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I. CONTEXTO

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Tras cuatro años de intenso trabajo y deliberaciones, la Comisión permanente no legislativa del Congreso para el Seguimiento y Evaluación de los Acuerdos del Pacto de Toledo aprobó sus nuevas recomendaciones en materia de pensiones en sesión celebrada el día 27 de octubre de 2020, siendo refrendado su informe por una amplia mayoría del Congreso de los Diputados el día 19 de noviembre de ese mismo año1. Este nuevo acuerdo político en materia de pensiones no puede considerarse una reforma del sistema (cuyos principios vertebradores –reparto, suficiencia, contributividad, solidaridad, equidad, gestión pública…– no se modifican2), ni alberga esa aspiración, sino un conjunto de recomendaciones que abordan un amplio abanico de cuestiones, como el fortalecimiento de la separación de las fuentes de financiación, la garantía del poder adquisitivo de las pensiones (prescindiendo del mecanismo de actualización aprobado en 2013), la dotación del Fondo de Reserva, la reformulación del sistema de cotización en el trabajo autónomo, el cómputo de los periodos de cotización, el tratamiento de la contributividad, la edad de jubilación (para que la edad real coincida con la legal), la reforma de las pensiones de viudedad y orfandad (conservando su carácter contributivo), los sistemas complementarios de previsión social, las brechas de género, las pensiones de las personas jóvenes, con discapacidad y migrantes, o las implicaciones de la digitalización.

Aunque al redactar estas consideraciones aún no se había hecho público el cierre de las cuentas de la Seguridad Social correspondiente a 2020, todo apunta a un empeoramiento tanto del déficit anual contributivo (la diferencia entre ingresos por cotizaciones y gastos contributivos) que se situaría en máximos históricos, como del saldo del sistema de Seguridad Social por operaciones no financieras (el cual incluye las transferencias internas del Estado a la Seguridad Social), lo que exigirá transferencias del Estado y/o nuevas operaciones financieras (préstamos con cargo a endeudamiento)3.

En 2019, con un déficit del sistema de pensiones de 16.793 millones de euros (un 1,3% del PIB), nos encontrábamos que por cada persona de 65 años o más (potencialmente perceptora de una pensión) existían 3,3 personas en edad laboral (de 16 a 64 años) potencialmente cotizantes. Las proyecciones del INE apuntan a que en 2050, por cada persona mayor de 65 años, solamente habrá disponibles para trabajar 1,8. Es la consecuencia del conocido envejecimiento poblacional. Envejecer está bien (sobre todo si a la vejez acompaña una calidad de vida razonable), pero los efectos desestabilizadores que el envejecimiento poblacional va a tener sobre el equilibrio de las cuentas de la Seguridad Social, si no se adoptan medidas de aquí a entonces, son irrefutables.

Las dificultades de financiación de los sistemas de protección social constituyen una constante en las políticas económicas y sociales de los países desarrollados, pero nadie cuestiona actualmente su pervivencia, porque ha sido esta forma de proteger a los ciudadanos la que ha conseguido reducir las desigualdades económicas y las bolsas de pobreza. Caben pocas dudas acerca de que el sistema público de pensiones representa uno de los avances más notables de la sociedad civilizada. Y la pregunta no es si los sistemas de Seguridad Social, fuertemente tensionados tanto por la vía de los ingresos (constantes o a la baja) como de los gastos (al alza), serán capaces en el futuro de pagar las pensiones de un creciente número de personas jubiladas, porque para garantizar la pervivencia del sistema público de pensiones basta con hacer algo en apariencia tan sencillo como ajustar en cada momento el gasto a los recursos disponibles. Se trataría, en definitiva, de cuadrar el presupuesto de la Seguridad Social en cada ejercicio, sin incurrir en situaciones de endeudamiento que hipotequen a las generaciones actuales y futuras. La sostenibilidad del sistema de pensiones (que es tanto como decir su solvencia) no está, pues, en peligro. Ahora bien ¿nos conformaremos con cualquier sistema público de pensiones, abstracción hecha de su calidad? Lo que realmente preocupa es que las pensiones que se perciban, además de estar aseguradas, sean unas pensiones dignas y suficientes para cubrir las necesidades de sus perceptores. Como se afirma en un reciente Informe sobre Pensiones 2019, elaborado conjuntamente por la Comisión de Política Económica y la Comisión de Protección Social de la UE4, en la actualidad “la adecuación y la sostenibilidad son las dos mitades de la ecuación de la política de pensiones”. Limitar el actual sistema de pensiones a la simple previsión de pensiones mínimas de subsistencia, o lo es que lo mismo, propugnar su asistencialización, es política y socialmente inaceptable, pues el sistema debe garantizar pensiones suficientes de acuerdo con el mandato contenido en el art. 41 CE. Y es aquí donde surge el problema de qué hacer ante la insuficiencia de la fuente de financiación por excelencia, la cotización de empresas y trabajadores, especialmente en sociedades caracterizadas por altos niveles de desempleo y de subempleo, una población cada vez más envejecida y una cohorte de pensionistas en progresión creciente. No es razonable desconocer los gravísimos problemas de exclusión y sostenibilidad a los que puede llevar una exacerbación de la contributividad, en especial en colectivos más vulnerables como mujeres, jóvenes o personas trabajadoras precarias; de ahí la necesidad de garantizar unas condiciones laborales dignas a estos colectivos que combatan la precariedad y el refuerzo de mecanismos no contributivos5.

La respuesta a los problemas de financiación del sistema de pensiones, asumiendo que todas las propuestas presentan fortalezas y debilidades, aspectos positivos y efectos contraproducentes, no debería pasar, en opinión de quien esto escribe, y como línea directriz general, por garantizar la sostenibilidad del sistema mediante la introducción de nuevas y draconianas reformas paramétricas, orientadas a contener la nómina de las pensiones, estrategia que mayoritariamente se ha seguido hasta el momento, aun reconociendo que todavía existe margen de actuación en algunos aspectos (p. ej., en materia de jubilaciones anticipadas, para impedir que las grandes empresas las utilicen como mecanismos de regulación de empleo con cargo a la caja de la Seguridad Social). Antes al contrario, una vez superadas las urgencias de la crisis sanitaria, social y económica provocada por la COVID-19, será el momento de apostar de forma decidida por mejorar significativamente los recursos de la Seguridad Social, empeño al que no se ha dedicado hasta el momento la aplicación debida. Al Estado social y a la clase política encargada de su gestión incumbe la responsabilidad, por un lado, de engrosar el flujo de cotizaciones (con políticas sociales y económicas que promuevan la creación de empleos regulares y de calidad, persecución del fraude en prestaciones y cotizaciones, destope parcial de las bases de cotización –con subida no exactamente proporcional de la pensión máxima–, ajustes adicionales en los tipos de cotización, revisión de tarifas planas y otras exoneraciones de cuotas…) y, por otro lado, allegar fuentes complementarias de ingresos destinadas a financiar unas pensiones dignas cuando las cotizaciones se revelen insuficientes: sea mediante aportaciones del Estado procedentes de la fiscalidad general, sea creando nuevos gravámenes, asociados directamente a la financiación de la Seguridad Social, sobre actividades disruptivas (empresas de base tecnológica, economía de plataformas, comercio electrónico) y nuevos sistemas de producción y organización del trabajo (robotización, industria 4.0) donde el empleo humano se ve desplazado por maquinaria o inteligencia artificial6, con generación de amplísimos beneficios para los explotadores de esas actividades. En España todavía existe margen apreciable para incrementar los ingresos fiscales, a la vista de los datos sobre recaudación7. Asimismo, conviene plantear medidas que valoren la aportación global de empresas y personas trabajadoras a sistemas complementarios de previsión social privada, privilegiando los planes de pensiones de empleo8. Y todo ello sin perder la perspectiva de que el principal reto que habrá de afrontarse en las próximas décadas es el notable incremento del gasto en pensiones que tendrá lugar como consecuencia de la jubilación de los nacidos entre 1958 y 1975 (la generación de los baby boomers), pero una vez haya pasado dicho efecto, el ajuste financiero se producirá automáticamente al descender de forma significativa el número de pensionistas por circunstancias naturales.

En la consideración preliminar del Informe de Evaluación y Reforma del Pacto de Toledo 2020 se refiere que “Nuestra seguridad social, es, debe ser y seguirá siendo el instrumento esencial de vertebración, integración y cohesión social que da cumplimiento adecuado al espíritu de diversos mandatos constitucionales, mandatos que obligan a los poderes públicos a mantener un sistema de medidas que garantice a todos los ciudadanos una asistencia y unas prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad”. El mantra repetido hasta la saciedad de la “insostenibilidad del sistema” no deja de ser una premisa ideológica que ha servido para justificar un recorte y endurecimiento en el acceso a las prestaciones de nivel contributivo (especialmente la jubilación), una asistencialización del sistema y la defensa interesada de la promoción de sistemas mercantilizados de previsión social, cuando lo cierto es que el sistema es sostenible a condición de que se realicen las necesarias reformas estructurales “internas” de racionalización (sacando del Sistema lo que es extraño al mismo) y “externas” de incremento de ingresos tanto por la vía de las cotizaciones (atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada momento) como por el cauce del aumento de aportaciones del Estado9. De forma harto sospechosa, a los profetas del cataclismo del sistema público de pensiones les preocupa su sostenibilidad, pero nada les lleva a preguntarse si es sostenible una sociedad con desempleo generalizado, extensas bolsas de pobreza, salarios de miseria y simples ingresos de subsistencia en la vejez para la mayoría de la población10.

Como se afirma en el Informe de Evaluación y Reforma del Pacto de Toledo 2020, “la aspiración de mantener el equilibrio financiero de las cuentas de la Seguridad Social no es nueva, sino que por el contrario tiene ya muchos años y ha estado siempre plagada de dificultades que ninguna reforma ha logrado resolver de manera definitiva” (la negrita aparece en el informe). En este sentido, las tres recomendaciones más importantes del nuevo Pacto de Toledo para tratar de reducir y evitar el aumento del déficit del sistema son: transferir gastos impropios del sistema de pensiones al Estado, revisar el sistema de cotización de las personas que trabajan por cuenta propia (en la actualidad, casi el 90% de los autónomos aún cotiza por la base mínima) y acercar la edad efectiva de jubilación a la edad legal. Este comentario se centra en la primera recomendación (la núm. 1 de las 22 que recoge el Informe, arrancando con una recomendación núm. 0), referida al fortalecimiento de la separación de las fuentes de financiación del sistema y el restablecimiento de su equilibrio financiero, sin perjuicio de realizar alusiones colaterales a medidas y líneas de actuación contenidas en otras recomendaciones cuando estén directamente relacionadas con el contenido y objetivos de esta recomendación primera.

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