Читать книгу Con estos ojos míos - Francisco Mondino - Страница 17
ОглавлениеVolvemos a la plaza después de la siesta. Ana se acerca a un puesto de información para el turista ubicado frente a la iglesia. Una muchacha de pelo lacio, largo y sucio, cruza descalza la plaza en diagonal, lleva un bolso tejido colgado del hombro derecho. Saluda a un hombre que viste un sobretodo largo. La cantidad de ropa que lleva debajo del sobretodo parece no ser poca, calza un par de sandalias sin medias y le cubre la cabeza una gorra de corderoy con visera y sobre la gorra un sombrero.
Ana me propone recorrer la feria artesanal que está al costado de la iglesia.
—¿Viste en la plaza al hombre del sobretodo? —le pregunto mientras miramos frascos de miel, café de higo y arrope de chañar.
—Sí, ¿qué pasa?
—Nada. Que me gustaría hacerle un retrato.
Mientras estudiamos, a la sombra del aguaribay, la información que Ana juntó en la plaza, vemos ingresar un Ford Falcon del que descienden nuestros vecinos. Un señor de barba blanca saca una valija grande del baúl del auto. Se asoma a la puerta una niña que no llega a los diez años y nos saluda. También salen dos señoras.
El auto se va. La muchachita juega al hula-hula. Nos pregunta cómo nos llamamos.
—Yo soy Ana.
—Yo Manuel.
—Yo Sofía —dice, sin dejar de mover la cadera.
—Cuando yo era chica —dice Ana —ese juego se llamaba hula-hula.
—Ahora también —contesta Sofía, pero se distrae y el aro cae. Aprovecha para cambiar de movimiento. Ahora lo hace girar con el pie derecho, apenas encima del tobillo. Camina sosteniendo con suma destreza el movimiento centrífugo y saltando con el pie izquierdo para no interrumpir el giro, que se sostiene a no más de quince centímetros del suelo. En mitad del show sale la señora que quedó. Es alta y delgada. Viste una remera blanca y calzas negras. Es la abuela de Sofía.
—Hola. Yo soy Lidia.
Lidia mira a Sofía y le dice que no vaya a andar molestando.
—No se preocupe, no nos molesta para nada —dice Ana.
Tomo el primer mate, el agua está a la temperatura justa. Cebo el segundo y se lo paso a Ana. Lo recibe sin quitar la mirada de la hoja que ha desplegado sobre la mesa. Señala con el dedo: el camino a la cruz, la quebrada, el museo, el molino antiguo.
—El mate —reclamo.
Levanta la vista. Me informa solo con la mirada que la interrumpí.
—Si no podemos planificar y tomar mate al mismo tiempo —digo—, dejemos alguna cosa para después.
—Se supone que vinimos unos días antes para aprovechar y descansar —me recuerda.
—Sí, pero en las vacaciones la yerba igual se enfría.
—¿Te aburre que hagamos esto?
—No me aburre —contesto—. Lo único que hice fue pedirte el mate. Las discusiones conocidas me aburren.
Me devuelve el mate. Regresa la vista al folleto. Tomo dos mates seguidos para que la yerba recupere la temperatura. Le paso el tercero.
—Mañana podemos ir a la cruz —dice.
—No sé si tu amigo Aribarren aprobaría ese peregrinaje.
—Aribarren no viene a aprobar ni a desaprobar nada. Viene a contar.
Las ciudades y los ojos.
Al llegar a Fillide te complaces en observar cuántos puentes distintos unos de otros atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre pilastras, sobre barcas, colgantes, de parapetos calados; cuántas variedades de ventanas se asoman a las calles: en ajimez, moriscas, lanceoladas, ojivales, coronadas por lunetas o rosetones; cuántas especies de pavimentos cubren el suelo: cantos rodados, lastrones, grava, baldosas blancas y azules. En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista: una mata de alcaparras que asoma por los muros de la fortaleza, las estatuas de tres reinas sobre una ménsula, una cúpula con forma de cebolla y tres cebollitas enhebradas en la aguja. «Feliz quien tiene todos los días a Fillide delante de los ojos y no termina nunca de ver las cosas que contiene», exclamas, con la pesadumbre de tener que dejar la ciudad después de haberla solo rozado con la mirada...