió de parecer militarmente correcto, porque cambió el firmes por marcha.

El Malagueño se deslizó entre Salva y Marino.

—¿Es que quieres que te tomen el número otra vez o qué? —le recriminó en voz baja, pese al in crescendo zumbido general.

—¡Puta mala suerte! —maldijo el otro—. Le comeré el tarro y le haré que me lo quite. —Y para librarse de dar otras explicaciones más explícitas, recurrió a Marino—: Hay qué ver cómo le gusta dar la nota al lechuguino este, ¿eh?

—Está claro que bastante mejor que la clase de gimnasia —apoyó Marino.

—Pues, hombre, no estábamos muy finos que digamos —contradijo Salva, si bien estaba de acuerdo con su amigo en lo de las escasas cualidades como profesor de educación física del oficial; pero se negaba a reconocérselo por que no se le envaneciera.

—¡Tú eres tonto! —replicó Marino con menos miramientos—. No ves que lleva tres días con pasado mañana fuera de su academia y que recrea sus ilusiones de caudillo con nosotros.

—Si tú lo dices… —concedió Salva, sin ánimo de controversia.

—Hay ganas de marcha, ¡¿eh, muchachos?! —rugió la voz hueca y carrasposa del megáfono—. Pues nada: cetme en prevengan, y ¡paso ligero!

El bullicio subió de nivel una décima de segundo y luego se disipó, absorbido por un clac-clac simultáneo y trepidante.

—¡Eh, pishas! —siseó el Malagueño, reclamando de nuevo la atención—. Mirad qué truco para llevar el chopo —y retiró las manos del fusil terciado a la altura de la cadera, el cual, milagrosamente, no se cayó con la prontitud que la ley de la gravedad depara a un peso de cuatro kilos y pico a un metro del suelo. Lo retomó y dijo—: ¿A que es la hostia?

—¿Y cómo lo haces? —preguntó Marino con vivo interés.

Salva, en cambio, sólo le movía la mera curiosidad.

El Malagueño se subió con ademán triunfante la chaquetilla del chándal. En la penumbra amarillenta, Salva acertó a distinguir el ceñidor de lona sobre el cual descansaba, incrustada, la empuñadura del cetme.

—Qué cerdo, el tío —le reprochó Marino—. Y lo dice ahora.

—Como te lo descubran, te follan cero treinta —repuso Salva.

—No; si eres un poco listo —aseguró el Malagueño, boqueando por el esfuerzo de la carrera y a pesar del ardid.

—No me parece bien; las cosas hay que hacerlas como nos dicen —insistió Salva—. A eso hemos venido aquí.

—¡Y una leche! Vengo por la paga, como todos. Menos tú, por lo que veo… ¡Joder! El puto lechuguino me va a matar. ¡Ya no puedo más! —y se calló, falto de aliento.

—¡Un, os, un, os…! —se desgañitaba el oficial por encima de los acerbos recordatorios de unos cuantos a su más directa familia.

Salva sostenía el cetme con tesón y pulso, como si alardeara de no engañar a sus Instructores. Aquel chopo representaba un sueño ganado. Además, él no necesitaba ninguna ayuda extra: lo empujaba un viento de entusiasmo que lo llevaba en volandas.

Sin hielo en el pavimento, debido a una noche de moderado rigor invernal, la galopada se prolongó hasta el final de la clase de Gimnasia y al grito de ROMPAN FILAS las Compañías, estiradas en Secciones, se desbandaron como pájaros escopeteados.

El orto extendía sobre los cerros trazas de un reavivado incendio descomunal. Y como de una quema, huían todos. Los últimos se ducharían con agua fría. No sería el caso de Salva. Y en esta clase de vicisitud, tampoco el de sus amigos; aunque es posible que esa mañana sí lo fuera con el Malagueño, que volaba hacia el cabo que le había cogido el número.

Un día menos que comenzaba.

La ira del embaucado

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