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—Me han dicho que tiene usted tiempo, Méndez.

—Todo el tiempo del mundo, señor comisario principal, señor M., pues estoy al borde de la jubilación y ya no me encargan nada, o sea, al borde de entrar en una situación post mórtem.

El importante señor comisario principal, o superior, o como quiera que el pueblo lo llamase, hizo un gesto de placidez y empezó a trajinar con sus manos sobre el vientre, como si fuera a ponerse un chaleco salvavidas. Luego comentó:

—Ya sé que ha mejorado su estatus, Méndez, y ha dejado de vivir en el fondo de un bar, en una habitación a la que alguna noche no podía ni entrar porque allí se trajinaban a la dueña. No sé cómo pudo aguantar tanto tiempo, pero, mire, en cuestión de mujeres cada uno aguanta lo suyo, sobre todo si son las mujeres de otros. Me han dicho que ahora vive en un pisito frente a Atarazanas, tan lleno de libros que hasta es posible que debajo esté sepultada la última mujer de la limpieza.

—Cierto que he mejorado, pero mi vida sigue siendo una absoluta desolación, señor M.

—Lo entiendo, Méndez: su mundo se está muriendo. Los viejos cafés de Barcelona donde se proclamó la república, y en los que usted veía cambiar la luz de la tarde, han ido cerrando, muchos de ellos por orden de la sanidad pública. El viejo Raval ya no es lo que era: han abierto una avenida, se han inaugurado tiendas de productos desnatados, se han ido las madames y han venido los dentistas. Ya ni siquiera lo llaman Barrio Chino. Y es que el país ha perdido la seriedad, amigo Méndez. Las viejas rameras que le contaban a usted su vida han muerto, han vuelto a sus pueblos, se han casado en el ayuntamiento con una compañera de profesión o son diputadas del Congreso. El mundo cambia, Méndez, y usted debería dejar de creer en cosas en las que ya no cree nadie.

—Sí, estoy milagrosamente vivo, pero todo mi mundo ha muerto, no sé por qué me ha hecho llamar, señor M.

—Porque conoce las calles. Usted sigue yendo aquí y allá, hablando con la gente, hace cola en las peluquerías pakistaníes y va al entierro de los antiguos sindicalistas, socios de las entidades corales y otras glorias de los barrios. En todos esos sitios se habla de muchas cosas, sobre todo de los cuernos que llevaba el muerto.

—Es cierto. Debería haber ataúdes con ventanas, señor M.

—No exponga esa idea, porque alguien la patentará. Y ahora vamos al grano, amigo mío. Usted habrá leído que en una casa que iban a derribar apareció un tío convenientemente baleado, o sea, un muerto, del cual sabemos, aunque esto no se ha publicado, que tiene una ficha policial de la hostia, con más órdenes de busca y captura que un fumador, y que hace años intervino en un atraco en el que murieron dos personas: un guardia jurado y un niño de tres años. Se llamaba Omedes, logró huir con parte del botín y supongo que de él ha estado viviendo hasta ahora. Su compañero en el atraco fue detenido, pero ya cumplió condena. Por supuesto, hemos investigado en todas partes, pero no hemos descubierto ni su último domicilio, porque Omedes no llevaba documentación. Seguro que su asesino se la robó. Tampoco figura como afiliado de la Seguridad Social, o sea, que no hay datos. Las pistas no nos llevan a ninguna parte, aunque hay una, por cierto muy lejana, que usted podría seguir, ya que conoce las malas costumbres de todos los barrios. Un interrogatorio oficial no serviría de nada: lo que necesito es alguien que siga los pequeños rastros. El difunto, el Omedes, había ido bastante, de joven, al sitio donde murió, una casa de señoritas del barrio que llevaba la señora Ruth, una madame que aún vive, aunque me han dicho que acabó casándose con un marqués y por lo tanto ahora es marquesa. Tal vez ella sepa algo, tal vez pueda dar algún indicio, aunque eso no puede captarlo la nariz de un policía, sino el olfato de un perro.

Méndez se emocionó ante el inmerecido elogio.

—Conocí a madame Ruth —dijo—. Su casa de citas medio clandestina estuvo allí hasta después de la muerte de Franco.

—Pues le daré su dirección actual. Métase en su ambiente e intente hablar con ella, pero con delicadeza, porque no se la puede ofender. Piense que las marquesas que han sido putas y las putas que ahora son marquesas salen en la tele, y los votantes las aplauden. Me han dicho que la tal Ruth no sale de su casa, pero tiene más salud que un obispo.

Y el señor comisario principal terminó diciendo:

—Hala, Méndez.

Méndez no tenía edad, pero ahora estaban en marzo de 2007.

Una novela de barrio

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