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Оглавление—Bueno, pues visitar una tumba.
La frase era del señor Carrasco, el importante dueño de un importante bar. Al señor Carrasco, al cerrar la casa donde trabajaba, le habían dado la jubilación anticipada, y con la jubilación anticipada y el paro él había abierto un bar que, naturalmente, no podía tener más que un nombre. El bar se llamaba La Anticipada. En él servían cafés, refrescos, comidas caseras, cervezas levantinas y orujos de probada autenticidad, pues todos habían sido traídos de Galicia por un paisano y, además, llevaban una firma que muy bien pudiera ser la de Santiago Apóstol.
El dueño dijo:
—Qué cosas... Visitar una tumba.
El bar no era el mismo, el del barrio de Horta, desde el que Méndez telefoneara al señor M., comisario principal. Éste, La Anticipada, estaba muy cerca del lugar del crimen, o sea, en la Francia Chica, lugar donde madame Ruth tuvo su benemérita casa. O sea, que el bar entraba en los territorios de Méndez, en la tierra sagrada de sus barrios. Méndez dijo:
—He dado un último vistazo a la casa que van a derribar, cuyas paredes, ya lo sabe usted, me han parecido llenas de nostalgia. Ya sabe usted que yo soy uno de esos policías sin nombre que visitan los sitios varias veces, porque los sitios hablan. Luego me he acercado al barrio donde hoy vive madame Ruth, aunque vivir, lo que se dice vivir, ni en broma, porque tiene un cáncer terminal, y encima la cuida una de sus antiguas pupilas, que se ve la odia. No se puede concebir un infierno peor. Fui allí porque me lo mandó mi jefe, alegando que soy el único que tiene tiempo. Pero cuando llegué al bar ya sabía quién había matado al Omedes, el fiambre al que dieron la despedida los vecinos.
—Coño, señor Méndez, es que usted es la hostia. Y todo visitando una tumba.
—Y hablando con la gente del barrio, claro. Éste es un barrio tradicional y con alguna gente muy vieja que aún se acuerda de todo. Y lo que decía: esa gente me llevó a los registros de defunciones, y de allí a una solitaria tumba en la que siempre hay flores frescas. Así de fácil.
—Pues las autoridades territoriales lo ascenderán enseguida a usted, señor Méndez.
—A mí no me asciende nadie. Pero, además, el caso no está cerrado, porque sin pruebas no puedo detener al sospechoso, es decir, al interfecto, a menos que trate de dar un palo de ciego. De modo que los jefes me han encargado que lo siga y averigüe todo sobre él. No me importa que lo sepa, o mejor, casi me conviene que lo sepa.
—Seguro que lo sabrá. De todos modos, gracias por la confianza.
—No tiene por qué darlas. Yo siempre hablo en los bares, y los bares me hablan a mí, de modo que descubro cosas. Pero las buenas costumbres se están perdiendo, y la gente no habla en las barras si no es de fútbol. O ni eso. Ahora los jovencitos se tocan el paquete, los jóvenes echan las cuentas de la hipoteca y los viejos miran la televisión. De todos modos, uno de los viejos del barrio, de los que recordaban al Omedes, se acordó también de la tumba. La tumba del niño de tres años donde siempre había flores frescas. Y la fui a visitar. Tendría usted que haber visto lo que decía la lápida, señor anticipado, y esto se lo cuento porque se trata de una información pública. Hasta ahora, ninguna multinacional ha privatizado las lápidas de los cementerios.
—Pues entonces suelte lo que tenía que soltar, señor Méndez.
—Decía lo siguiente: arriba del todo, el nombre, Juan Miralles Cuesta. Y debajo: «Muerto a los tres años de edad». Y más abajo aún, pero en letras grandes: «SABIO». Imagíneselo usted, señor anticipado: sabio a los tres años. No hay quien lo entienda.
Méndez terminó su orujo paisano —sin duda traído a pie desde Galicia, haciendo la ruta de las iglesias románicas— y remachó:
—De modo que si el Omedes estuvo en el atraco en que murió un niño de tres años, ya tenemos el móvil: una venganza. Y el vengador es el padre, un tal Miralles. Porque los años pasan, señor anticipado, pero el odio queda. Queda y quema. Y al tal Miralles, que ya es medio mío, lo he de vigilar, ya ve usted. Pero no sólo a él. Yo siempre llego hasta el final, aunque esta vez no me lo hayan mandado.
—¿Qué quiere decir?
—Que aquel sangriento atraco lo hicieron dos. Queda otro.