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Prólogo

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Antonio del Moral García

Magistrado del Tribunal Supremo

Hace ya unos años, con motivo de una de esas típicas –¡y gratas!– reuniones, convocadas cuando llega un aniversario redondo, para evocar los lejanos tiempos universitarios con aquéllos con quienes compartimos aula, apuntes, –algunos, ocasionalmente, chuletas–, insomnio y nerviosismo previo al examen, largos ratos en la vieja cafetería... escuché de uno de mis compañeros de Facultad, prestigioso procurador, una anécdota que me arrancó más que una sonrisa, una sincera y sonora carcajada. Relataba que, por razones que no son del caso, unos días de agosto tuvo que regresar a Madrid sin su familia... y quedó a cenar con algunos otros viejos amigos de la Facultad en iguales circunstancias. Ya en la sobremesa y empujados por la pereza para recogerse, azuzada además por el calor veraniego, llevados de una nostalgia avivada por las anécdotas de los años universitarios que habían ido rememorando, convinieron volver a aquella vieja discoteca, testigo de su esparcimiento juvenil y cuna donde habían sido mecidos algunos de esos ingenuos romances que, las más de las veces, pasarían sin pena ni gloria, y algunas otras, acabaron en feliz y duradero matrimonio. Alguien sugirió esa idea que enseguida sería secundada. Se dirigieron prestos a aquel local, afamado en su día pero venido a menos, al que no volvían desde hacía tantos años El entusiasmo se trocó en desconcierto: aquel lugar, aparte del nombre, se parecía muy poco a la sala luminosa y bullanguera en la que se hacía costoso abrirse paso para llegar a la pista de baile. Una música extraña que sonaba a triste, poca gente, y recogida en recovecos o esquinas... Mi amigo, confuso, se dirigió inocentemente a uno de los camareros tratando de buscar una explicación “¿es que llegamos muy tarde?” acertó a balbucear. El empleado, con envidiable chispa, le miró, clavó sus ojos en su calva atravesada por unos escasos y largos pelos encanecidos, a juego con el color del bigote; recorrió con parsimoniosamente, como con regodeo, los rostros de sus acompañantes, en los que también se descubrían signos inequívocos de compartir entre ellos generación, y solemnemente les contestó “Sí, llegan tarde. Unos quince años tarde”.

Espero que el lector disculpe la digresión, nada académica y hasta un poco gamberra, con que comienza esta presentación. Pero es que la sensación de mi viejo amigo al encajar esa tan ingeniosa como traicionera réplica, representa la descripción más exacta de mis sentimientos al ponerme manos a la obra en la tarea encomendada amablemente por Sílvia Pereira y Francesc Ordóñez (directores). Tras repasar el índice, ojear algunos textos y escuchar buena parte de las intervenciones orales, disponibles en la página web de las Jornadas y que ahora aparecen publicadas, me asalta el desasosiego: ya es tarde para mí. La revolución tecnológica me sobrepasa. La fascinación viendo hechas realidad muchas cosas que hace muy pocos años me parecían ciencia-ficción, va acompañada de vértigo y de un fundado temor de incomprensión: la sensación de que no lograré familiarizarme con ese nuevo mundo que viene irrumpiendo de forma vertiginosa y acelerada y que está cambiando todo: nuestra forma de relacionarnos, hábitos, manera de trabajar, la comunicación... y, también, –no podía ser de otra forma– el proceso penal.

Me siento envejecido y mucho me temo que es algo más que una impresión.

Esa inquietud personal se ve apaciguada y sobradamente compensada por la percepción de que una nueva generación de investigadores, de académicos, de prácticos, encaran esas novedades y las enfrentan a los viejos principios, esos que no cambian, esos que han inspirado el trabajo de los juristas de mi generación, y de otras anteriores. La dignidad de la persona es el referente básico. En ella se fundan esos derechos individuales –intimidad, libertad, derecho de defensa, integridad...– que constituyen una conquista de nuestras sociedades. Y compruebo que ahí permanecen esos principios encauzando y embridando el potencial invasivo en esos derechos de las nuevas realidades tecnológicas que incluso han provocado el nacimiento de nuevos derechos (autodeterminación informativa, derecho al entorno virtual...) que, en realidad, constituyen derivaciones, aunque con singularidades, de los derechos tradicionales y, en definitiva, de esa dignidad de la persona que no puede ser sacrificada en aras de la necesidad social de castigar las conductas infractoras.

La iniciativa para organizar un congreso de jóvenes investigadores se me antoja especialmente afortunada. Es gratificante constatar la calidad de las intervenciones, sazonadas con buenas dosis de ilusión sin perder el rigor, y comprobar la frescura, agilidad y tino con que se abordan esos temas novedosos. Los que ya llegamos tarde agradecemos esa inmersión de la mano de quienes están llamados a conformar el derecho procesal penal nacional del siglo XXI. Nos facilita desenvolvernos en ese nuevo mundo en el que los jóvenes han crecido y con el que se sienten familiarizados; y a hacerlo con respeto a esos grandes pilares.

Enhorabuena a los organizadores y coordinadores y a todos los participantes. Ojalá que como se anuncia estas jornadas tengan su continuidad en sucesivas ediciones.

En Madrid, a trece de septiembre de 2021.

Investigación y proceso penal en el siglo XXI: nuevas tecnologías y protección de datos

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