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—Al segundo nos hallábamos cara a cara, esa criatura frágil del futuro y yo. Se acercó a mí y se rio ante mis ojos. La ausencia de cualquier atisbo de miedo en su comportamiento me sorprendió de inmediato. Entonces se volvió hacia los otros dos que lo seguían y les habló en una lengua extraña, muy dulce y líquida.

»Se estaban acercando otros, y en ese momento me rodeó un grupito de unas ocho o diez de estas criaturas exquisitas. Uno de ellos se dirigió a mí. Me percaté, por raro que parezca, de que mi voz era demasiado áspera y profunda para ellos. El hombrecito dio un paso adelante, dudó, me tocó la mano. Entonces sentí otros tentaculitos suaves en la espalda y los hombros. Querían asegurarse de que era real. No había nada alarmante en todo aquello. De hecho, aquellas personitas hermosas tenían algo que inspiraba confianza: cierta delicadeza elegante, cierta soltura infantil. Y, además, parecían tan frágiles que era capaz de imaginarme arrojando a una docena de ellos al suelo como si fueran bolos. Pero hice un movimiento brusco de advertencia cuando vi sus manitas rosadas tocando la máquina del tiempo. Por suerte me acordé, antes de que fuera demasiado tarde, de un peligro que había olvidado. Metí las manos por encima de las barras de la máquina, desenrosqué las pequeñas palancas que la pondrían en marcha y me las guardé en el bolsillo. Luego me volví para ver qué podía hacer para comunicarme.

»Y entonces, al fijarme con más detenimiento en sus rasgos, detecté algunas peculiaridades más de su belleza, propia de la porcelana de Dresde. Su cabello, todo rizado, acababa abruptamente en el cuello y las mejillas, no tenían ni el más leve rastro de vello en la cara, y sus orejas eran singularmente diminutas. Tenían la boca pequeña, con brillantes labios rojos más bien finos, y sus barbillas diminutas acababan en punta. Sus ojos eran grandes y afables, y, aunque esto puede parecer egotismo por mi parte, me pareció ya entonces que mostraban menos interés del que podría haber esperado por su parte.

»Como no hacían ningún esfuerzo por comunicarse conmigo, si no que se limitaban a rodearme sonriendo y hablando mediante suaves arrullos los unos con los otros, inicié la conversación. Señalé la máquina del tiempo y a mí mismo. Entonces, al dudar un instante sobre cómo expresar el tiempo, señalé el sol. De inmediato, una figurita extrañamente hermosa vestida a cuadros púrpuras y blancos siguió mi gesto, y me sorprendió cuando imitó el ruido del trueno.

»Me quedé estupefacto un instante, aunque la trascendencia de su gesto quedaba bastante clara. La cuestión se me planteó bruscamente: ¿eran estúpidas esas criaturas? No se pueden figurar cuánto me afectó. Verán, siempre me había imaginado que las gentes del año ochocientos dos mil y pico estarían increíblemente adelantadas en cuanto a conocimientos, arte y todo lo demás. Y entonces uno de ellos me hacía de repente una pregunta con la que demostraba tener el intelecto de uno de nuestros niños de cinco años; me preguntaba, de hecho, ¡si había venido del sol en una tormenta! Tuve que desechar la opinión que me había formado a partir de sus ropas, sus extremidades delicadas y ligeras y sus rasgos frágiles. Sentí como la decepción se apoderaba de mí. Por un instante pensé que había construido la máquina del tiempo en vano.

»Asentí, señalé en dirección al sol y les ofrecí una interpretación tan vívida del trueno que se sorprendieron. Todos retrocedieron un paso y se inclinaron. Entonces uno se acercó riéndose, ofreciéndome una guirnalda de bonitas flores totalmente nuevas, y me la puso alrededor del cuello. La idea fue recibida con aplausos melodiosos, y en ese momento todos se pusieron a correr arriba y abajo en busca de flores, y me las arrojaban encima entre risas, hasta que quedé casi sepultado por ellas. Ustedes, que no han visto cosa igual, apenas pueden imaginarse qué flores tan delicadas y maravillosas habían creado los incontables años de cultura. Entonces alguien sugirió que su juguete debería exhibirse en el edificio más próximo, y así me condujeron más allá de la esfinge de mármol blanco, que parecía haberse dedicado a observar mi perplejidad durante todo aquel tiempo con una sonrisa, hacia un enorme edificio gris de piedra desgastada. Al seguirlos me sobrevino el recuerdo de mis confiadas expectativas de una posteridad profundamente solemne e intelectual, junto con una sensación de júbilo irresistible.

»El edifico tenía una entrada enorme, y en conjunto poseía unas dimensiones colosales. Como es lógico, mi atención se centraba en la multitud creciente de personitas y en los grandes portales que se abrían ante mí, oscuros y misteriosos. La impresión general del mundo que veía por encima de sus cabezas era la de una inmensidad enmarañada de arbustos y flores hermosas, un jardín que llevara tiempo descuidado, pero desprovisto, no obstante, de malas hierbas. Vi varias espigas altas de extrañas flores blancas, que debían de medir más de treinta centímetros, repartidas entre la proliferación de pétalos pálidos. Se iban dispersando, como si fueran silvestres, entre los arbustos multicolor, pero, como he dicho, no las examiné con atención en ese instante. La máquina del tiempo quedó abandonada en el césped entre los rododendros.

»El arco de la puerta estaba profusamente tallado, pero, por supuesto, no pude observar la talla con atención, aunque al pasar me pareció ver indicios de antiguos adornos fenicios, y me sorprendió que estuvieran muy rotos y desgastados. Otras tantas personas vestidas de colores brillantes salieron a mi encuentro en la puerta, y así entramos. La ropa sucia del siglo XIX me otorgaba un aspecto bastante grotesco, pero además iba engalanado con flores y me rodeaba una masa de ropajes de colores luminosos suaves y de cuerpos blancos brillantes, que formaba un remolino de risas y palabras alegres.

»La amplia puerta grande se abrió hasta una sala proporcionalmente grande adornada de marrón. El techo estaba en sombra, y las ventanas, en parte decoradas con vidrio de colores y en parte sin decorar, dejaban entrar una luz templada. El suelo era de grandes bloques de un metal blanco muy duro; no eran placas ni losas, sino bloques, y estaba tan desgastado —me imaginé que por las idas y venidas de generaciones pasadas—, que los tramos más transitados estaban muy hundidos. En la sala había, atravesadas, innumerables mesas de losas de piedra pulida que se alzaban unos treinta centímetros del suelo, y sobre ellas montones de fruta. Reconocí unas frutas que parecían frambuesas y naranjas hipertrofiadas, pero casi todas me resultaban extrañas.

»Entre las mesas había repartidos gran cantidad de cojines. Sobre ellos se sentaron los que me habían traído, indicándome que hiciera lo mismo. Con una ausencia significativa de miramientos, comenzaron a comerse la fruta con las manos, arrojando pieles y rabillos y demás en las aberturas redondas de los laterales de las mesas. No me resistí a seguir su ejemplo, pues tenía hambre y sed. Mientras, inspeccioné la sala a mi antojo.

»Y puede que lo que más me sorprendiera fuera su aspecto ruinoso. Las vidrieras de colores, en las que solo se veía un dibujo geométrico, estaban rotas por muchos sitios, y las cortinas que colgaban por el extremo inferior estaban cubiertas de polvo. Me llamaron la atención unas grietas en la esquina de la mesa de mármol que tenía al lado. No obstante, en general me resultaba un lugar extremadamente suntuoso y pintoresco. Debía de haber un centenar de personas comiendo en el salón, y la mayoría de ellas, sentadas tan cerca de mí como podían, me observaban con interés, con sus ojitos brillando por encima de la fruta que se estaban comiendo. Todos iban vestidos con el mismo material sedoso, suave pero resistente.

»La fruta, por cierto, era su único alimento. Estas personas del futuro remoto eran vegetarianos estrictos, y mientras estuve con ellos, pese a algunos antojos carnales, también tuve que hacerme frugívoro. De hecho, luego descubrí que los caballos, el ganado, las ovejas, los perros, todos se habían extinguido, como el ictosaurio. La fruta, en cambio, estaba deliciosa. Una fruta en particular, cuya temporada duró todo el tiempo que permanecí allí —una cosa harinosa que iba en una cáscara de tres caras— estaba especialmente rica, y la convertí en mi alimento básico. Al principio todos aquellos frutos extraños me sorprendieron, y también las extrañas flores que vi, pero más tarde empecé a percatarme de su importancia.

»Sea como sea, les estoy contando la cena de fruta en un futuro ahora muy distante. En cuanto sacié un poco mi apetito, decidí intentar aprender el habla de los nuevos hombres que me acompañaban. Estaba claro que eso era lo que debía hacer a continuación. Las frutas parecían adecuadas para empezar, y, cogiendo una de ellas, empecé a emitir una serie de ruidos y gestos interrogatorios. Tuve dificultades considerables para transmitirles lo que quería decir. Al principio mis esfuerzos provocaron miradas de sorpresa o risas inextinguibles, hasta que una criaturita rubia pareció captar mi propósito y repitió un nombre. Tuvieron que parlotear y explicarse largo y tendido el asunto los unos a los otros, y mis primeros intentos de imitar los ruiditos exquisitos de su idioma causaron enorme regocijo. No obstante, me sentía como un maestro entre niños, e insistí hasta que logré dominar una veintena de sustantivos; luego me puse con los pronombres demostrativos, e incluso con el verbo «comer». Pero iba lento, y aquella gente tan pequeña enseguida se cansaba y quería escapar de mis interrogatorios, así que decidí, más bien porque se hacía necesario, dejarles que impartieran sus lecciones en pequeñas dosis, cuando estuvieran dispuestos a hacerlo. No tardé mucho en averiguar que serían dosis muy breves, pues nunca he conocido a personas más indolentes y que se cansaran con más facilidad.

»Algo extraño que no tardé en descubrir de mis pequeños anfitriones fue su falta de interés. Se me acercaban gritando, sorprendidos, como niños, pero, igual que los niños, no tardaban en dejar de examinarme y se alejaban en busca de otro juguete. Cuando la cena y mis primeros intentos de conversación concluyeron, reparé por primera vez en que casi todos los que me habían rodeado al comienzo se habían marchado. Resulta extraño, también, lo rápido que empecé a desdeñar a aquellas personitas. Atravesé el portal hacia el mundo soleado en cuanto hube satisfecho el hambre. No dejaba de encontrarme con más hombres del futuro, que, tras sonreírme y gesticular amistosamente, volvían a dejarme a mi suerte.

»La tranquilidad del anochecer se apoderó del mundo cuando salí del gran salón, y la escena quedó iluminada por la luz cálida del sol de poniente. Al principio las cosas resultaron muy confusas. Todo era tan distinto del mundo que conocía, incluso las flores… El gran edificio del que había salido estaba situado en la falda del amplio valle del río, pero el Támesis se había desviado más de un kilómetro de su ubicación actual. Decidí subir hasta lo alto de una montaña que debía de estar a unos dos kilómetros y medio, desde la cual podría contemplar una vista más amplia del año 802 701 d. C. Porque esa, debería explicar, era la fecha que registraban los pequeños indicadores de mi máquina.

»Mientras avanzaba estaba atento a cualquier impresión que pudiera ayudarme a explicar el esplendor ruinoso en que hallaba aquel mundo, porque ruinoso lo estaba. Subiendo un poco la colina, por ejemplo, había una pila grande de granito ligado con masas de aluminio, un laberinto enorme de paredes escarpadas y montones desmoronados, entre los cuales se aglomeraban plantas muy hermosas en forma de pagoda —ortigas, probablemente—, pero teñidas de un marrón increíble en las hojas, y que no pinchaban. Eran los restos abandonados de una estructura enorme, construida para fines que no logré determinar. Fue allí donde estaba destinado a vivir, en fecha posterior, una experiencia muy extraña —el primer indicio de un descubrimiento aún más extraño—, pero de eso hablaré cuando corresponda.

»Desde una terraza en la que descansé durante un rato, miré a mi alrededor cuando se me ocurrió una idea repentina: me percaté de que no se veían casas pequeñas. Al parecer la casa solitaria, y puede que incluso la casa en general, ya no existía. Repartidos entre la vegetación había edificios palaciegos, pero la casa y la casita, que constituyen rasgos tan característicos de nuestro paisaje inglés, habían desaparecido. “Comunismo…”, me dije.

»Otro pensamiento me asaltó inmediatamente. Miré la media docena de figuritas que me seguían, y entonces me di cuenta de que todos llevaban el mismo tipo de ropa, de que todos tenían el mismo rostro lampiño y presentaban la misma redondez afeminada en las extremidades. Tal vez resulte extraño que no me hubiera dado cuenta antes, pero todo era tan raro… Ahora lo veía con claridad. Estas personas del futuro eran todas similares, en cuanto a su vestimenta y en cuanto a las diferencias de textura y comportamiento que ahora sirven para distinguir los sexos. Y los niños no me parecían sino miniaturas de sus padres. Entonces pensé que los niños de esa época eran extremadamente precoces, al menos físicamente, y más adelante hallé confirmaciones abundantes de mi opinión.

»Al ver el desahogo y la seguridad con que vivían estas gentes, sentí que esta estrecha semejanza entre los sexos era, a fin de cuentas, lo que cabría esperar; porque la fuerza del hombre y la suavidad de la mujer, la institución de la familia y la distinción de ocupaciones no son más que necesidades militantes propias de una época basada en la fuerza física. Cuando la población está equilibrada, la fertilidad abundante deviene un mal más que un bien para el Estado; donde la violencia es inusual y los descendientes están seguros, es menos indispensable —de hecho, no lo es en absoluto— tener una familia eficiente, y la especialización de los sexos en referencia a las necesidades de los hijos desaparece. Los comienzos de todo esto los estamos viendo en nuestros propios tiempos, y en esta época futura se había completado. Esto, debo recordarles, fue lo que especulé en aquel momento. Más tarde llegaría a entender lo mucho que se alejaba esa idea de la realidad.

»Mientras cavilaba todas estas cosas, me llamó la atención una estructura bonita y pequeña, una especie de pozo bajo una cúpula. Pensé por un instante en lo extraño que era que aún existieran los pozos, y retomé el hilo de mis especulaciones. No había edificios grandes hacia lo alto de la montaña, y como mi aguante al caminar parecía resultar milagroso, en ese momento me dejaron solo por primera vez. Imbuido de una extraña sensación de libertad y aventura, continué hasta la cima.

»Allí hallé un asiento de un metal amarillo que no reconocí, corroído en algunas partes con una especie de óxido rosa y medio sepultado entre un musgo blando, con brazos tallados y limados en forma de cabezas de grifos. Me senté en él y contemplé la amplia vista de nuestro viejo mundo bajo la puesta de sol de aquel largo día. Era la vista más dulce y hermosa que he visto nunca. El sol ya se había hundido en el horizonte y el oeste era de un dorado intenso, tintado con franjas horizontales de púrpura y carmesí. Por debajo quedaba el valle del Támesis, por donde discurría el río como una tira de acero bruñido. Ya he mencionado los grandes palacios repartidos entre la vegetación multicolor, algunos en ruinas y otros aún ocupados. De vez en cuando se alzaba una figura blanca o plateada en el jardín abandonado de la Tierra, aquí y allá surgía la abrupta línea vertical de una cúpula o un obelisco. No había setos, ni indicios del derecho a la propiedad, ni campos de cultivo; la Tierra entera se había convertido en un jardín.

»Mientras observaba todo esto empecé a interpretar las cosas que había visto, y la interpretación que cobró forma aquella noche consistía en algo así. (Más adelante descubrí que solo había entendido media verdad, o que solo logré entrever una faceta de la verdad).

»Me pareció que me había encontrado con una humanidad en decadencia. La puesta de sol rojiza me hizo pensar en el crepúsculo de la humanidad. Por primera vez empecé a percatarme de una consecuencia extraña del esfuerzo social que realizamos. Pensándolo bien, dicha consecuencia es también bastante lógica. La fuerza resulta de la necesidad; la seguridad potencia la debilidad. El esfuerzo por mejorar las condiciones de vida —el auténtico esfuerzo civilizador que hace que la vida sea cada vez más segura— había ido en aumento constante hasta alcanzar un punto álgido. La humanidad unida había conseguido un triunfo tras otro sobre la Naturaleza. Cosas que ahora son meros sueños se habían convertido en proyectos deliberadamente emprendidos y ejecutados por el hombre. ¡Y el resultado de ello era lo que yo había visto!

»A fin de cuentas, los servicios sanitarios y la agricultura de hoy en día siguen en una fase rudimentaria. La ciencia de nuestra época apenas ha abordado el campo de las enfermedades humanas, pero, aun así, expande sus operaciones de manera constante y continua. La agricultura y la horticultura destruyen alguna que otra mala hierba y cultivan puede que una veintena de plantas sanas, pero dejan que la mayoría de ellas compita como pueda por el equilibrio. Mejoramos gradualmente nuestras plantas y animales favoritos —que son pocos—, mediante la cría y el cultivo selectivos: ahora un melocotón nuevo y mejorado, ahora una uva sin pepitas, ahora una flor más fragante y grande, ahora una raza más conveniente de ganado. Los mejoramos gradualmente porque nuestros ideales son vagos y vacilantes, y nuestro conocimiento, limitado; porque la Naturaleza, a su vez, también es tímida y lenta en nuestras torpes manos. Algún día todo esto estará mejor organizado, y continuará mejorando. Ese es el rumbo de la corriente a pesar de los remolinos. El mundo entero será inteligente, educado y cooperativo; las cosas se moverán cada vez más rápido para subyugar a la Naturaleza. Y al final, reajustaremos de manera sabia y cuidadosa el equilibro de la vida animal y vegetal para adaptarlo a nuestras necesidades humanas.

»Este ajuste, digo, debía de haberse realizado, y se había hecho bien; se había hecho para siempre en el periodo de Tiempo al que mi máquina había saltado. No había mosquitos en el aire, en la tierra no prosperaban la maleza ni los hongos; por todas partes había fruta y aromáticas y encantadoras flores, y las mariposas brillantes volaban de un lado a otro. Se había alcanzado el ideal de la medicina preventiva. Las enfermedades se habían erradicado. Durante mi estancia no detecté ninguna evidencia de que hubiera enfermedades contagiosas. Y más adelante tengo que relatarles que incluso los procesos de putrefacción y descomposición se habían visto profundamente afectados por estos cambios.

»También se habían logrado triunfos sociales. Veía al género humano alojado en lugares espléndidos, vestido maravillosamente, y aún no los había visto entregados a esfuerzo alguno. No había señales de lucha, ni económica ni social. Las tiendas, los anuncios, el tráfico, todo aquel comercio que domina nuestro mundo, había desaparecido. Era natural que aquella noche dorada me imaginara un paraíso social. Me pareció que habían hecho frente al problema del crecimiento de la población, y la población había dejado de aumentar.

»No obstante, este cambio en las condiciones de vida comportó algunas adaptaciones inevitables al cambio. ¿Cuál, a no ser que la ciencia biológica sea un cúmulo de errores, es el fundamento de la inteligencia y el vigor humanos? La penuria y la libertad, condiciones bajo las cuales los que son activos, fuertes y sutiles sobreviven y los débiles se hunden; condiciones que hacen resaltar la alianza leal entre hombres capaces, basada en la contención, la paciencia y la decisión. Y la institución de la familia, y las emociones que surgen en ella, los celos feroces, la ternura por los hijos, la abnegación parental, todas hallan su justificación y apoyo en los peligros inminentes que puedan sufrir los hijos. Ahora, ¿cuáles son esos peligros inminentes? Está surgiendo un sentimiento, que crecerá, contra los celos conyugales, contra la maternidad feroz, contra la pasión de toda clase; ahora son cosas innecesarias, cosas que nos incomodan, vestigios salvajes, discordias en un mundo agradable y refinado.

»Pensé en la ligereza física de aquella gente y en su falta de inteligencia, y en aquellas ruinas grandes y abundantes, lo cual reforzó mi idea de la conquista perfecta de la Naturaleza. Porque tras la batalla viene la calma. La humanidad había sido fuerte, enérgica e inteligente, y había dedicado toda su vitalidad abundante a alterar las condiciones en que vivía. Y ahora se producía la reacción a esas condiciones alteradas.

»Bajo las nuevas condiciones de confort y seguridad perfectos, esa energía nerviosa, que en nosotros es fuerza, se convertiría en debilidad. Ya en nuestra época ciertas tendencias y deseos, antes necesarios para sobrevivir, suponen una fuente constante de fracasos. El coraje físico y el amor por la batalla, por ejemplo, no ayudan mucho al hombre civilizado, puede que incluso sean obstáculos para él. Y en un estado de equilibrio y seguridad físicos, el poder, tanto intelectual como físico, estaría fuera de lugar. Me pareció que durante muchos años no se había presentado el peligro de la guerra o la violencia, ni el de las bestias salvajes, ni el de las enfermedades que consumen al hombre y exigen una constitución fuerte, ni la necesidad de trabajar duro. Para una vida semejante, los que deberíamos llamar débiles están tan bien provistos como los fuertes, y ya no son débiles. En realidad están mejor provistos, porque los fuertes se inquietarían al no poder dar salida a su energía. Sin duda, la belleza exquisita de los edificios que veía era el fruto de los últimos brotes de una energía que había dejado de tener sentido en el género humano; eran edificios surgidos antes de que el hombre se acomodara en perfecta armonía con las condiciones en las que vivía. Era el colofón al triunfo que dio comienzo a la gran paz final. Este ha sido siempre el destino reservado a la energía almacenada: se entrega al arte y el erotismo, y luego vienen la languidez y la decadencia.

»Incluso el ímpetu artístico acabaría marchitándose, casi ya se había marchitado en esa época. Adornarse con flores, bailar, cantar a la luz del sol: eso era lo que quedaba del espíritu artístico, y nada más. Incluso aquello acabaría desvaneciéndose en la inactividad satisfecha. Nos mantenemos motivados por el yugo del dolor y la necesidad, y me parecía que aquí, por fin, ¡se había roto ese odiado yugo!

»Mientras permanecía en la oscuridad creciente pensaba que con aquella explicación simple había logrado entender el problema del mundo, había descifrado el secreto de aquella gente tan encantadora. Es posible que los mecanismos que habían diseñado para controlar el aumento de la población hubieran funcionado demasiado bien, y que el número de ciudadanos, en vez de mantenerse estable, hubiese disminuido. Eso justificaría las ruinas abandonadas. Mi explicación era muy sencilla, y bastante verosímil, ¡como la mayoría de las teorías equivocadas!

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