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Bien.

El hombre que ha de morir ya está dentro.

No sospecha nada. Más bien le embelesa el viejo lugar, quizá cargado de recuerdos.

—Mira los estucados del techo —susurra su acompañante—; son adornos hechos a mano que ya nadie hace. Mira los cristales tratados con ácido que se han conservado cien años. Mira la marcas en la pared, es donde estaban los espejos.

El hombre que ha de morir mira y mira como si la voz le acompañase. El hombre que ha de morir no ha visitado museos, pero la voz parece la de una guía. «Hay que ver el cuarto de baño. Ya no tiene grifería, pero milagrosamente aún conserva intacta una cerámica de Manises.»

El hombre que ha de morir sigue sin sospechar nada.

Nada hasta que ve aparecer aquel guante entre los dedos, uno tan suave que es imposible saber si es de hombre o de mujer, y tan rápido como los guantes que forman parte de los juegos de magia. «¿Para qué hace falta un guante aquí? —parece pensar—, con el calor que hace...»

Y de pronto la pistola.

Una 38.

El hombre que ha de morir lo sabe bien, conoce las armas. Mira el objeto metálico como si no entendiera nada, aunque tal vez sí empiece a entender algo. Pero en el primer instante, le parece que se trata de una broma. Hasta intenta reír.

—Bueno... ¿qué significa esto?

—De rodillas, hijo de puta.

Al hombre que ha de morir ya nada le parece una broma, y aunque sigue sin entender nada, su instinto le dice que conviene obedecer. Obedecer y ganar tiempo es una alternativa, intentar saltar sobre una pistola a cinco pasos, otra, que no recomendaría ni para darte el viático. Se pone de rodillas mientras musita con los ojos muy abiertos:

—Pero ¿qué es esto? ¿El ensayo de una fiesta?

En efecto, hay largas mesas con manteles. Hay botellas que brillan. Hay incluso un rayito de luz sobre las porcelanas de Manises que colocó un pariente del presidente Azaña.

—A cuatro patas. Quiero ver cómo avanzas a cuatro patas.

La voz es metálica, oscura. Parece mentira que pueda surgir de allí. El hombre que ha de morir sabe, de repente, como en un estallido, que ha llegado su último segundo. Pero es lo único que sabe. Trata de ponerse en pie.

Y entonces la bala. Una sola, un disparo profesional. El impacto sacude su cabeza, como si fuese a arrancarla. La sangre salta en una sola dirección, la dirección de la luz. Y el cuerpo se desploma.

Lo que ha acabado entendiendo el hombre que había de morir ya no le sirve de nada.

Una novela de barrio

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