Читать книгу Con estos ojos míos - Francisco Mondino - Страница 10

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Al costado de la casa corre una acequia con agua para riego; al otro lado de la acequia un árbol se inclina hacia la casa y de su copa tupida brota un follaje llovido que parece reverenciar a quien abre la puerta. Tiene entre sus hojas unas pequeñas bolitas arracimadas de color rojo intenso. Ana dice que es un aguaribay.

Volvemos a la plaza y preguntamos por una verdulería. Caminamos dos cuadras. La verdulería me devuelve un antiguo paisaje de la infancia: las moscas revoloteando en el cajón de las uvas y las ciruelas. Ana pregunta si vi algo que me guste; digo «Uvas y ciruelas». También compramos zapallo del que se corta con sierra, lechuga, tomates, papas, una cabeza de ajo, cebolla común y cebolla de verdeo. Mientras ella se queda en la carnicería, yo regreso con las compras. La entrada está separada de la vereda por una especie de tranquera de hierro forjado, pintada de blanco. Al descorrer el cerrojo y abrir, siento que algo me roza la pierna a la altura del muslo. Es un perro negro, grande, un perro de policía. Entra conmigo como si nos conociéramos desde siempre. Veo venir a Aurora y le pregunto si es suyo. Me dice que no, que es el perro de la hermana Teresa, que no es malo pero es muy maleducado.

—¡Simba! —le dice—, andate para tu casa.

Simba hace oídos sordos y me sigue hasta la puerta. Meto la llave y, antes de abrir, lo miro. Descubro que su ojo derecho denuncia algún antepasado siberiano. Me gusta su mirada de lobo bueno. Le apunto con el índice:

—Hagamos un trato: yo no te mando a tu casa y vos no hacés el intento de trasponer esta puerta, ¿de acuerdo?

Entro y cierro.

Ana llega cuando estoy terminando de lavar las ciruelas en la pileta que está en el baño, pero que cumple también las funciones de pileta de la cocina y pileta del patio con tabla para lavar la ropa incluida.

—Vení por favor a ver esto —me dice desde la puerta.

Salgo. Gira la cabeza para señalarme algo en el piso, debajo de la ventana.

—Simba —digo. Simba se incorpora y camina hasta poner el hocico debajo de mi mano.

—¿Simba?

—Es el perro de la hermana Teresa —digo mientras comienzo a acariciarlo. Ella solo me mira.

—No es malo —le cuento—, pero es muy maleducado. Confianzudo, digamos.

Nos miramos los tres por un instante.

—Tiene un ojo de siberian —dice ella.

—Cuando llegué se metió conmigo como Pancho por su casa. Justo venía Aurora y me lo presentó.

Con estos ojos míos

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