Читать книгу A pesar de todo... ¡No nos falta nada! - Enrique Chaij - Страница 12

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¿Quién mejor que David para hablar del divino Pastor? Él sabía lo que decía, porque en su juventud había pasto­reado el rebaño de su padre. Había cuidado valerosamente a las ovejas (1 Samuel 17:34,35); las había llevado de una parte a otra para asegurarles el agua y el alimento; las había apacentado con bondad y paciencia... Había sido un pas­tor responsable y cumplidor...

Y al considerar la índole de su profesión, concluyó que el mejor Pastor de todos era el Señor, porque nadie como él amaba y cuidaba tanto a cada una de las ovejas humanas de este mundo. Y siglos más tarde, el mismo Señor habría de decir: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” (S. Juan 10:11).

En cierta comarca de Escocia, un pastor de ovejas cui­daba su rebaño junto con su hija. Mediante un silbido es­pecial, los animales eran llamados y respondían. Y cuando la muchacha creció, fue enviada a una ciudad distante para recibir una mejor educación. Al principio, las cartas iban y venían, y así la hija mantenía una buena relación con su familia.

Pero pasado cierto tiempo, las cartas de la hija se fue­ron espaciando más y más, hasta que finalmente dejó de escribir a su casa. Preocupada la familia ante tal silencio, el padre decidió viajar hasta la ciudad, para ver cómo andaba su amada hija.

Al llegar, el padre descubrió que ella ya no vivía en la dirección que él tenía. Lamentablemente, nadie supo decirle dónde podría encontrar a la muchacha. Preguntó y buscó todo lo que pudo, pero sin resultado. Y ya estaba por regresar a su casa con su alma quebrantada, cuando deci­dió recorrer las calles de la ciudad, silbando como cuando llamaba a las ovejas junto con su hija. Él pensó: “Si ella llega a escuchar el silbido desde donde esté, seguramente lo va a reconocer y va a salir a la calle”. Y ese padre, con su modesto atuendo pastoril, comenzó a recorrer ansiosa­mente calle tras calle de la ciudad.

Y antes de finalizar tan penosa tarea, el padre avanzó un poco más con su penetrante silbido, aunque creyendo que todo su esfuerzo había sido en vano. Pero ¡oh in­creíble sorpresa! El agotado y entristecido padre vio de repente que de una casa de mala vida salía corriendo hacia él la hija de su corazón. ¡Qué encuentro tan conmovedor! El llamado del pastor había dado resultado. ¡La hija extra­viada estaba de nuevo con su padre! La felicidad se había reinstalado en el hogar.

La tierna historia de este padre en busca de su hija ilus­tra la actitud amante del divino Pastor, quien busca sin desmayo al alma extraviada. Y cuando la encuentra, se goza inmensamente y comparte su alegría (S. Lucas 15:1-7). No importa cuán extraviados podamos estar, hasta allí llega el Pastor para cambiar nuestro rumbo.

Él endereza nuestros pasos y corrige nuestra conducta torcida. Nada es imposible para él. Y todo lo hace por amor... Con él, “¡no nos falta nada!”

A pesar de todo... ¡No nos falta nada!

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