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EL PACTO QUE LO HABRÍA CAMBIADO TODO

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En 2005, Jordi Sevilla y Josep Piqué intentaron pactar el Estatuto de Cataluña, ambos fueron defenestrados

Josep Piqué y Jordi Sevilla intentaron pactar el nuevo Estatuto de Cataluña en el duro invierno de 2005. De haberlo conseguido, alguna cosa sería distinta en la España triturada por la crisis. De haberlo conseguido, la embajada española en Holanda no se habría visto obligada esta semana a hacer el ridículo suspendiendo la presentación de la novela Victus de Albert Sánchez Piñol, en el Instituto Cervantes de la ciudad de Utrecht. De haber prosperado aquel pacto, Jorge Moragas, jefe de gabinete de Mariano Rajoy, no habría alimentado ayer el despropósito de Utrecht, afirmando en Badalona que Victus es una novela que «manipula la historia» y que se pretendía utilizar una plataforma del Estado para divulgarla. ¡El Estado contra una novela! Es lo último que nos faltaba por ver.

Todo esto y otras muchas más cosas disparatadas no habrían pasado si Jordi Sevilla, ministro de Administraciones Públicas del primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y Josep Piqué, presidente del Partido Popular de Cataluña y exministro de José María Aznar, hubiesen logrado encauzar, hace más de ocho años, una discreta negociación entre socialistas y populares sobre el nuevo Estatut. Ambos lo intentaron, pero la tentativa fue abortada desde la Moncloa y desde la calle Génova de Madrid. Ambos fueron marginados y acabaron fuera de la política. Siguen siendo amigos, han publicado libros y hace un par de años, en el peor momento de la crisis económica, cuando España parecía estar a punto de ser intervenida, ambos publicaron juntos algunos artículos de opinión pidiendo una política de amplio acuerdo; artículos que fueron interpretados en Madrid, donde todo se lee en clave conspirativa, como el intento de promocionar una gran coalición entre PP y PSOE. Una fórmula de gobierno que quizá no tardaremos muchos años en ver.

Josep Piqué fue frenado en seco por Eduardo Zaplana y Ángel Acebes, en aquel momento jefes de la guardia de hierro del PP, ante la aparente indiferencia de Mariano Rajoy, seguramente preocupado por lo que le esperaba si volvía a ser derrotado en las legislativas de 2008. (Efectivamente perdió, el aznarismo intentó liquidarle, logró cerrar un pacto de supervivencia con los barones territoriales de su partido y le salvó el gong de la crisis económica: empezó a cambiar el ciclo político y la victoria de los suyos en Galicia fue decisiva.) Piqué abandonó la presidencia del PPC en julio de 2007. En la actualidad es el consejero delegado del grupo constructor OHL.

Jordi Sevilla, figura importante en el círculo inicial de Zapatero —el hombre que le enseñó los primeros rudimentos de política económica, materia de la que el joven secretario general de León confesó no saber nada a micrófono abierto—, fue apartado de las carpetas importantes antes de ser relevado como ministro en el 2007. Zapatero le alejó de la negociación del Estatut para tomar él personalmente las riendas de un caballo que acabaría conduciendo al Partido Socialista al desastre.

Sevilla quería que el nuevo Estatuto de Cataluña saliese del Parlamento con los votos del PP. Ello significaba rebajar su contenido —¿más que el «cepillado» invocado por Alfonso Guerra?—, a cambio del desarme del debate social y de una tregua en la guerra de guerrillas del Tribunal Constitucional. En pocas palabras, la idea de Sevilla era evitar que la autonomía de Cataluña se convirtiese en la obsesiva piedra de toque del combate político español, entre un PSOE rejuvenecido que quería abrir un nuevo ciclo y un PP irritado y humillado por los hechos de marzo de 2004, dispuesto a zarandearlo todo —incluso a su líder nacional, Rajoy— para evitar el asentamiento de Zapatero.

Sevilla, valenciano, seguramente veía peligroso para la estabilidad del PSOE que la suerte de los socialistas dependiese casi exclusivamente de las reservas electorales de Andalucía y Cataluña, dos realidades sociales cada vez más divergentes. Fue relevado como ministro en el 2007. Actualmente trabaja para una consultora.

Piqué estaba dispuesto a negociar, por dos motivos. Entendía que la recuperación del PP en España pasaba por una superación estilística y conceptual del último aznarismo: más moderación, más conexión con las jóvenes generaciones y un poco más de peso del centroderecha español en Cataluña. En pocas palabras, quería hacer del PPC un partido más influyente en Barcelona, donde una insegura alianza tripartita había mandado a CiU a la oposición, despojándola también de casi todo su poder municipal. CiU estaba de cara a la pared. Había espacio para un PPC moderado, que cultivase complicidades con la burguesía de Barcelona y la nueva tecnocracia comarcal. Había margen para intentar recuperar el papel moderador de la coalición UCD-Centristes de Cataluña a finales de los años setenta. Si el PP pactaba el nuevo Estatut, Piqué se convertía en un punto de referencia muy interesante para el empresariado catalán y el catalanismo autonomista. No solo Jordi Sevilla estaba interesado en el pacto con Piqué. Pasqual Maragall, también. La aproximación de Piqué rebajaba la tensión de toda la cadena negociadora. CiU tenía que vigilar su flanco derecho y ello suponía menos presión para ERC. Maragall y Piqué, por lo demás, se llevaban bien. Congeniaban bastante.

Estamos hablando de los años 2005 y 2006. Aún no había comenzado la crisis económica y nadie sospechaba lo que se avecinaba, excepto algunos economistas visionarios a los que nadie hacía caso, algunos gabinetes de estudio perspicaces y algunos directivos de banca sensibles al recalentamiento, que comenzaron a retirarse del negocio inmobiliario intuyendo la llegada de una tremenda crisis. La Caixa, por ejemplo, comenzó a desprenderse de la inmobiliaria Colonial en el 2006.

Zapatero no quería negociar el Estatut con el PP. El presidente socialista lo quería negociar con Artur Mas, como así hizo, en secreto, en la Moncloa. A medida que descubría la complejidad de la cuestión catalana, Zapatero optó por recuperar la interlocución con CiU, sin perder del todo a ERC, mientras estudiaba cómo desembarazarse de Pasqual Maragall y de su hermano Ernest, cosa que consiguió en octubre de 2006. Sus asesores no podían ni ver a Ernest Maragall. Lo consideraban un desviacionista nacionalista obsesionado con la idea de dotar al PSC de una total independencia respecto al PSOE. La influencia de Ernest sobre Pasqual era cada vez mayor.

El papel de los hermanos Maragall en la Cataluña de los últimos veinte años es importante. Tendremos que hablar de los hermanos Maragall como unidad política en este código 11-9-11, puesto que Ernest sigue teniendo papel en la escena.

Resumo: Zapatero quería pactar el Estatut con CiU, sin perder a ERC, mientras domesticaba al PSC y mantenía la confrontación con el PP, totalmente colonizado por el aznarismo. Zapatero y su equipo leían con delectación las columnas de Federico Jiménez Losantos en el diario El Mundo, se solazaban con la Cope y rezaban por la reelección del cardenal Antonio María Rouco Varela.

¡Esa era la derecha que le interesaba! La «ceja» contra la «derechona». No sabían lo que se avecinaba. Y si lo intuían —el economista Miguel Sebastián, por ejemplo—, se lo callaban.

La guardia de hierro del PP tampoco quería pactar el Estatut, ni con los socialistas, ni con nadie. Todo lo contrario: ¡guerra sin cuartel al pacto del Tinell! Tensar, tensar, tensar, para evitar un nuevo asentamiento del PSOE en la vida política española. Nada más aprobarse el Estatut en el Parlament de Catalunya, en septiembre de 2005, los populares comprobaron que aquel asunto provocaba inquietud en muchos españoles. En los electores del PP y en una parte significativa de los electores socialistas, especialmente en el sur de España. La aguja del sismógrafo se movió; se alteró mucho más que con la aprobación de la ley del matrimonio gay. Y en Génova alguien dijo: «¡Ya los tenemos!».

Zarandear, zarandear, zarandear. No bastaba con presentar un recurso ante el Tribunal Constitucional, había que recorrer toda España, pueblo a pueblo, para recoger firmas contra el nuevo estatuto catalán. Recuerdo la mañana en la que una señora me paró en la calle Potosí de Madrid, muy cerca del mercado de Chamartín, para pedirme «una firma contra los catalanes» (textual). Le respondí: «Señora, lo veo difícil, puesto que soy catalán». Tiempo más tarde, Mariano Rajoy reconocería, en privado, que aquella campaña fue un error. Sin embargo, sería injusto cargar toda la responsabilidad en el dúo dinámico Zaplana-Acebes. Desde Andalucía, Javier Arenas también observaba con interés la fronda anticatalana y pensó que podía serle de ayuda en su campaña para la conquista de la Junta de Andalucía. Y Arenas, no lo olvidemos, siempre ha tenido gran influencia sobre Rajoy.

Cuando Piqué les planteó pactar el Estatut, los de la calle Génova se miraron perplejos. El ministro catalán de Aznar les proponía aceptar, ni que fuese con eufemismos y muchos equilibrios dialécticos, que el preámbulo del Estatut, sin carácter normativo, afirmase que Cataluña es nación. Aznar les iba a fulminar a todos. Piqué les estaba proponiendo que el PP entrase a formar parte de una nueva narración de España. No tardó en caer en desgracia.

El pacto no pudo ser y los resultados son conocidos por todos. Cuando dentro de unos años se escriba la historia de esta primera parte del siglo XXI en España, habría que prestar atención a ese intento de pacto. Es imposible saber lo que habría ocurrido. En todo ejercicio de ucronía siempre hay un poso melancólico. Aunque CiU hubiese tenido que prestar atención a la incursión del PPC por su flanco moderado, quizá ERC no habría soportado aquel pacto.

Lo que está claro es que en aquel momento se impuso la polarización, siguiendo la estela de la política norteamericana. Obama y sus consensos transversales aún estaba por llegar. Y la crisis nadie, o casi nadie, la olfateaba. Cuando llegó se encontró un país con las élites políticas muy enfrentadas y una sociedad relativamente calmada y perpleja. En menos de siete años el esquema se ha invertido: las élites empiezan a pensar en la necesidad de grandes acuerdos, mientras una parte de la sociedad comienza a gritar: «¡Fuera la casta!».

La ucronía sirve de poco. Todo aquello es hojarasca. Sin embargo, para entender alguna cosa más de la actual situación en Cataluña hay que rememorar la defenestración de Piqué.

La conexión del PP con Cataluña es hoy muy débil; más débil que su conexión con el País Vasco. Algunos cuadros muy bien colocados en el entorno de Rajoy: el jefe de gabinete Jorge Moragas, el secretario de Estado, Luis Ayllón...; una dirigente oxidada por el abuso de la gesticulación mediática; las alcaldías de Badalona y Castelldefels, y un único ministro con domicilio en Cataluña, uno solo, y un competidor imprevisto, que les supera en las encuestas: Ciutadans.

El nexo del PP con Cataluña comienza a parecerse al del Partido Conservador británico con Escocia, con un dato muy importante que hay que tener en cuenta: Escocia no representa el 19% del PIB de Gran Bretaña.

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