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LAS DOS BANDERAS DE LA CALLE SANT RAFAEL

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Una explicación del Onze de Setembre para lectores no catalanes

Onze de Setembre. Llevo días dándole vueltas a la crónica que podía escribir para esta jornada; para la edición de la mañana, por decirlo a la antigua manera, antes de que nos desborden las informaciones sobre la manifestación de Barcelona. Me gustaría explicar alguna cosa sobre el Onze de Setembre, pensando, sobre todo, en los lectores no catalanes.

Puesto que pertenezco a la generación que no pudo estudiar, en la escuela, la historia de Cataluña y ni siquiera la gramática y las normas ortográficas del catalán —los primeros cursos, en horario extraescolar, fueron autorizados a principios de los setenta—, me gustaría explicar cuáles fueron mis primeras noticias del Onze de Setembre. Me gustaría recordar a través de qué capas freáticas llegó esa fecha a oídos de un chico de Badalona, nacido en 1957, hijo de una familia catalanohablante, que, a la vieja usanza, podríamos calificar de menestral. (Padres, dos abuelos y dos hijos en la misma casa, trabajo en la fábrica y en el pequeño comercio.)

El primero en hablarme del Onze de Setembre fue mi padre. No, no fue una proclama patriótica, ni una rememoración nostálgica con lágrimas en los ojos. En mi familia, como en otras muchas de nuestro país —en Cataluña y en toda España—, se cruzaban dos miradas sobre el tiempo de la República y la Guerra Civil. Experiencias distintas en una misma ciudad de la periferia de Barcelona, llena de fábricas, a la vera de la primera línea de ferrocarril construida en la Península. Mis abuelos maternos eran republicanos. Mis abuelos paternos, simplemente supervivientes. Mi abuelo materno, alumno de una escuela de la Mancomunitat, mecánico ajustador, trabajó durante toda la guerra en un taller colectivizado que fabricaba munición para el ejército de la República. Solía explicar que de joven había simpatizado con Esquerra Republicana. El día que concluyó la guerra dejó de comprar el periódico para recluirse en las páginas de El Mundo Deportivo. (Los viernes, el diario deportivo y la entrega semanal de El Capitán Trueno para su nieto.) El día que murió Franco vino a casa con dos diarios.

Mi abuelo paterno, propietario de una pequeña panadería, estuvo a punto de ser asesinado por la FAI. Supo que estaba en la lista y en vez de huir a Burgos —seguramente no disponía de medios materiales para ello—, tomó otra decisión: cogió la escritura de propiedad, se presentó en el local de la CNT-FAI y ofreció la colectivización de su panadería. Conservo el acta de colectivización, firmada por Enric Juliana. El día que finalizó la guerra, mi abuelo supo que había logrado salvar la vida y el pequeño negocio que había conseguido levantar trabajando desde los trece años. Se adaptó a lo que vino. Leía cada día la prensa —recuerdo que en su casa siempre había un ejemplar de La Codorniz— y lo observaba todo con una mezcla de escepticismo y sarcasmo. Sus dos frases preferidas eran: «Aixequem-nos i aneu-hi», que podríamos traducir como ‘levantémonos, pero vais vosotros’, y «les masses piquen», ambiguo juego de palabras que encierra dos significados: ‘los excesos hacen daño’, y ‘las masas (sociales) pican (son agresivas)’. Un lector mañanero apunta, también, la similitud fonética entre masses y maces. Así, llegaríamos a la expresión «les maces piquen» (‘las mazas pican’). Mi abuelo componía su propio juego y se refería al disturbio social.

Mi padre vivió la guerra a través de esa mirada. Era un niño. Un día vio, horrorizado, cómo los anarquistas quemaban la iglesia de Sant Josep, a cincuenta metros de su casa. Y otro día supo que la bomba lanzada por un avión italiano —los bombardeos eran casi diarios— había matado a su mejor amigo en el barrio. Difícil encrucijada: o te mataban las bombas de la aviación de Mussolini o te mataba la FAI. De mayor, mi padre nunca quiso saber nada de política y una mañana me contó una historia muy divertida de un tío suyo, l’oncle Pelegrí, natural de Campdevànol, en la cuenca metalúrgica de Ripoll.

«El oncle Pelegrí —me dijo— cada día once de septiembre salía al balcón de su casa en Campdevànol y declamaba en voz alta un poema que decía: “Al Fossar de les Moreres no s’hi enterra cap traïdor, fins perdent nostres banderes serà l’urna de l’honor”». Mientras me lo contaba, mi padre reía. Y añadió: «L’oncle Pelegrí era de la flamarada”» (Flamarada: llamarada). Recuerdo la risa de mi padre, entre irónica y complacida. Años más tarde supe que esos versos fueron escritos por Frederic Soler, «Pitarra», y pertenecen a un poema patriótico de exaltación del lugar en el que fueron enterrados algunos de los defensores de Barcelona en el sitio de 1714. Pitarra, relojero, dramaturgo y autor satírico, popular y populista, escribió muchísimo y acuñó una de las frases más distintivas del individualismo catalán: «Tants caps, tants barrets» (‘tantas cabezas, tantos sombreros’).

La segunda vez que oí hablar del Onze de Setembre creo que tenía catorce años. Año 1971. Yendo a la escuela, recogí una octavilla del suelo. Era un llamamiento del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), entonces clandestino, a celebrar el Onze de Setembre acudiendo a una concentración en la ronda Sant Pere de Barcelona, lugar donde había estado el monumento a Rafael Casanova. La octavilla animaba a luchar por el derrocamiento de Franco y por la recuperación del Estatut. El PSUC era el partido comunista catalán. Este partido, que en sus estatutos se definía como «nacional catalán», fue el principal constructor de una capa permeable entre el catalanismo y muchos de los obreros llegados a Cataluña desde otras partes de España. A mitad de los años sesenta, las Comisiones Obreras catalanas adoptaron el nombre de Comissió Obrera Nacional de Cataluña. Sin tener en cuenta ese nombre no se entiende nada de lo que ha venido después.

Tercer episodio y último. Septiembre de 1976. El gobernador civil de Barcelona Salvador Sánchez-Terán, siguiendo instrucciones del primer Gobierno Suárez, decide tolerar la primera celebración pública del Onze de Setembre desde el final de la guerra. Se convoca una gran concentración en una explanada de Sant Boi de Llobregat. Se editan pasquines llamando a la población a colocar banderas catalanas y damascos en los balcones. En la calle donde nací, en el centro de Badalona, muy cerca del mar, solo dos casas amanecen con la bandera catalana. (La bandera con la estrella en aquellos momentos la conocían muy pocos y parecía algo bastante extravagante.)

Solo dos casas con la bandera catalana. Sé cuáles eran. Los demás vecinos no estaban en contra de la convocatoria, la mayoría, no. Simplemente estaban expectantes. Sin ese «a ver qué pasa» no se entienden ni la Transición, ni el pujolismo. Esa prudencia, ese «a ver qué pasa», también formaba parte del sentimiento popular catalán, no nos engañemos y no construyamos pasados idílicos. Hoy, la calle Sant Rafael de Badalona habrá amanecido llena de banderas estelades. Hoy, la expectativa es otra y el mundo es otro. Han pasado 38 años. Muchísimo tiempo. Una eternidad.

Hoy, desde Madrid, mientras vea la manifestación de Barcelona por televisión, pensaré en mis dos abuelos. En el que se emocionaba cuando hablaba de Companys y en el que logró sobrevivir a la FAI. Hoy centenares de miles de catalanes dirán: «Aixequem-nos i anem-hi». Levantémonos y vayamos. Y buena parte de ellos, muy probablemente añadiría: «Aixequem-nos i anem-nos-en». Levantémonos y vayámonos.

Tan solo espero que hoy todo discurra pacíficamente —es decir, que discurra políticamente— y que las masas no piquen el anzuelo de la provocación, si la hubiere.

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