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Cuando Luigi Mazza se despertó abrió sus ojos muy lentamente para habituarse de nuevo a la luz.
Para inducir el despertar los médicos le habían suministrado una dosis de sustancias excitantes que se reveló perfecta.
–Buenos días, señor Mazza, –le dijo uno de los enfermeros – ¿se encuentra bien?
Luigi se tomó un poco de tiempo antes de responder:
–Tengo un ligero dolor de cabeza. ¿Puede darme un analgésico?
–No se preocupe. Por el momento sólo debe reposar.
El hombre se quedó mirando el techo blanquísimo y no dijo nada, casi como esperando las palabras de su interlocutor:
–Usted hoy no deberá moverse de aquí, por lo menos hasta esta noche. Si quiere, podrá dar un pequeño paseo por la tarde, antes de dormir.
–No tengo sueño, sólo me duele la cabeza.
–Le entiendo.
– ¿Dónde están los otros?, –preguntó.
–Su hermano no ha llegado todavía hoy; no sé nada de otras personas que hayan pasado por aquí a visitarle estos días, –explicó el enfermero.
–Mmm... Ni siquiera yo los conozco, o eso creo, –fue la respuesta de Luigi Mazza –yo sólo sé que ha había alguien más, porque lo he visto.
– ¿Está seguro? No me consta que hayan pasado otras personas, pero puede que me equivoque.
Se hizo un momento de silencio que hizo resaltar la expresión perpleja del hombre mientras miraba al enfermero, que concluyó diciendo:
–Entre tanto, repose, lo necesita. Debe estar bastante débil.
Luigi Mazza continuó mirando al hombre de bata blanca sin decir nada, incluso cuando se despidió de él saliendo de la habitación.
¿Qué me ha sucedido? ¿Dónde me encuentro? ¿Dónde están los otros?