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El mundo de la cuestión y sus respuestas

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La argumentación clásica se desarrolló centrada en la noción fundamental de la llamada quaestio. La cuestión nos habla de la pregunta y el problema que el discurso argumentativo tiene que resolver en forma positiva o negativa, en pro o en contra. Esta problematicidad, la existencia de la duda y la posibilidad de respuestas diversas a ella constituyen el núcleo de toda argumentación y de toda teoría sobre la misma.

Los latinos clasificaron la argumentación en función del tipo de cuestiones tratadas en ella y de los comienzos que eran más adecuados para tratar cada materia con la finalidad de comprobarla, definirla o calificarla. Estudiaron las relaciones entre el auditorio, el orador y el objeto de la argumentación. Distinguieron la diferencia entre las cuestiones que atañen a lo general y las hipótesis dependientes de lo particular de un tiempo y lugar. Tomaron igualmente en cuenta la facilidad o dificultad de la cuestión tratada para construir una mejor argumentación en cada caso.

El problema nuclear de la quaestio latina es todo menos simple. Ahora bien, más allá de los matices de los términos y prácticas asociadas a ellos, existe algo radicalmente diferente a la posibilidad de la «cuestión». La opinión dominante o dogma, no se interroga. Antes de la «cuestión» está el tabú cultural, lo prohibido por la ideología, el silencio del poder en sus múltiples formas. O está, también, el objeto necesario, impuesto, obligatorio, que debemos tratar forzados por las instituciones, los poderes o las circunstancias. Aceptar una pregunta es situarse en la posibilidad de la argumentación, de las respuestas alternativas, de la confrontación del poder. Por ello la argumentación nos parece el núcleo del proyecto de ciudadanía responsable del siglo XXI, porque no nos pide ninguna ley de obediencia sino tan sólo el seguimiento de aquella opinión sostenible y respetable en función del mantenimiento de la comunidad cultural humana, así como del bienestar y del conjunto de las libertades para el mayor número y para las minorías que a través de su diferencia no ponen en riesgo al conjunto social.

La «cuestión», reiteramos, está en el centro de toda teoría de la argumentación, asociada a las alternativas de respuesta y al problema que evoca. Ahora bien, como hemos ido expresando, la cuestión se resuelve tanto en la justificación de puntos de vista a partir de esquemas argumentativos (entimemas, analogías, ejemplos) como en la justificación de nociones a partir de esquematizaciones de un objeto discursivo y en el orden en que se presentan tanto esquemas como esquematizaciones.

La función de justificar sostiene lógico dialécticamente el punto de vista. El disponer los argumentos o esquematizaciones de un objeto en el discurso prepara desde la persuasión hasta la demostración. Esquematizar da un particular alumbramiento al objeto discursivo.

De hecho, todas las teorías de la argumentación reconocen lo que venimos comentando: que un acto de argumentación implica necesariamente una «cuestión», un problema a decidir o resolver. Esta consideración atraviesa nuestra cultura argumentativa occidental: los dilemas y paradojas, la dialéctica griega, la quaestio latina y la moderna «problematología». Esto sería cierto incluso para el caso de la argumentación en la lengua, que investiga los «lugares» (topoï) del lenguaje que orientan nuestras conclusiones en determinada dirección ante una opción, una cuestión (un «a pesar de todo», por ejemplo, responde a la pregunta de si hay que sostener una opinión aunque existan argumentos en contra de ella). O para la lógica natural, que estudia la «esquematización» de objetos discursivos que nos remiten a nociones, lo que de ellas decimos, en qué orden y desde qué perspectiva subjetiva las tratamos. Nos orientamos en determinada dirección o esquematización ante otras posibles y, por lo tanto, es deducible una pregunta que subyace a la alternativa (así, cuando Estados Unidos esquematiza las propiedades del llamado « terrorista Hussein», responde a la cuestión «¿qué debemos pensar de Hussein?»). Es ésta cuestión también la que, según Gadamer en Verdad y método, se trata de reconstruir al interpretar un texto desde el enfoque hermenéutico; es decir, cada texto responde a un problema, como la obra de teatro Santa Juana de los Mataderos, de Bertolt Brecht, que nos dice que al problema de la miseria en el capitalismo no se responde con la caridad, sino con la lucha contra la explotación. El problema subyace tanto a la producción como a la interpretación del texto argumentativo.

Todos los juegos de la argumentación se ubican pues bajo el macro-juego que ha sido privilegiado por siglos: establecer lo que se denomina una quaestio, una «cuestión». Justificamos, esquematizamos, disponemos y valoramos —de una u otra manera— el punto de vista sobre ella. El juego y metalenguaje de la cuestión constituye la argumentación y sus teorías.

En cierta medida —y sólo en cierta medida— la teoría de la argumentación proviene del carácter normativo de los juegos lingüístico culturales acerca de la cuestión, el cual es sistematizado en otro nivel por la teoría, transformando a la vez el lenguaje y las prácticas lingüístico culturales. En esta mutua influencia, las «lenguaculturas» sirven para jugar los más diversos juegos de argumentación, que resumen las posibilidades de lo que por asociaciones de aires de familia podemos llamar «el arte de argumentar» en una «lenguacultura» dada. Así, al hablar negociamos y al normar la negociación construimos, por ejemplo, la teoría coalescente de Michael Gilbert que busca el acuerdo entre los argumentadores. Discutimos como en la guerra y al teorizarlo conformamos la erística de Kotarbinski que nos enfrenta unos a otros como enemigos. Justificamos y al hacer teoría de la convicción racional creamos la dialéctica de Hamblin, la lógica informal de Blair y Johnson o la pragma-dialéctica de Van Eemeren y Grootendorst. Seducimos mediante técnicas diversas de la lógica o de la estructuración de lo real y al normar la persuasión damos lugar a la nueva retórica de Perelman y Olbrechts-Tyteca.

En nuestras prácticas culturales damos un valor a las actitudes argumentativas. La lógica misma redefine, repiensa y precisa en términos universales los términos y marcadores discursivos que están en las lenguas: los conectivos «y», «o»; la negación; los conectores «pero», «sin embargo» o «por lo tanto»; los indicadores de temporalidad; los cuantificadores «todo», «algún» y »ningún»; los modales «necesario» y «posible».

Cuando jugamos el juego de la dialéctica y la convicción en particular debemos, como dice Taylor: «Identificar el estado de cosas que debe existir para que entender sea afirmado de manera justificable. Mostrar que tal estado de cosas realmente tiene lugar».40 Y para jugar ese juego, el metalenguaje normativo dialéctico reelabora la normatividad ya inscrita en la lengua: «Te expresas confusamente»; «No le diste al clavo»; «No deberías haberle replicado»; «Es inobjetable»; «Es comparar el agua y el aceite»; «Mostraste todas las debilidades del argumento». De la misma manera, la lengua alimenta nuestra justificación de la argumentación bélica o de la negociación: «voy a liquidarlo», «ataca su posición», etcétera.

Nuestras «lenguaculturas» responden de manera distinta a la cuestión y la argumentación. Así por ejemplo, de acuerdo con la lengua inglesa, quien argumenta (to argue) discute, hace algo polémico, mal visto en ocasiones, en lo cotidiano. Mientras que en español, quien argumenta es valorado en forma positiva: «da razones, no sólo palabras». En nuestra lengua «argüir» no es ya tan claro y «ser argüendero» es en definitiva negativo, casi equivalente a mentiroso. En inglés, la lengua nos impulsa a una teoría del debate polémico, en español eso no ocurre necesariamente y se abre la puerta a la cooperación. La lengua, en asociación con nuestras prácticas culturales y científicas, fija nuestro horizonte del sentido del argumentar. Así que la argumentación y su posible teoría, como hemos repetido en distintas oportunidades, se ven afectadas por la lengua en que se escribe (Plantin41 investiga este punto también, respecto al inglés y el francés) y ello sólo puede evitarse en forma parcial, es decir, en la medida en que establecemos una distancia entre palabra y concepto, en que podemos traducir o innovar y criticar nuestra lengua (aunque no podemos abandonar nuestro idioma por completo).

El arte de argumentar: sentido, forma, diálogo y persuasión

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