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De vez en cuando, volviendo a pensar en lo que había pasado junto a su hermano menor y viendo sus condiciones actuales de salud, a Mario Mazza le entraban ganas de llorar.

Lo había cuidado cuando era un niño y siempre estuvo a su lado en los años siguientes; habían pasado juntos muchos momentos felices.

Sus personalidades eran parecidas, otro motivo para estar de acuerdo, y se sentían realmente bien cuando estaban juntos.

Le vino a la mente la imagen de Luigi sonriente, bromista, y se acordó sólo de pocos momentos de tristeza, ya que su hermano, como él, era optimista y positivo por naturaleza.

A pesar de la discreta diferencia de edad y la pertenencia, de hecho, a dos generaciones sucesivas distintas, Luigi y Mario hacían una buena pareja: se complementaban y entre ellos había un entendimiento indescriptible.

Eran como uña y carne: uno se consideraba la mitad perfecta del otro, al menos desde cierto punto de vista, y esta situación se había reforzado cada vez más con el pasar de los años, sobre todo después de que Mario quedase viudo.

Luigi se sentía en deuda con él por todo lo que el hermano mayor había hecho por él:

–Ciertas cosas no se olvidan –le había dicho el día en que había muerto su mujer –siempre estaré a tu lado, cada vez más.

Y Luigi había mantenido su promesa.

No pasaba un día sin que se viesen o, en el peor de los casos, no hablasen por teléfono; conocían sus recíprocas obligaciones, cuando tenían necesidad, se consultaban y se daban consejos.

Ahora ya, desde hacía años, ambos estaban solteros y, aunque habían decidido de común acuerdo vivir en pisos distintos, se sentían de todas formas juntos, uno al lado de otro.

A veces tenían la impresión de que, con el paso del tiempo, se había creado entre ellos una especie de telepatía, y que se había desarrollado poco a poco. Se entendían enseguida, era como si se transmitiesen sus pensamientos con una mirada y a menudo no tenían ni necesidad de hablar para decidir ciertas cosas.

No habría pensado jamás que todo esto pudiese romperse en unos pocos segundos, pensó Mario mientras se encontraba delante del cuerpo de su hermano, extendido inmóvil en estado de coma.

Las condiciones de Luigi seguían mejorando día a día y esto al menos era una buena noticia, pero verlo siempre allí, en la misma posición, le hacía sentirse incómodo: le creaba un nudo en la garganta que difícilmente se desharía antes de que despertase.

Todos los días discurrían de la misma manera desde el accidente: todos eran iguales como fotocopias.

E incluso aquel día llegó la noche sin que Mario Mazza se diese cuenta, tan absorto estaba en sus pensamientos. Cuando fue despertado por la voz de un empleado que lo invitaba a dejar el hospital porque había terminado el horario de visita a los pacientes, el hombre se encaminó hacia la salida, bajó las escaleras y, con el abrigo bien cerrado, se preparó a afrontar la intemperie: afuera había comenzado a nevar.

Coma

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