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EL NUEVO ESLOGAN: SOBERANISMO ES CORRUPCIÓN
ОглавлениеEl Gobierno decide sacar todo el provecho posible del caso Pujol; esa brecha le fascina
La intervención del ministro Cristóbal Montoro en el Congreso ha provocado un efecto no sé si calculado por el Gobierno de España. Las palabras del ministro de Hacienda han irritado a gente que está muy enfadada con Jordi Pujol y su familia. Indignada por el fraude fiscal, por la ocultación del mismo, por el abrupto contraste entre la evasión fiscal y los constantes discursos moralistas del expresidente. Montoro ha conseguido irritar a gente más que enfadada por la estrategia defensiva de Pujol, claramente supeditada a la protección de su hijo mayor, un personaje que no se salvará del más radical oprobio, en el supuesto, improbable, de que logre salir indemne de las acciones penales que le van a caer encima.
Montoro ha herido la moral de gente que ya estaba desmoralizada por el degradante final de un hombre en el que habían confiado y al que habían admirado. Gente dolida, gente desfondada, gente desmovilizada. Gente que votó toda su vida a CiU y que hoy dice que se va a abstener por los siglos de los siglos, o que dará su papeleta a Podemos, para pegarle una buena patada a un sistema político hipócrita. Otros, evidentemente, votarán a ERC. No estoy fabulando. Este sentimiento existe entre electores del partido que ha gobernado Cataluña durante más de veintisiete años. (Veintisiete sobre un total de treinta y cuatro años de autonomía.)
La analogía entre soberanismo y corrupción fue demoledora. La fábrica de ideas del Partido Popular siempre ha manejado con bastante desenfado y eficacia las técnicas de la analogía. Pujol, padre del moderno nacionalismo catalán, ha defraudado a Hacienda durante treinta y cuatro años y algunos de sus hijos son sospechosos de otros oscuros manejos, por lo tanto, su culpa se proyecta sobre todo el soberanismo catalán y, si forzamos un poco más el argumento, se proyecta sobre toda la sociedad catalana. Un reciente editorial del diario ABC prefiguraba esta idea con las siguientes afirmaciones: «El nacionalismo catalán se ha instalado fuera de las reglas de la moral pública, no solo de los principios legales y democráticos [...]. Es una élite que lleva la corrupción en su código genético». Código genético, glups. La genética dejó de ser arma de combate político, en Europa, al concluir la Segunda Guerra Mundial. La fábrica de frames se ha puesto en marcha: soberanismo es igual a corrupción.
Evidentemente, si un partido o un periódico relevante afirmase que el caso Gürtel define a todo el Partido Popular como una organización delictiva, tendríamos un escándalo. Es verdad, en Twitter se pueden encontrar afirmaciones de ese cariz, pero no estamos hablando de los trinos electrónicos, estamos hablando de la técnica argumental del ministro de Hacienda en el Congreso de los Diputados. (Montoro, por cierto, se refirió al extesorero y administrador del PP, encerrado hace más de un año en la prisión de Soto del Real, como «don Luis Bárcenas».)
Imaginemos también que una relevante personalidad española afirmase públicamente que el caso de los ERE en Andalucía invalida todo el ideario socialdemócrata. Sí, es verdad, alguna invectiva de ese tipo puede leerse en alguna columna de prensa de Madrid, pero es difícil que lo oigamos en el Congreso. Podríamos poner muchos más ejemplos. En las magníficas biografías que hace unos meses se publicaron en todos los periódicos sobre Adolfo Suárez se recordó con mucha discreción, o ni siquiera se recordó, su relación con el banquero Mario Conde, que ayudó a financiar el CDS con trescientos millones de pesetas sustraídos de Banesto mediante una anotación contable falsa. (Así lo declaró al juez en 1992 uno de los acusados por el monumental desfalco en Banesto.) Adolfo Suárez, como es bien sabido, tuvo funerales de Estado.
Lo de Jordi Pujol es distinto. Pujol ha liderado durante más de cuarenta años una corriente política que cuestiona o pone en discusión algunos de los elementos estructurales del Estado español. En alianza con otras fuerzas, esta corriente consiguió inscribir en la Constitución de 1978 principios que aún no han sido digeridos por un sector significativo de la derecha. Por ejemplo, el artículo 2, donde se afirma que España está compuesta por «nacionalidades y regiones». (Los promotores de este redactado fueron Jordi Solé Tura, del PSUC, y Miquel Roca Junyent, de CDC, contando con el apoyo del socialista Gregorio Peces-Barba, cuando en el PSOE aún defendía que España era una «nación de naciones».) Pujol es distinto, porque como dijo Montoro, mientras defraudaba a Hacienda se convertía en adalid del independentismo catalán. La caída de Pujol, espectacular, tremenda e inapelable, es un hecho político de primera magnitud que el Gobierno ha buscado con ahínco. El ministro reconoció que el expresidente y su entorno venían siendo investigados desde antes del año 2000.
Mientras Montoro establecía la analogía entre corrupción y soberanismo, el presidente del Gobierno recibía al primer ministro de Andorra, país en el que se ha puesto al descubierto el «tesoro» de los Pujol, supuestamente por la delación de un directivo bancario descontento. Sin esa delación, el curso político habría empezado de otra manera.
Algunas personas —catalanas, pero no solo catalanas— se sintieron ofendidas por Montoro, que leyó su discurso, para así dejar claro que no estaba improvisando. Otras personas, menos susceptibles, se preguntaron desde la más absoluta racionalidad por qué diablos el Gobierno no deja que los hechos hablen por sí solos, sin empujarlos. Este parece ser el sino de la derecha española: cuando tiene al adversario en el suelo, malherido, humillado y en posición ridícula, necesita pisotearlo. ¿Por qué?
(En Italia esa actitud recibe un nombre muy musical: stravincere. Vencer en exceso. Allí suele estar mal visto.)