Читать книгу Con estos ojos míos - Francisco Mondino - Страница 11

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Llegué a las ocho y cinco. Ya estaba sentada a una mesa cerca de la escalera. Tenía puesta una blusa rosa, aros colgantes y un brillo en los ojos que no alcanzaba a empañarse por un casi imperceptible descuido en el trazo del delineador.

—No me imaginé que llegarías tan puntual —dije.

—No te preocupes, es un resabio de la militancia, ya se me va a pasar.

El círculo de tiza, dijo cuando le pregunté por el título de la obra que íbamos a ver. Teatro independiente, agregó, actores desconocidos.

Una vez ubicados en unas sillas de bar, que hacían las veces de butacas, sobre el empedrado de un corralón que hacía las veces de platea, se inclinó para decirme que había olor a pis de gato. Traté de agudizar el olfato. Sí, había un olor fuerte.

—¿Cómo sabés que es pis de gato? —pregunté.

—Porque lo conozco bien —contestó—. Además es lógico que haya gatos, si no este galpón sería un raterío.

Sin duda, pensé, esta chica tiene su estilo para seducir. Me gusta, pensé también.

En un momento, durante la obra, nos miramos en esa penumbra difusa de la platea y estuve a punto de agarrarle la mano. En el escenario, ya cerca del final de la obra, dos mujeres que se disputaban la maternidad de un chico empezaron a tironearlo, una de cada brazo. Ella bajó la cabeza y dejó de mirar. Le pregunté si le pasaba algo.

—No —dijo sin levantar la cabeza—. Nada.

Cuando salimos me pidió caminar un par de cuadras porque necesitaba un poco de aire.

—Disculpame —dijo mientras caminábamos—. Hay algunas cosas para las que se ve que todavía no estoy preparada.

Entonces llegamos a la esquina de Anchorena y San Luis. La agarré del brazo, a la altura del codo y le pedí que parara. Quedamos enfrentados.

—Necesito pedirte dos cosas —dije—. Una es que no vuelvas a pedirme disculpas. Me hace sentir incómodo.

—¿Y la otra?

Le dije que la otra, en realidad, no era un pedido, y la besé.

—Conozco un lugar donde no hay olor a pis de gato —dije.

—Entonces vamos.

Tomamos un taxi hasta una esquina de Palermo. Hotel. Penumbra, espejos, olor a desodorante barato, dinero, llavero pesado, alfombras, ascensor, puerta, melodía pegajosa, cama.

Después de la primera batalla ella prendió un cigarrillo y yo miraba los dos cuerpos desnudos en el cielorraso espejado.

—En alguna materia del secundario —dije—, tendrían que enseñarle a los varones cómo se desabrocha un corpiño.

Se rio fuerte, se puso de costado y preguntó en qué materia tendría que ser.

—Instrucción Cívica.

Volvió a reírse, me besó el hombro y dijo que iba al baño. Mientras se iba, me pareció verle algo parecido a un moretón en la espalda, muy cerca de la línea que separa los glúteos.

Cuando volvió pregunté. La mirada se le fue a otro lugar. La línea corrida del delineador se me hizo más evidente.

—¿Cómo es? —preguntó.

—¿Cómo es qué? —pregunté.

—La cicatriz.

—Tendría que volver a verla.

Se dio vuelta hasta quedar boca abajo y puso las palmas debajo de la mejilla, como quien se prepara para un masaje.

—Es una costura con forma de herradura —dije—. Adentro de la costura está como hundido y la piel es amarillenta con bordes morados. En algunos lugares hay como racimos de venitas minúsculas, como si fuera el delta de un río color púrpura visto desde el aire.

—Suena excitante.

Acerqué la boca y besé la cicatriz. Volvió a ponerse boca arriba, y con la mirada clavada en el espejo del cielorraso, contó:

—Hacía tres días que había caído. Estaba en una comisaría de Villa Ballester, cosa que por entonces desconocía. Para los interrogatorios me llevaban a un entrepiso en una pieza del fondo, atrás de las celdas. Cuando parecía que empezaban a aflojar, trajeron a un compañero, lo subieron vendado al entrepiso, lo pararon enfrente de mí, le sacaron la venda y le preguntaron si me conocía. Cuando dijo que sí, uno de los tipos me pegó una patada ahí donde tengo la cicatriz y me hizo rodar por la escalera. Me hundió dos vértebras. Me operaron un año después, cuando ya casi no podía caminar.

Siguieron unas caricias torpes, sin palabras, hasta que sonó el teléfono. El turno.

Me pareció estar vistiéndome con la ropa de otro.

En la puerta de su casa nos besamos como para volver a empezar.

—Después que te conté lo de la cicatriz —dijo—, tuve que morderme la lengua para no volver a pedirte disculpas, pero me quedé muy mal. Muerta de miedo, para ser más clara.

Le pedí que cerrara los ojos y con la punta del pulgar le corregí el desliz del delineador.

—¿Qué tenía? —preguntó.

—Nada, una basurita.

Con estos ojos míos

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