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—Ahora, en efecto, me hallaba en peor situación que antes. Hasta entonces, excepto durante la angustiosa noche que pasé tras la pérdida de la máquina del tiempo, había conservado la esperanza de lograr escapar, pero esa esperanza se tambaleaba debido a los nuevos descubrimientos. Hasta entonces pensaba que mis únicos obstáculos eran la simplicidad infantil de las personitas y unas fuerzas desconocidas que solo debía comprender para vencerlas; pero el carácter escalofriante de los morlocks era algo totalmente nuevo, algo inhumano y maligno. El instinto me hacía aborrecerlos. Antes me sentía como debe de sentirse un hombre que cae en un pozo: mi preocupación era el pozo y cómo salir de él. Ahora me sentía como una bestia en una trampa, cuyo enemigo no tardaría en abalanzarse sobre ella.

»Puede que les sorprenda el enemigo al que temía. Era la oscuridad de la luna nueva. Weena me había metido esa idea en la cabeza a partir de unos comentarios al principio incomprensibles sobre las noches oscuras. Ya no me costaba tanto adivinar qué quería decir con las noches oscuras. La luna estaba menguando: cada noche había un intervalo más largo de oscuridad. Y entonces empecé por fin a entender por qué los habitantes del mundo superior temían a las tinieblas. Me preguntaba, sin darle muchas vueltas, qué vileza horrible debían de cometer los morlocks con la luna nueva. Estaba bastante seguro de que mi segunda hipótesis era errónea: puede que antiguamente los habitantes del mundo superior fueran la aristocracia favorecida y los morlocks, sus criados mecánicos, pero hacía tiempo que no era así. Las dos especies resultantes de la evolución del hombre tendían hacia una relación completamente nueva, o ya habían llegado a ella. Como los reyes carolingios, los eloi habían decaído hasta volverse, aunque bellos, inútiles. Seguían siendo los amos de la tierra a pesar de todo, porque a los morlocks, subterráneos desde hacía innumerables generaciones, la superficie diurna les acabó resultando intolerable. E inferí que los morlocks les hacían las ropas y cubrían sus necesidades cotidianas, puede que porque el viejo hábito de servir había perdurado. Lo hacían como un caballo piafa con la pata o un hombre disfruta matando animales por afición: porque existen necesidades antiguas y pasadas que han quedado grabadas en su organismo. Pero estaba claro que, en parte, el antiguo orden se había visto alterado. La Venganza de los Débiles se acercaba a pasos agigantados. Mucho tiempo atrás, miles de generaciones atrás, el hombre había expulsado a su hermano de las comodidades y la luz del sol, y ahora ese hermano volvía… ¡cambiado! Los eloi estaban aprendiendo de nuevo una vieja lección. Volvían a familiarizarse con el miedo. De repente recordé la carne que había visto en el mundo subterráneo. El recuerdo flotaba en mi mente de un modo extraño, no volvía como si lo trajera la corriente de mis reflexiones, sino que se presentaba casi como una pregunta externa. Traté de recordar su forma. Tenía la vaga sensación de que era algo conocido, pero entonces no sabía de qué se trataba.

»Sin embargo, por indefensas que se hallaran las personitas en presencia del miedo misterioso, yo estaba hecho de un material distinto. Yo venía de nuestra época, de esta madurez de la raza humana, en la que el miedo no paraliza y el misterio ha perdido sus terrores. Yo al menos me defendería. Así que, sin más dilación, decidí fabricarme armas y un refugio donde dormir. Al tener donde refugiarme podría recuperar parte de la confianza que había perdido al comprender a qué criaturas yacía expuesto noche tras noche y enfrentarme a ese mundo. Sabía que sería incapaz de dormir hasta que mi cama estuviera a salvo de ellos. Me estremecí de horror al pensar cómo debían de haberme examinado ya.

»Me pasé la tarde dando vueltas por el valle del Támesis, pero no hallé nada que se pudiera considerar inaccesible. Todos los edificios y árboles parecían al alcance de trepadores tan hábiles como, a juzgar por sus pozos, debían de ser los morlocks. Luego volvieron a mi memoria los altos pináculos del Palacio de Porcelana Verde y el brillo pulido de sus muros, y por la noche subí por las colinas hacia el suroeste, cargando a Weena a hombros como si fuera una niña. Según mis cálculos, el palacio estaba a once o doce kilómetros, pero en realidad debía de estar a casi treinta. Cuando lo descubrí era una tarde húmeda, y en esas condiciones las distancias engañan y parecen menores. Además, tenía el talón de un zapato suelto y un clavo me atravesaba la suela —eran zapatos viejos y cómodos que llevaba por casa—, así que iba cojo. Ya se había puesto el sol cuando me encontré ante el palacio, recortado en negro contra el amarillo pálido del cielo.

»Weena, que se había mostrado encantada cuando empecé a cargar con ella, al cabo de un rato quiso que la bajara y corría junto a mí, y de vez en cuando salía disparada a un lado y al otro para coger flores, que me metía en los bolsillos. Mis bolsillos siempre habían sorprendido a Weena, pero acabó concluyendo que eran un jarrón excéntrico para adornos florales. Al menos ella los utilizaba para eso. Esto me recuerda… Al cambiarme de chaqueta he encontrado…

El viajero en el tiempo hizo una pausa, se llevó la mano al bolsillo y colocó en silencio dos flores marchitas, no muy distintas a dos malvas grandes y blancas, en la mesita. Entonces siguió relatando.

—Cuando se cernió el silencio de la noche sobre el mundo, mientras continuábamos por la cima de la colina hacia Wimbledon, Weena estaba cansada y quería volver a la casa de piedra gris. Le señalé los pináculos lejanos del Palacio de Porcelana Verde y logré que entendiera que era allí donde buscábamos un refugio contra su miedo. ¿Saben esa gran calma que adquieren las cosas antes del anochecer? Incluso la brisa se detiene en los árboles. Para mí siempre hay algo expectante en la quietud de la noche. El cielo estaba despejado, distante y vacío a excepción de unas pocas barras horizontales hacia poniente. Pues bien, aquella noche la expectación se tornó del color de mis miedos. En la calma oscura mis sentidos parecían prodigiosamente agudizados. Incluso me daba la impresión de que hasta notaba el hundimiento de la tierra bajo mis pies; en realidad, casi podía ver a los morlocks en su hormiguero a través de ella, yendo de un lado a otro, esperando a que anocheciera. La excitación me hizo imaginarme que se tomarían mi invasión de sus madrigueras como una declaración de guerra. ¿Y por qué se habían llevado mi máquina del tiempo?

»Así que seguimos adelante en silencio, y el crepúsculo se hizo noche. El lejano azul claro se desvaneció y salieron las estrellas una tras otra. La tierra se volvió indefinida y los árboles, negros. Los miedos y la fatiga se apoderaron de Weena. La cogí en brazos y le hablé y la acaricié. Entonces, cuando la oscuridad creció, me pasó los brazos por el cuello y, cerrando los ojos, apoyó delicadamente su cara contra mi hombro. Así, bajamos por una pendiente larga hasta un valle, tan oscuro que casi me metí en un riachuelo. Logré vadearlo, y subí por el lado opuesto. Pasé junto a varias casas para dormir y una estatua; era un fauno o algo semejante, pero sin cabeza. Allí también había acacias. Hasta entonces no había visto a ningún morlock, pero aún era temprano, y todavía tenían que transcurrir horas más oscuras hasta que se alzara la luna menguante.

»Desde la cima de la siguiente colina vi un bosque denso que se extendía, ancho y negro, ante mí. Dudé. No veía dónde acababa, ni a la izquierda ni a la derecha. Muy cansado —los pies, sobre todo, me dolían mucho—, paré, me descargué a Weena del hombro y me senté en el césped. Ya no veía el Palacio de Porcelana Verde y no sabía qué dirección tomar. Miré hacia la espesura del bosque y pensé en lo que podía ocultar. Bajo la densa maraña de ramas quedaría fuera del alcance de las estrellas. Aunque no acechaba ningún peligro —un peligro que no dejaba que mi imaginación agravara—, quedaban todas las raíces con las que podía tropezar y los troncos con los que podía chocar. Tras aquel día tan agitado, yo también estaba muy cansado, de modo que decidí no enfrentarme al bosque, sino pasar la noche en lo alto de la colina abierta.

»Me alegré al descubrir que Weena estaba profundamente dormida. La envolví con mi chaqueta y me senté a su lado a esperar que saliera la luna. La ladera estaba silenciosa y desierta, pero en la negrura del bosque se percibía de vez en cuando el movimiento de algún ser vivo. Las estrellas brillaban por encima de mí, pues la noche estaba muy despejada. Me consoló un poco volver a ver su brillo. No obstante, todas las antiguas constelaciones habían desaparecido del cielo: hacía tiempo que ese movimiento tan lento que resulta imperceptible en el transcurso de un centenar de vidas humanas las había desplazado hasta formar nuevas agrupaciones. No obstante, me pareció que la Vía Láctea seguía siendo la misma franja irregular de polvo de estrellas de antaño. Hacia el sur, según me pareció, había una estrella roja muy brillante que me resultaba nueva; era aún más espléndida que nuestra verde Sirio. Y entre todos estos puntos centelleantes de luz brillaba un planeta resplandeciente, amable y constante como el rostro de un viejo amigo.

»Al mirar las estrellas se empequeñecieron mis preocupaciones y todas las pesadumbres de la vida terrestre. Pensé en la insondable distancia a la que se encontraban, y en la deriva lenta e inevitable de sus movimientos desde el pasado desconocido hasta el futuro desconocido. Pensé en la gran precesión que describe el polo de la Tierra. Esa revolución silenciosa solo se había producido en cuarenta ocasiones a lo largo de los años que había recorrido. Y durante esas escasas revoluciones se habían erradicado todas las actividades, las tradiciones, las organizaciones complejas, las naciones, los idiomas, las literaturas, las aspiraciones, incluso el recuerdo mismo del Hombre tal como lo conocía. En su lugar se hallaban estas criaturas frágiles que habían olvidado su ascendencia elevada, y las criaturas blancas a las que me dirigía aterrorizado. Entonces pensé en el Gran Miedo que se tenían ambas especies, y por primera vez me expliqué, con un escalofrío repentino, la procedencia de la carne que había visto. Pero ¡era demasiado horrible! Miré a la pequeña Weena, que dormía junto a mí, con el rostro blanco e iluminado bajo las estrellas, y descarté de inmediato esa idea.

»Durante aquella larga noche mantuve a los morlocks apartados de mi mente tanto como pude, y pasé el rato intentado ver si podía hallar rastros de las viejas constelaciones en la nueva confusión. El cielo seguía muy claro, salvo por alguna que otra nube ligera. No es raro que a ratos me quedara dormido. Entonces, a medida que transcurría mi vigilancia, fue surgiendo en el cielo una luz tenue hacia el este, como el reflejo de un fuego incoloro, y la luna menguante se alzó, fina, puntiaguda y blanca. No tardó en llegar el amanecer, rebasándola y desbordándola, pálido al principio, y luego cada vez más rosado y cálido. Ningún morlock se nos había acercado. Lo cierto es que aquella noche no había visto ninguno en la colina. Y con la confianza que me otorgaba el nuevo día, casi pensé que mi miedo había sido excesivo. Me levanté y vi que el tobillo del pie calzado con el zapato del tacón suelto se me había hinchado y me dolía el talón, así que volví a sentarme, me quité los zapatos y los arrojé a un lado.

»Desperté a Weena y nos metimos en el bosque, que ahora era verde y agradable en vez de negro e imponente. Encontramos algo de fruta con la que interrumpir el ayuno. No tardamos en cruzarnos con otras personitas delicadas, que reían y bailaban a la luz del sol como si en la naturaleza no hubiera nada como la noche. Y entonces volví a pensar en la carne que había visto. Ahora estaba seguro de lo que era, y en el fondo de mi corazón compadecí a este último y débil arroyo de la gran riada de la humanidad. Estaba claro que el declive humano llegó a un punto en que la comida de los morlocks comenzó a escasear. Debían de alimentarse de ratas y alimañas similares. Ahora el hombre también discrimina mucho menos y es menos selectivo en cuanto a su alimentación que antes, mucho menos que cualquier mono. Sus prejuicios contra la carne humana no corresponden a un instinto profundamente arraigado. ¡Y así, esos hijos inhumanos de los hombres…! Traté de valorar el tema con espíritu científico. A fin de cuentas, eran mucho menos humanos que nuestros ancestros caníbales de hace tres o cuatro mil años, estaban muy alejados de ellos, y la inteligencia que habría convertido aquella situación en tormento había desaparecido. ¿Por qué debía preocuparme? Estos eloi no eran más que ganado engordado, que como si fueran hormigas los morlocks conservaban y cazaban, incluso es probable que los criaran. ¡Y allí estaba Weena bailando a mi lado!

»Entonces intenté protegerme del horror que se apoderaba de mí considerándolo un castigo riguroso debido al egoísmo humano. El hombre se había conformado con vivir cómodo y deleitarse con los esfuerzos del prójimo, había tomado la necesidad como consigna y excusa, y en la plenitud de la vida la necesidad se lo había hecho pagar. Incluso intenté burlarme de esa aristocracia desgraciada y decadente tal como haría Thomas Carlyle. Pero no podía pensar así. Por intensa que fuera su degradación intelectual, los eloi habían conservado una forma demasiado humana que despertaba mi compasión y me apremiaba a compartir su degradación y su miedo.

»En aquel momento tenía ideas muy vagas sobre qué camino tomar. Mi primera idea fue conseguir un lugar seguro para refugiarme y hacerme armas de metal o piedra como pudiera. Esa necesidad era perentoria. A continuación, esperaba procurarme algún tipo de fuego, para disponer del arma de una antorcha, porque sabía que nada sería más eficiente contra los morlocks. Luego quería inventar alguna clase de artilugio para romper y abrir las puertas de bronce bajo la Esfinge Blanca. Había pensado en un ariete. Estaba convencido de que si lograba entrar por esas puertas cargado con una antorcha encontraría la máquina del tiempo y podría escapar. Pensaba que los morlocks no eran lo bastante fuertes para haberla arrastrado muy lejos. Había decidido llevarme a Weena conmigo, a nuestra época. Y mientras tramaba esos planes seguía caminando hacia el edificio que se me había antojado elegir como vivienda.

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