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Fue el otro quien llamó, pero entonces el abogado Escolano no lo sabía. El teléfono sonó bruscamente en el despacho de «Ramírez y Escolano, Abogados, Asuntos de Familia, Separaciones y Divorcios».

Escolano avanzó por el despacho, sorteando la mesa de reuniones donde hacía tiempo que no se celebraba ninguna reunión, y calculó cuántas posibilidades había de que aquella llamada significara un nuevo trabajo. Prácticamente ninguna, pensó. Desde hacía dos meses sólo le telefoneaban para estupideces de los juzgados o para estupideces de viejos clientes que no acababan de entender sus problemas. Eso no era lo peor, sin embargo: a veces le llamaban para recordarle que aún debía el préstamo del año anterior, o el alquiler del despacho, un alquiler antiguo que sin embargo ahora subía constantemente. O para un trabajo mal pagado cuando estaba en el turno de oficio. Pero de nuevos clientes, nada. Hay que ver, con la de asuntos de familia que hay y la cantidad de gente que se divorcia. Pero se ve que esos asuntos los llevan otros.

Si la mesa de reuniones era vieja y se usaba poco, el despacho de consultas era viejo y se usaba poco. Comprado por su padre en una época de solemnidades y de abogados con corbata negra, ésa era toda la herencia de Escolano, el abogado hijo. Eso, algunas deudas —porque un abogado de corbata negra tiene que aparentar, y aparentar es caro—, además de la experiencia en separaciones y divorcios, porque su padre se había separado.

Y a la experiencia del padre se unía, válganos Dios, la experiencia del hijo. Divorciado de la mujer porque él nunca llegó a colmar las aspiraciones de ella, Escolano era un experto en discusiones, peleas por los hijos, el dinero, el piso. Y porque no me satisfaces en la cama, porque insultaste a la pobre mamá, porque hay que ver lo que yo creía en ti y al final me saliste un nadie, o mejor, me saliste un hijo de la gran puta. Escolano y su despacho eran expertos en insultos y en llantos, pero aun así no llegaban los nuevos clientes habituados a insultar y a llorar. Habría que darse a la bebida, pensaba a veces el Escolano júnior, pero las bebidas también tendría que pagarlas a crédito.

El timbre había sonado cinco veces cuando al fin lo descolgó.

—Bufete Ramírez y Escolano, diga.

Una voz algo ronca preguntó:

—¿Es usted el señor Escolano o el señor Ramírez?

—El señor Escolano. El señor Ramírez murió hace unos meses, pero, por cortesía, el bufete aún conserva su nombre.

—¿Y es usted el padre o el hijo? Bueno, supongo que el hijo, porque el padre tendría que ser muy viejo.

«No es ningún asunto —pensó el abogado—. Como máximo, una porquería de reclamación antigua.»

—Soy el hijo —musitó—. Mi padre murió hace años, y yo he seguido llevando el bufete. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Con Erasmus.

—Lo siento, ese nombre no me dice nada.

—Lo comprendo —aceptó la voz ronca, una voz de entonación vulgar, de hombre que jamás tuvo charlas cultivadas—. Además, el nombrecito se las trae, ¿no? Pero me lo puso su padre. Decía que yo era muy listo, tan listo como... Vamos a ver, su padre era un admirador de Erasmo de... de...

—De Rotterdam.

—Entendido. Cada uno tiene sus manías.

La voz se iba haciendo más vulgar, y la entonación de las últimas palabras había sido claramente burlona. Escolano comprendió que el tal Erasmus se estaba burlando de las lecturas de su padre. Estuvo a punto de colgar, pero preguntó con paciencia:

—Bueno, usted dirá... ¿Por qué me llama?

—No sé si debo hablar con usted, porque usted no es su padre. Con su padre sí que hablábamos, claro, y le repito que hasta me puso el nombre. Pero veo que eso, para usted, no significa nada.

—De momento, nada. Pero llevo el despacho que fundó mi padre, de modo que si se trata de algún viejo asunto, tal vez le pueda ayudar... profesionalmente. Ganaremos tiempo si usted hace el favor de decirme qué quiere y por qué me llama.

—Supongo —dijo el tal Erasmus— que ése debe de seguir siendo un despacho importante.

—Sin duda. ¿Por qué no?

—Porque usted mismo ha descolgado el teléfono, en lugar de su secretaria.

La voz resultaba cada vez más burlona e irritante, y eso hizo que Escolano se mordiera el labio inferior con rabia. Pero era verdad: su padre había tenido dos secretarias y un pasante, y él no tenía a nadie. Mejor dicho, al final de su vida, el padre tampoco tuvo a nadie. La separación se había llevado las ilusiones, el trabajo ordenado, la atención al personal, las cuentas corrientes, todo. Un hombre necesita trabajar para algo, y en los últimos años su padre no supo por qué trabajaba. Hoy día, el hijo tampoco. Pero ese hijo atravesado por el hilo de los años, musitó:

—Es que, casualmente, yo estaba al lado del teléfono cuando ha sonado. El mío es un despacho importante. O en todo caso, no es usted quien debe juzgarlo.

—Bueno, no he querido decir eso. Es que su padre era un hombre importante, entiéndame, era un abogado importante. Me sacó de un buen lío y no le pude pagar, pero ahora las cosas han cambiado y podré pagarle generosamente a usted... si me ayuda.

—Los abogados estamos para ayudar —dijo ambiguamente Escolano—, pero sería mejor que me adelantara, si se puede decir por teléfono, de qué lío le sacó mi padre.

—Claro que se puede decir por teléfono... Hace una burrada de años, cuando aún había pena de muerte, hacia 1976, imagínese, y además es cosa juzgada. Se dice así, ¿no? Cosa juzgada. Nadie me puede ya acusar de nada... Bueno, pues su padre me libró del garrote, aunque lo tuvo fácil porque en aquel momento estaban preparando la Constitución, y la Constitución esa, ya sabe, eliminaba la pena de muerte. Pero él se portó como un tío, oiga, como un tío. A poco que se le parezca usted, hace falta que nos veamos, oiga. Saldrá ganando.

«Saldrá ganando...» Esa era la expresión que Escolano necesitaba escuchar y que últimamente no escuchaba nunca. Pero aun así tuvo que fingir una voz amable al preguntar:

—¿Qué delito cometió usted? Supongo que podrá decírmelo, si es cosa juzgada.

—Pues claro que sí... No sé qué edad tiene usted, pero parece mentira que su padre no le hablara de mi caso, es decir, del caso de Erasmus, porque seguro que no tuvo un asunto como ése en toda su vida. En todo caso, los periódicos hablaron mucho en aquella época, oiga, en todas las páginas menos en la cartelera. Menudo follón se armó y menudas discusiones hubo en los tribunales, oiga. Pero si quiere saberlo todo, le diré por qué: maté a un niño en un atraco. A un niño de tres años, y a un vigilante.

Una novela de barrio

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