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Las pruebas efectuadas el séptimo día mostraban una mejoría muy notable: Luigi Mazza estaba respondiendo bien a los tratamientos y la curación procedía a pasos agigantados.
Tenía treinta y cinco años y su cuerpo, todavía joven, conseguía subsanar, en cierto modo, el traumatismo craneal que le había causado el accidente de tráfico, en la carretera de circunvalación de la capital emiliana.
A pesar de que el hombre permanecía inmóvil en la misma posición, sin darse cuenta de los momentos en que, periódicamente, le suministraban los sedantes para mantener el estado de coma farmacológico, ni percatándose de las eventuales visitas, algo estaba cambiando a mejor dentro de él.
Los médicos estaban satisfechos y no dudaban en informar de ello al hermano del paciente.
–Muchas gracias por todo lo que estáis haciendo por él, de verdad. Si supiese quién ha sido el culpable de todo esto, juro que le cantaría las cuarenta. No se puede reducir a una persona a este estado, ¡entre la vida y la muerte! –repetía Mario Mazza mientras hablaba con el equipo médico.
–No morirá, eso seguro –le confirmó el director del hospital Maggiore, –está curándose, aunque necesitará tiempo.
No faltaba un día en el que Mario no fuese a visitar al hermano. Tenía sesenta años, veinticinco más, y se había quedado viudo cuando, diez años antes, su mujer había muerto prematuramente debido a una leucemia fulminante. De esta forma se habían encontrado solos los dos, uno por elección y el otro por imposición, y su relación se había hecho cada vez más fuerte.
Si bien no habían pensado jamás intentar vivir juntos, se veían habitualmente todos los días. Sólo en algunos casos de fuerza mayor podía ocurrir que una semana no se encontrasen durante siete días seguidos.
A menudo cenaban juntos y, cuando los dos estaban de acuerdo, se permitían una cena en un restaurante, optando entre las distintas posibilidades que ofrecía la ciudad de Bologna y su provincia.
Ambos eran apasionados de la cocina étnica, que alternaban con la tradicional y la pizza, a menudo para probar sabores y tradiciones distintas: desde el más popular restaurante chino al indio o al griego, pasando por los restaurantes menos frecuentados por las masas, como el restaurante africano o el persa, todas las ocasiones eran buenas para variar y probar manjares inusuales.
Estaban de acuerdo en muchas cosas, desde las más importantes hasta las más fútiles: incluso tenían gustos musicales parecidos. Tanto a Luigi como a su hermano les gustaban casi todos los géneros: uno no escuchaba nunca música house porque, por lo que decía, le producía sueño; el otro casi que detestaba la música comercial, diciendo que era insignificante. Decía que existía una música para cada situación y cada tipo de música creaba una emoción distinta dependiendo del género:
–La comercial no te deja nada dentro –afirmaba el hermano mayor.
Mientras pensaba en todas estas cosas y miraba a Luigi que estaba tumbado e inmóvil a Mario se le hizo un nudo en la garganta y contuvo con dificultad las lágrimas.
– ¡Ya ha terminado el horario de visita! –gritó un enfermero, despertándolo de sus pensamientos.
–Salgo enseguida –respondió Mario caminando hacia la salida.
Cuando llegó a la calle la oscuridad de la noche lo envolvió como un manto oscuro.