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El silencio y la soledad reinaban en aquella habitación del hospital Maggiore di Bologna. Los únicos ruidos que se escuchaban eran los producidos por las máquinas que había allí y que los médicos controlaban a intervalos regulares durante el día.

Desde hacía cinco días el cuerpo de Luigi Mazza yacía inmóvil en estado de coma farmacológico, inducido por el equipo de expertos anestesistas después del grave accidente de tráfico que le había causado un traumatismo craneal curable, según la opinión de los médicos, sólo de aquella manera.

Cuando había llegado en la ambulancia a urgencias, transportado con toda rapidez con las sirenas sonando desde la autopista de circunvalación de la capital Emiliana, el hombre había sido diagnosticado rápidamente en estado crítico y le habían atribuido un código rojo; después de mucho esperar se llevaron a cabo todos los exámenes pertinentes y le habían dado un diagnóstico de pronóstico reservado.

Vivía solo: ni siquiera había tenido nunca la intención de casarse, por lo que el único pariente que le podía ayudar era su hermano, Mario, el cual, en cuanto recibió la noticia de los técnicos de urgencias había llegado enseguida a informarse sobre las condiciones de Luigi, consiguiendo, sin embargo, verlo sólo un momento mientras lo trasladaban en camilla a la habitación donde se encontraba ahora.

Sin darse cuenta de nada, a Luigi lo visitaba a diario el hermano que sólo podía limitarse a mirarlo desde detrás de un cristal. Se quedaba aproximadamente una hora al día, mirándolo fijamente con la vana esperanza de infundirle la fuerza para sanar, y a menudo se iba sin decir una palabra, ni siquiera a los médicos.

Cuando les preguntaba, el director del hospital le decía siempre que las condiciones del hombre eran estables y que se necesitarían por lo menos dos semanas antes de que pudiese salir del coma.

–Nos encargaremos nosotros, cuando se ponga bien –aseguraba.

Periódicamente los médicos examinaban a Luigi para tener controlada la situación, intentando notificar los progresos al hermano.

–Un enfermero me ha dicho que el coma ha sido… ¿inducido? ¿Quiere decir que vosotros habéis hecho posible que esté en coma? –preguntó Mario a un enfermero dos días después del accidente.

–Sí. Se decidió inducirle un coma farmacológico al paciente –respondió el joven.

–Farmacológico –repitió como el eco Mario.

–Exacto, farmacológico. ¿No sabe de qué se trata?

– ¡No, explíquemelo! –le dijo Mario.

–Cuando un paciente sufre lesiones graves, como puede ser el traumatismo craneal de su hermano, los médicos pueden decidir causar un coma farmacológico, usando para ello medicamentos. De esta manera toda la energía vital se dirige hacia el daño que hay que reparar –explicó el enfermero.

–Gracias por la explicación. ¿Podría hablar con quien se ha ocupado de esto, directamente, para que pueda tener una estimación del progreso?

–Debería hablar sólo con los anestesistas. Sólo ellos pueden inducir un coma farmacológico –respondió el hombre.

– ¿Y dónde los puedo encontrar?

–Puede hablar con el doctor Parri. Ahora, por desgracia, creo que está ocupado con una operación quirúrgica. Normalmente por la mañana está más libre.

–Entiendo. Entonces lo buscaré mañana. ¿Al mediodía lo encontraría?

–Sí, salvo algún imprevisto, hace el descanso para comer a las 13:30. Luego, a las 15 horas, comenzamos con las intervenciones, por lo que le aconsejo hablarle antes de la comida, de esta manera, seguramente, le podrá dedicar un poco de tiempo –acabó de decir el enfermero.

–Muchas gracias –dijo Mario Mazza justo antes de despedirse y salir del hospital.

Cuando llegó a la calle eran casi las cinco de la tarde y la oscuridad invernal sólo era interrumpida por las luces de las farolas.

Se fue a casa a reposar sabiendo que, después de unas pocas horas, tendría que estar de nuevo allí.

Coma

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