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APÉNDICE: PREFACIO DE WELLS (1931)

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La máquina del tiempo se publicó en 1895. Es evidente que se trata de la obra de un escritor inexperto, pero presenta ciertas originalidades que han evitado que desapareciera, y aún encuentra editores y puede que incluso lectores tras haber transcurrido un tercio de siglo. A excepción de ciertas correcciones menores, se escribió, tal y como ha acabado publicándose, en una habitación alquilada de Sevenoaks, en Kent. Entonces el autor vivía al día de su trabajo de periodista, hasta que llegó un mal mes en que los periódicos con los que estaba acostumbrado a colaborar apenas le publicaron ni le pagaron artículos, y como todas las oficinas de Londres que lo soportaban ya contaban con un gran surtido de artículos aún inéditos, le pareció inútil seguir escribiendo hasta dar salida a ese bloque. Por eso, en vez de preocuparse por aquel cambio terrible de perspectivas, escribió esta historia pensando en encontrarle mercado en un ámbito distinto. Recuerda que la escribió una noche de verano, tarde, con la ventana abierta, mientras una desagradable casera se quejaba desde la oscuridad del uso excesivo de la lámpara, por lo que se añadió al mundo de ensueño su negativa a irse a la cama mientras la lámpara siguiera encendida; el autor escribió con ese acompañamiento, y recuerda también discutir sobre el relato y comentar sus implicaciones mientras paseaba por Knole Park con la amada compañera que tan firmemente lo apoyó durante aquellos años movidos de bienes escasos e incertidumbre esperanzada.

La idea del relato parecía, en aquellos tiempos, su «única idea». Se la había guardado hasta entonces con la esperanza de escribir algún día un libro mucho más largo que La máquina del tiempo, pero la necesidad urgente de hacer algo vendible le obligó a explotarla de inmediato. Como el lector exigente percibirá, es un libro muy irregular: el debate inicial está mucho mejor planeado y escrito que los capítulos finales. Sale una historia muy exigua de una raíz muy profunda. La parte del principio, la explicación de la idea, ya había visto la luz en el National Observer de Henley en 1893. Fue la segunda mitad la que se escribió apresuradamente en Sevenoaks en 1894.

Esa única idea ahora es de todo el mundo. Nunca había sido la idea particular del autor. Había otras personas que se estaban acercando a ella. Se gestó en la mente del autor a partir de las discusiones con algunos estudiantes en los laboratorios y en la sociedad de debate del Royal College of Science en los ochenta, y ya la había puesto a prueba de diversas maneras antes de darle esta aplicación concreta. Es la idea de que el tiempo es la cuarta dimensión y que el presente normal es una sección tridimensional de un universo en cuatro dimensiones. La única diferencia entre la dimensión temporal y las demás, siguiendo este planteamiento, radica en el movimiento de la conciencia en ella, a través del cual se constituye el avance del presente. Es evidente que puede haber diversos «presentes» visibles según la dirección en que se observe el avance temporal; este método de establecer la concepción de la relatividad no se aplicó científicamente hasta mucho tiempo después, y es evidente, dado que la sección denominada «presente» es real y no «matemática», que tendría cierta profundidad variable. El «ahora» no es, por tanto, instantáneo, es una medida temporal más corta o más larga, un punto que aún debe valorarse adecuadamente en el pensamiento contemporáneo.

Pero mi historia no se dedica a explorar ninguna de estas posibilidades. No tenía la más remota idea de cómo realizar tal exploración. No estaba lo bastante formado en ese campo, y desde luego un relato no era el modo de seguir investigando. Así que la exposición inicial evita la paradoja para presentar un romance imaginativo que posee muchas características del periodo de Stevenson y el Kipling de los inicios en que se escribió. El autor ya había escrito un experimento al estilo pseudo-tectónico de Nathaniel Hawthorne, un experimento que se publicó en el Science Schools Journal (1888-1889) y que, felizmente, ya no se puede encontrar. Ni todo el oro del señor Gabriel Wells servirá para recuperar esa versión. Y también hice una descripción de la idea que iba a publicarse en el Fortnightly Review en 1891 pero que nunca llegó a editarse. Ahí se llamaba «El universo rígido». Ese también se ha perdido y no lo podré recuperar, aunque un predecesor menos ortodoxo, «El redescubrimiento de lo único», que insistía acerca de la individualidad de los átomos, vio la luz en el número de julio de ese mismo año. Entonces el director, el señor Frank Harris, se dio cuenta del hecho de que publicaba con veinte años de adelanto, se lo reprochó horriblemente al autor y volvió a interrumpir la impresión. Si queda algún ejemplar debe de estar en los archivos del Fortnightly Review, aunque dudo que quede alguno. Durante años pensé que tenía una copia, pero cuando la busqué había desaparecido.

La historia de La máquina del tiempo, distinguible de la idea, «está anticuada» no solamente en cuanto a su tratamiento, sino también en cuanto a su concepción. Parece, al volver a repasarla una vez más, una interpretación muy infantil para su ahora maduro autor. Sin embargo, alcanza los límites de su filosofía sobre la evolución humana de aquella época. En la actualidad la idea de la distinción social de la humanidad entre eloi y morlocks le resulta un poco burda. Cuando era un adolescente, Swift ejerció una fascinación tremenda en él, y el pesimismo ingenuo de esta imagen del futuro humano es, como en la análoga Isla del doctor Moreau, un torpe tributo a un maestro al cual debe mucho. Además, los geólogos y astrónomos de entonces nos contaron mentiras terribles sobre la «inevitable» congelación del mundo, y de la vida y la humanidad con él. No parecía haber escapatoria. Todo el juego de la vida terminaría en un millón de años o menos. Esto fue lo que nos inculcaron con todo el peso de su autoridad, mientras que ahora, sir James Jeans, autor de libros sobre astronomía y física, en su sonriente Universe around us nos promete millones de millones de años. Con tanta ley científica a su favor, el hombre podría hacer de todo e ir a todas partes, y el único rastro de pesimismo que queda en la perspectiva humana actual es un débil regusto del lamento por haber nacido demasiado pronto. E incluso la filosofía psicológica y biológica moderna ofrece vías para escapar de esa aflicción.

Hay que equivocarse para madurar, por lo que el autor no tiene remordimientos por esta obra juvenil, sino que se aferra de buen grado a su vanidad en los momentos en que su amada máquina del tiempo vuelve a aflorar en ensayos y discursos, ya que aún resulta práctica y adecuada en retrospectiva o como profecía. El viaje en el tiempo del doctor Barton, fechado en 1929, está encima de su escritorio mientras escribe, y contiene muchas cosas con las que ni siquiera soñábamos hace treinta y seis años. Así que La máquina del tiempo ha durado tanto como la bicicleta con cuadro diamante, que apareció cuando se publicó el libro por primera vez. Y ahora va a imprimirse y publicarse de manera tan admirable que su autor está seguro de que lo sobrevivirá. Hace tiempo que ha abandonado la práctica de escribir prólogos para libros, pero esta es una ocasión excepcional y está muy orgulloso y feliz de decir una o más palabras en recuerdo y reconocimiento de su homólogo jovial y necesitado, que vivió en la tercera dimensión hace treinta y seis años.

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