Читать книгу La ira del embaucado - Efrén Matallana - Страница 15
ОглавлениеVII. DESPACHO A UNA MANERA DIFERENTE DE VIVIR
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—Salva, eres un cabrón.
—Ya os lo dijimos, pero no quisisteis hacernos caso. Os está bien empleado, por cabezones.
—Ag, Ag. Seguro que tengo algo roto —gemía el Malagueño—. Necesito pasarme por el Botiquín. ¿Qué tal estás, Cántabro?
—Descoyuntado —exhaló el aludido, sin fuerzas ni para maldecir.
—Sois los más capullos de todos. Justo el día en que nos largamos, vosotros no podéis levantaros. Tiene gracia.
—Tío, es en serio. Ag, no te lo perdonaré nunca.
—¿Te vienes, Cántabro?
El Cántabro negó con un gruñido.
—Os veré después del desayuno, inútiles.
—Adiós… ¡Asesino! —gritó con entonación lastimera el Malagueño—. Y dile al jefe de Clase que esta vez estoy jodido de verdad.
Por fin domingo. Por fin el irreversible y definitivo fin de semana. El derrotero para convertirse en guardia civil había concluido.
Parecía mentira.
Salva deambulaba por las calles de la Academia, imaginándose que lo hacía por la población a la que se incorporaría a la vuelta de veinte días, en la comandancia de Madrid-exterior. Un Puesto en el que pondría en práctica su impaciente acervo de intenciones, todas regidas por la fe y la dilección institucional, los Reglamentos y los innumerables artículos que le habían obligado a memorizar; los cuales llevaría hasta su más primorosa ejecución: levantaría la admiración de la general ciudadanía y, por ende, la de sus superiores, a los que pensaba respetar y obedecer con la prontitud y desvelo que exige el Reglamento y jamás les daría motivos de queja o reprensión. Bastaría con ser íntegro y profesional.
Entró en la descabalada formación del comedor —la indulgencia del último día era asombrosa—, tomó el aguachirle denominado café con leche y de vuelta a la camareta se encontró con sus compañeros en cadavérico descanso supino.
—¡Todavía estáis así! —y balanceó ambas literas con brutalidad; operación que en nada contribuyó a perturbar al durmiente feroz, el Malagueño. Marino, al menos, le lanzó un insulto desganado y salió del catre.
—¿Es que no te alegras de que por fin nos marchemos o qué?
—Ag, mi pobre cuerpo, maldito —farfulló Marino, atisbándose una espinilla en el espejo de la taquilla.
Salva se despojó del mono de faena, y al poco, de súbito, mientras él se esmeraba en abrocharse la camisa blanca frente al espejo, surgió Marino por encima de su hombro, por entero ataviado para la ceremonia.
—¡Joder! ¿Ya estás?
—Pues claro. Cuanto más te encorsetes, peor para tu libertad.
—Oh, vaya. Tú y tu barata filosofía.
—De acuerdo, de acuerdo. Dejaré que disfrutes tu segunda comunión. Bueno, qué: ¿te queda mucho todavía?
Media hora después salían de la Compañía.
—Total, para el timo de traje que nos han colocado.
Marino se paseaba como si lo hubieran disfrazado de guardia civil.
—A lo mejor no es culpa del traje —apuntó Salva, estirándose de las hombreras en un intento por disimular tan palmaria irregular terminación.
—¡A FORMAR A LA CARRERA! —rugió un sargento rechoncho y coloradote al observar la parsimoniosa marcha de los alumnos, fingiendo un enojo simpáticamente mal disimulado. Apenas levantó unos trotes.
—¿Quieres decir que esto está bien? —se encendió Marino—. Tío, tu ingenuidad es inmortal, ¿eh? Mírate. ¿Son estos uniformes un «corte a medida»? Está claro: una chapuza entre compadres. Estos listos nos han vendido el manillar de la moto, te lo digo yo —y echó a correr por llevar la contraria.
Salva sonrió a la medida de su ánimo: orgiástico. ¡Qué tío más de puta madre el Cántabro!
Lo embargaba una ensoñación en cuyo fulgor se divisa encaramado en estrados donde autoridades civiles y militares le colman de felicitaciones, medallas, condecoraciones… Pues con honestidad y valor así le devendría de un modo indefectible.
Se estiró las trinchas con prosopopéyico gesto de regocijo, y sólo porque iba solo: su amigo le habría sacado un rato largo de cachondeo por semejante íntima fanfarronería. En medio de aquel desplegado engalanamiento de banderas nacionales, estandartes del Cuerpo, tricornios y hebillas rutilantes, afinamientos de los cornetines, el redoble de algún tambor —cuyo ejecutante templaba así su ardor—, Marino resaltaba como la nota discordante y entretenida.
Había que formar, y el suboficial parecía realmente cabreado.
El viento de primeras horas de la mañana había dejado un terso cielo azul, y ya dentro de la formación, con el sol subiendo, algunas gotas de sudor le rodaban por la espalda. Con ellas se despediría de las paradas militares. Entonces recordó que soñaba con ser cabo, sargento, oficial, y que tendría que pasar por diversos centros de formación si quería parecerse al capitán Parterra. Claro que, si llegara a oficial, recrearía un estilo distinto al de imitar a correosos legionarios, por muy bien que se llevara el paso desfilando o se percutieran taconazos: no más importante que una lección bien aprendida de servicio a los ciudadanos, como las leyes del Código de la Circulación, la Seguridad Pública, Caza, Pesca, Investigación Judicial… Reparó, entonces, en que apenas habían tocado materias civiles, indispensables para moverse con soltura en una sociedad democrática…
Tampoco Marino iba a desbarrar en todo.
A voz en cuello, el teniente Garrido reordenaba las diagonales.
—¡LAS BARRIGAS ADENTRO, LOS PECHOS AFUERA! —iba y venía, repartiendo supuestos afables sablazos que, aun envainada el arma, poco tenían de sentimentales.
En la magnanimidad de la partida, Salva decidió indultarlo de su animadversión: la noche en que le tomó el número para llevarlo al parte de Arrestados cumplía con su deber. En cambio, no se quitaba de la cabeza la cara del yonqui Marcos, pinchándose, mirándole con ojos vitrificados, transidos de una extraña bulimia, y ahora un guardia civil como él. La idea de otros Marcos entregados a jeringuillas rezumantes a la altura de sus uniformes arremangados seguía sin cuadrarle.
Pero lo importante es que él lo era. La suya era una adicción sostenida por un sueño hecho realidad: envolverse en el uniforme de la Guardia Civil. Y lo había conseguido. Se desbordaba de gratitud al destino o a la suerte.
O tal vez a la obstinada voluntad de serlo a despecho y desafío de una podrida convocatoria que poco a poco había ido descubriendo entre las discordias con Marino y su creciente perspicacia. No tenía nada que agradecerle a aquéllos. Tantos Marcos como había en derredor, sí.
Un público alegre y vitoreante circuía la explanada.
El coronel-Director subió a la tribuna de Autoridades. Dio un par de golpecitos al micrófono, y comenzó:
—Queridos ex alumnos, compañeros guardias civiles —Salva se estremeció de gozo—. Es esta mi última lección y quiero felicitaros por haber superado este aprendizaje que os ha de reconducir el resto de vuestra vida, la personal y la militar. El despacho que hoy os entregamos es un pasaporte a una manera diferente de vivir. Como afortunados españoles —el coronel dejó que la «s» reverberara por los altavoces como el paso de una bala de cañón—… que sois al ingresar en el Cuerpo, no debéis nunca olvidar que vuestra entrega como caballeros del Tricornio nos es indispensable para el mantenimiento de la tradición que nos ampara, y que afianzarla con espíritu abnegado y altruista es vuestro honroso deber. Y que desentenderos sería tanto como un acto de cobardía, y una de las cosas más horribles es vivir siendo un cobarde…
Continuó el coronel-Director en tono paternal, a la vez conmiserativo y electrizante. Algunos destilaban lágrimas por sus caras en alto. Salva las contenía, pero algo embriagador se difundía por todo su ser y el vello se le erizaba en la piel y en la garganta se le hacía un nudo. Se le inflamaba el pecho y el sol le daba de lleno en la cara. El honor, el honor. Uno debía morir por sus mandos y por la Patria o de lo contrario uno era un cobarde y un traidor y no merecía ser digno del uniforme y ni siquiera de ser español.
Alguien tres filas a la derecha se desmayó de la emoción o de la solanera.
Tras el coronel-Director, el general de Enseñanza pronunció unas rápidas palabras de clausura. A continuación, sonaron los prevenidos toques de corneta, y las Compañías iniciaron por hileras la recogida de despachos.
Los asistentes, en su mayoría familiares, aplaudían con el fervor de un público que desde las gradas de una plaza de toros presenciara soberbias faenas taurinas.
La cuarta Compañía taconeaba subrepticiamente el pavimento. Marino, que nunca se terminaba de ver en posición correcta, se recolocaba una y otra vez sobre su propia ubicación, obligando al resto de la cola a moverse en un lánguido efecto látigo que en ocasiones acababa por dejar al último —el Malagueño— como un non que nada tuviera que ver con los precedentes; de ahí que los murmurados recuerdos a los muertos del Cántabro asociados a la defecación por parte del andaluz fueran constantes. Por su parte, en cabeza, el espigado Galleguiño levantaba los pies con penoso disimulo intentando coger el ritmo: nueve meses de enconado entrenamiento y el aprendiz de soldado, a un cuarto de hora para despedirse, ignoraba si al redoble tenía que pisar con el izquierdo o con el derecho; claro que tampoco distinguía el redoble en cuestión. El de atrás le tarareaba un misericordioso rataplán que lo aturullaba más aún.
Su crónica desmaña era un descalabro a la lograda armonía alcanzada por la Cuarta.
Marino gruñó que lo dejaran en paz.
Llegó el turno… Y el Galleguiño, en cumplimiento de esa regla que dice que ésta siempre tiene su excepción, partió con precisión impecable.
La hilera de Salva marchaba como un síncrono, recto y elegante ciempiés.
El retumbar de la Banda lo tensaba ahora más que nunca, sobrecogedoramente. Pisaba y lanzaba el brazo con remedo de soldado veterano, victorioso: un paladín contemplado por hermosas damiselas.
Un soñador enseñoreado sobre sus fantasías.
Al llegar a la tribuna de Autoridades, Salva formó el primer tiempo del saludo delante del coronel-Director, quien casualmente le correspondía. Éste le devolvió el saludo y acto seguido le tendió la mano, que Salva estrechó con prudente alborozo; luego recogió el despacho, que se pasó a la mano izquierda, según protocolo, repitió el saludo, hizo izquierda, y aguardó la orden de marcha. El público no cesaba de aplaudir y exclamar vítores a España y a la Guardia Civil.
Al toque de corneta, regresó a la formación.
Cuando el acto hubo culminado, en un arrebato de exaltación, algunos de los ya números (¡números!, ¿números?) lanzaron sus tricornios —los feos y grandes LLAVE— al cielo, y Salva vio el suyo elevarse más que ningún otro… Tal como destacaba Marino a la cabeza de un grupo que había optado, en una especie de huida despavorida, largarse cuanto antes.
Se agachó a recoger el aliquebrado sombrero —tenía una de las alas partida, que enderezó sin mucha ganancia— y se lo encasquetó con un volteo de sentimientos disímiles… (¿jactancia, desazón?)
A través de una algazara de despedidas, enhorabuenas y congratulaciones, Salva seguía a la desbandada, empero con paso lento hacia las camaretas.
Muchos corrían, volaban. Y esta vez el teniente Garrido no tenía la culpa. Él, sin embargo, quería disfrutar de la postrera contemplación del entorno, de los melancólicos edificios: el largo comedor con su gigantesca cocina; los grandes ventanales de las distintas Compañías, nebulosos de polvo viejo y mal fregoteado; las altas aulas, cuyas ventanas obturadas por estores inmovilizados unas, por persianas a medio bajar como párpados de soñolientos imaginarias otras, le recordaban, vistas desde la explanada, la faz de un sibilino sanatorio que él abandonaba idóneamente medicado para ejercer como servidor de la ley. La LEY.
Y el gimnasio, ¡ah, el sitio más entrañable! Allí había conocido a la gente más veraz y más cordial —exceptuando a Marino— de aquel variopinto batallón de reclutas rectificados. (Él no; siempre creyó, aceptó y ensalzó el régimen.)
Se preguntaba qué será de las convicciones de sus compañeros, a dónde arribarán tantísimas como se desafían, cuántas negarán o defenderán impíamente. De las suyas no se preguntaba nada: tan indudable se conducía; si acaso un poco conmovido por la vertiginosa rapidez con que se precipitaba el final.
En toda aquella estampida intuía un vago barrunto de soledad y cierto extravío, una vuelta a empezar sin otro asidero que uno mismo con su entusiasmo o su experiencia. Del primero porta una buena carga; de la segunda se empapará emulando a los veteranos, subordinándose sin tacha a sus mandos, con la audaz perseverancia de un desertor del arado…
Penetró en la nave, vadeando despedidas inconclusas. Las camaretas resonaban como saqueadas por piratas. Petates y bultos preñados de ropajes y ávidos propósitos pasaban a su lado en trepidante procesión. Marino arrojó un rollizo bolso a un tipo calvo, delgado y muy hablador, que repetía: «Esto no cambiará nunca».
—Tu tío, seguro —dijo, saltando a su taquilla.
El otro, que metido en la suya no lo había visto llegar, emergió exclamando:
—¡Pues claro, quién si no! —y de inmediato requirió al pariente—. Tío Esteban: quiero que conozcas al guardia más legal de toda la Academia.
El pariente descartó la cremallera con la que peleaba y se abalanzó a saludar a Salva.
—Encantado, compañero. ¡Cómo me ha hablado de ti, mi sobrino! Le tienes impresionado. No le hagas mucho caso. Habla más de lo que hace. Ya me ha contado cómo os tratan estos ganapanes —y al punto se explayó en relatar cómo se había —o le habían— paseado por varios artículos del Régimen Disciplinario «como una mariposa de flor en flor».
Tales episodios parecían tener una gracia densa y lujuriosa que Salva no alcanzaba a entender.
—Y es que a estos cabrones o les sigue la corriente o te joden vivo. En Picolandia el servicio y tu vida personal es lo mismo. Pero yo los capeo bien. Ja, ja. Me acuerdo de cuando el cacique de la aldea por la que andaba entonces me dio cinco liebres recién matadas y peladas para el teco, que estaba de revista en el Puesto. Me quedé con dos y en su lugar le endosé un par de mininos. ¡Ja, ja, ja! Ahí no me pillaron, ¿ves? Era lo menos que podía hacer, después de pasarme todo el invierno vigilando las vacadas de aquel cabrón, que era un primo del primer Jefe. En fin, y ¿adónde vas destinado, chavalote?
—A Madrid-exterior.
—¿Y era lo que tú querías?
—Justamente.
—De puta madre, pues. Mi sobrino, como ya sabrás, va para Navarra, y excepto la raya con Guipúzcoa, buena gente los navarricos —oyó que le pitaba el reloj—. ¡Vaya! Se nos hace tarde, sobrino. Te deseo mucha suerte, chavalote —estrechó la mano de Salva con jovialidad, se cargó el fardo al hombro, luego a la cabeza y salió de la Compañía sepultado por el bolso.
Éste y sólo éste volvió a verse cegando los cristales más bajos de los ventanales que daban a la calle, sobrevolando como un torpe misil, sin duda abrumando y divirtiendo al dichoso pariente.
—Es tal cual me lo habías descrito —comentó Salva.
—Ya ves que no exagero tanto como tú creías —se expresó Marino con tintes ya de nostalgia.
Eran pocos los que quedaban en la nave.
El Malagueño se les acercó, gritando:
—¡Buena suerte, pishas! Nasíos pa’ganá, ¿eh, tíos? —Se chocaron las palmas al estilo americano y comenzaron a intercambiarse fogosas promesas de reencuentros, «pase lo que pase».
En ese momento cruzaba el jefe de Clase, arrastrando una maleta enorme.
—Marino, Salva y el Malagueño, al Parte —les entró muy serio.
—¡JEFE, ERES UN CABRÓN! —contestaron los tres al unísono, y se engancharon en abrazos hilarantes.
Se cruzaron adioses, se dilataron en desearse toda la suerte del mundo y se despidieron como hermanos a distintos frentes.
Le siguieron Novoa y Piñeiro el Galleguiño y su pericia innata para llevar el paso al revés de todos.
Quedaron ellos dos en la camareta y sus inmediaciones.
Marino se cargó a la espalda la mochila; por una de las cremalleras descollaba la barra de torsión que Salva le había regalado. Se miraron. Se desearon suerte. Se fundieron en un abrazo. No se chocaron los pulgares ni se rebotaron palmas. Habían fraternizado hasta un punto que superaba la mera amistad y que aludía al encontrado ardor de sus peculiares credos.
Un desenlace ya en gestación.
—Que te vaya bien, Salva.
—Igualmente.
Marino le daba palmaditas en el hombro; no hallaba el modo de despedirse. Un cordón umbilical les ligaba con la fuerza de un anhelo compartido: el de llegar a saber el uno del otro, de cómo llegarán a realizarse en una servidumbre que ambos percibían tan contradictoriamente.
—Ojalá que tus sueños se cumplan tal como los imaginas… Muchísima suerte, atleta.
—Lo mismo te digo. Por mi parte, espero, además, que nos podamos ver muy pronto.
—Que así sea —respondió Marino—. Por eso me gustaría que quedara entre nosotros una promesa inexcusable.
—Tú dirás…
—Que hagamos todo lo posible por vernos a la vuelta de un año, si es que no puede ser antes. Y de ningún modo que pasen más de tres años. Para intercambiar experiencias y comprobar cuánto nos hemos alejado de lo que imaginábamos. ¿Vale?
—Vale —convino Salva—. Pero estoy seguro de que no tendrá que pasar tanto tiempo.
—Por si acaso —insistió Marino—. No me gustaría que fuera una promesa más, de las que hemos repetido a tantos otros sin verdadera estimación. Entre nosotros, eso tiene que sucedernos. Ah, y antes de que se me olvide, quiero dejarte algo —y sacando un libro de uno de los bolsillos de la mochila, se lo ofreció—. Quien regala un libro como este regala libertad. Es mi novela favorita, una que he leído muchas veces: Juan Salvador Gaviota. Quizás encuentres coincidencias sugestivas, aparte de tu nombre, y puede que, como a mí, te inspire otros aires y otras ambiciones; y si no, un recuerdo por nuestros buenos ratos, y por tu muelle, que cada vez que lo veo me pongo enfermo —lo miró de reojo y simuló una mueca de exagerado dolor—. Confío en que algún día se me vayan estas agujetas.
Ambos rieron apenados, melancólicos.
—No es un simple muelle, es una barra de torsión —le corrigió Salva—. Lo que quiero decir es que deseo que todo te vaya bien. Que la suerte nos acompañe.
—Hasta pronto, Salva.
—Hasta pronto, Marino.
De nuevo se abrazaron, se estrecharon las manos al más puro estilo tradicional, y Salva vio alejarse a Marino con la mochila a la espalda, tan liviana que no le resultó extraño, conociendo que iba más bien escasa de ilusiones profesionales. En el centro de la mochila destacaba una pegatina lengua a modo de aseveración invicta y ostentosa contra lo que habían tratado de inculcarle durante aquel embarazo castrense.
Antes de transponer la puerta, para no verlo en algunas semanas —unos pocos meses a lo sumo, se dijo—, vio a su amigo que le volvía la cabeza, agitando el puño en el aire y que lo cerraba con simbólica fuerza.
Salva le imitó el gesto. Y se quedó solo.
Literalmente solo. En derredor, un naufragio de camaretas irreconocibles, taquillas abiertas de par en par, literas atravesadas, colillas y papeles y un montón de útiles académicos esparcidos por doquier: reglas, fotocopias, perchas, botes de champú, jaboneras, zapatillas de la ducha…
Su cara se iluminó en medio de aquel celestial pandemónium. Acabó de recoger. Sus pasos hacia la salida tenían ecos de ovación.
Apretó los puños y salió a saltos.
—Eh, tú, loco —se chocó con uno que bajaba de la Sexta.
—Perdona, tío.
Durante el viaje tuvo tiempo más que suficiente para leer el regalo de su amigo. Cuando lo hubo terminado, se descubrió a sí mismo en su tocayo Juan Salvador Gaviota. Quería ser como esa gaviota y también un guardia civil como el coronel-Director. Él era así. ¿Sería compatible?
Rodeado de familiares y compañeros, en un tren con destino a sus sueños, Salva se abandonó a un sentimiento de felicidad insuperable.